II
La tardanza de Susana no produjo en ningún habitante de aquella casa tan violento ataque de nervios como el que sintió el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas, hombre excesivamente impresionable en los momentos de apuro. Pero si la tardanza alteró su fisonomía y le dejó sin fuerzas, la lectura del fatal escrito, transmitido por la inocente complacencia de D. Lino, acabó de rendir su frágil naturaleza, y dio con su cuerpo en el lecho, exhalando lastimeros quejidos.
—¡Oh, yo no puedo soportar este golpe, yo me muero! ¡Cuán desgraciado soy! ¡Dios mío, sácanos de este trance! —exclamaba al extenderse en su cama, rechazando todo consuelo y riñendo con todo el que intentara probarle que aquella no era la mayor de las desgracias posibles. Negose a tomar todo alimento, y hasta reprendió a su mujer por creerla menos abismada que él en las profundidades del dolor. Quería quedarse solo, ansiando la soledad que aman tanto los que padecen, y renegaba de la luz, el sol, del aire, de la vida y de la sociedad.
Por fin, los que le rodeaban, que eran todos los de la casa, le hicieron el gusto de dejarle solo, en plena y absoluta posesión de sus melancolías, asegurándole que le darían conocimiento de cuanto ocurriese. Antes de que su esposa saliera, el inconsolable enfermo dijo con voz desfallecida:
—¡Ah, si viene el maestro Nicolás lo dirás que hoy no me afeito! Sin embargo, que entre; él puede hacernos algún servicio en este asunto. Le hablaré.
El maestro Nicolás era un hombre que diariamente venía a peinar y a afeitar al Sr. D. Miguel de Cárdenas, pero con la particularidad de que éste pasaba horas enteras en conferencia con su peluquero, siendo de notar que las encerronas habían sido más largas que de ordinario en la última semana. No hacía mucho que el maestro Nicolás desempeñaba tales funciones en aquella casa; pero a pesar de esto, la confianza del señor era grande y los criados se habrían llenado de asombro si llegaran a sorprender la franqueza con que el maestro en artes capilares trataba a su parroquiano una vez que se quedaban solos en el despacho.
Pasaron las primeras horas de la mañana sin otros acontecimientos notables que el sinnúmero de visitas llegadas a cada instante y a medida que la fatal noticia del secuestro iba cundiendo por todas las casas amigas. Llegó el señor fiscal de la Rota, al regresar de su paseo por la Montaña; llegó el señor presidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, todavía sin afeitar y con la peluca torcida a un lado, indicando así la prisa con que quiso correr a informarse bien del suceso; llegó el señor presidente del Tribunal de la Cámara de Penas; llegaron las de Sanahuja, las de Porreño, y la casa se inundó de amigos llorones que no podían estarse mucho tiempo sin venir a decir su opinión sobre aquel suceso.
Cerca del mediodía llegó el llamado maestro Nicolás y fue introducido al instante en el despacho de D. Miguel. No tardará el lector mucho tiempo en reconocer a este que parece nuevo personaje y no lo es; no tardará en reconocerle, porque hace poco le ha visto con el pintoresco traje que ahora trae en substitución de su primera bordada chupa y del escarolado follaje de sus pecheras blancas como la nieve. El Sr. D. Buenaventura tenía mucha habilidad para transformarse, y desde que intentó hacer el papel de barbero en aquella casa, su artificio fue intachable. En la morada de los Enríquez de Cárdenas, el despacho, que estaba en la planta baja, tenía entrada aparte por la calle del Biombo, mientras la puerta principal se abría por la del Factor. La servidumbre notaba la presencia de aquel hombre en el cuarto de su amo, y unas veces le juzgó prestamista, otras agente de negocios, hasta que, por último, su aparición periódica y las funciones barberiles que francamente y a vista de todos desempeñaba, le confirmaron en la creencia de que era peluquero, y nada más que peluquero.
Cuando D. Miguel se incorporó en su lecho y vio junto a sí al Sr. de Rotondo, aguardó a que se extinguiera el ruido del pasillo, y dijo en voz muy queda:
—¡Cuánto ha tardado usted! Estoy con una ansiedad.
—¿Por qué?, todo salió bien —contestó el fingido barbero, sentándose junto a la cama.
—¿Y está segura?
—Por ahora sí; conviene tomar toda clase de precauciones. Se nos persigue con un ahínco...
—¿Sabe usted que fue excelente la idea de fingirse usted mi peluquero? —dijo Cárdenas tomando un polvo de rapé y sonriendo, curado ya del paroxismo que le produjo, la desaparición de Susanita.
—Efectivamente; así no infundiré sospechas. Pues sepa usted que el mismo sistema he tenido que adoptar al fin en una gran parte de las casas adonde concurro para estos asuntos. Y tengo que hacer el papel por completo: ya he afeitado y peinado al señor brigadier Deza y al oidor don Anselmo Santonja. Los tiempos andan malos y es preciso huir el bulto. Sólo en la Embajada británica puedo entrar en cualquier traje y eximirme de rapar las barbas a tanto inglesote.
—Conque hablemos, que no hay tiempo que perder. ¿Cómo está Susana?
—No está mal; aquella casa no es palacio ni mucho menos; pero por unos días...
—Bien decía usted que ese D. Martín nos había de resolver la cuestión por su propia iniciativa. ¿Y él qué piensa hacer?
—Está decidido a no entregarla mientras el D. Leonardo, que también es buena pieza, no sea puesto en libertad.
—¿Y si le dan libertad, como pretende el doctor, cediendo a la intimación de Muriel?
—¡Oh!, no se la darán; ya he previsto yo ese caso. Todo nos sale a pedir de boca. Cuando nos devanábamos los sesos para encontrar un medio de hacer desaparecer a Susanita, sin que fuera preciso emplear la muerte, ese hombre nos vino como llovido. La repentina pasión que la niña sintió por él, pasión descubierta por usted desde la primera entrevista que tuvieron en esta casa, nos dio esperanzas de ver resuelta la cuestión. Usted no tenía confianza en que aquello diera los resultados que apetecíamos, y yo le decía: «Paciencia, D. Miguel, paciencia; usted verá cómo ese tronera va a hacer un experimento revolucionario en Susanita. Ella le ama, él no puede aspirar a su mano; el día menos pensado carga con ella y se la lleva por esas tierras». Ya ve usted cómo al fin ha buscado la satisfacción de sus agravios por este camino.
—Pero él no la ama, él la abandonará tal vez, y Susana aparecerá en nuestra casa cuando menos la esperemos.
—¡Verá usted como no! Él es perseguido; él va a tomar parte muy activa en nuestro negocio. Como D. Leonardo no ha de ser puesto en libertad, y de eso respondo, Muriel, que es tenaz o inexorable, no soltará su presa y se la llevará consigo. Puede ser que la abandone; pero de cualquier modo que sea, yo le prometo a usted que Susanita no volverá a parecer.
—¿Lo cree usted firmemente? —preguntó Cárdenas con ansiedad.
—Firmemente. En último caso yo tengo tomadas mis precauciones, y si hubiera peligro, se adoptaría una resolución decisiva y radical que le sacase a usted del apuro.
—¡Matarla! —exclamó con espanto D. Miguel—. ¡Oh, no!, esa idea me trastorna. Quiero que desaparezca, pero no que muera.
—Sí, yo comprendo esa sensibilidad; ¿pero al llegara el momento en que fuera preciso?
—No me diga usted eso... no... por Dios... ¡Un asesinato!
—Bien; yo estoy comprometido a sacarlo a usted de este apuro en caso de que hubiera peligro. Si el secuestro se descubre, lo que deba hacerse se hará. Por lo demás, yo creo que D. Martín ha de portarse tan bien en este negocio que no nos pondrá en el caso de hacer una atrocidad.
—Dios lo haga —dijo D. Miguel con el ademán del que implora del poder divino una merced señalada.
—Sí; no creo que llegue el caso. Pero si llega... No piense usted eso, y yo me entiendo. Puede usted considerar logrado su deseo. Susanita ha desaparecido. Bien pronto se dirá que su secuestrador le ha quitado la vida, aunque no sea cierto, y usted será conde de Cerezuelo, dueño de la inmensa fortuna de esta casa.
Los ojos de D. Miguel brillaron con cierta animación que no era en él habitual.
—Ya ve usted que no nos ha costado gran trabajo. Otro lo ha hecho. La desigualdad entre los dos, el carácter de él, sus ideas sobre la nobleza y la sociedad, su audacia, su propósito de conseguir la libertad del amigo, han sido causa de esta gran resolución. Bien dije al conocer a D. Martín que era un hallazgo inapreciable.
—Pero aún no veo yo resuelta la cuestión. Ese hombre puede conocer hoy mismo que ha servido sin quererlo nuestros intereses y ponerla en libertad.
—Descuide usted, eso corre de mi cuenta. Yo respondo de que Susanita no volverá a aparecer.
—¿Me lo promete usted?
—Con toda seguridad. Ahora falta que usted cumpla su parte en el pacto que hemos hecho. Usted me juró que si llegaba a ser heredero forzoso de su hermano el conde, me daría cien mil duros para la causa fernandista. Sólo a este precio, y atento siempre a allegar fondos con que atender los gastos de la causa nacional, me he comprometido yo a combinar las cosas de modo que lleguemos a la solución apetecida.
—Bien, yo cumpliré mi palabra —contestó Cárdenas—; pero aún no veo la cosa muy segura. Esperaremos a ver en qué para esto. Cuando no haya duda alguna, yo sabré cumplir mis compromisos. Soy tan receloso que a cada instante me parece que veo entrar a mi sobrina por la puerta de la casa. Otra cosa: ¿no me ha asegurado usted que D. Leonardo no sería puesto en libertad? ¿Y de qué medio se vale usted para conseguirlo?
—Ya lo tengo conseguido. El padre Corchón, que es el que maneja los títeres en la Inquisición de Toledo, me lo ha asegurado.
—¿A ver, a ver? Explique usted eso.
—Es muy sencillo. Don Pedro Regalado Corchón ha entrado recientemente en nuestro partido con gran entusiasmo, inducido por otros cofrades suyos y aun muchos capitulares de aquella santa iglesia, tenazmente empeñados en la caída del favorito. Escoiquiz ha hecho la adquisición de casi todo el clero toledano, y entre los nuevos adeptos no hay ninguno más rabiosamente decidido en favor del Príncipe que el señor padre Corchón.
—Y ese Sr. Corchón, ¿es un hombre de mérito?
—Es un clerigrote ignorantón y apasionado, autor de catorce tomos sobre la Devoción al Señor San José y otras obras ridículas que no han visto la luz, para bien de las letras. Pero no conozco quien despliegue más celo por una causa mundana que ese bendito. No contento con simpatizar con la causa fernandista, se ha metido de cabeza en la conspiración activa, y, es uno de los que más han trabajado recientemente. La idea de que los intereses eclesiásticos están desatendidos por el Gobierno del favorito y la noticia de que se van a desamortizar algunos bienes del clero, ocupan constantemente su arrebatada imaginación. Es un hombre rudo, grosero, intolerante, pero todas estas cualidades son a propósito para el caso. El clero es uno de los principales elementos con que contamos, y el tal Corchón nos está haciendo servicios que lo hacen acreedor a una mitra el día que triunfe el Príncipe.
—Ese nombre no me es desconocido. Ese clérigo era inquisidor en Madrid hasta hace muy poco tiempo; me parece que es uno de quien era gran amiga e hija espiritual doña Bernarda Quiñones.
—Él mismo en persona. Hace poco le trasladaron a Toledo y allí le conquistó D. Juan Escoiquiz, decidiéndole a trabajar por la causa. Anoche ha llegado aquí para conferenciar conmigo y ponernos de acuerdo sobre ciertas particularidades de mucha urgencia.
—¿Y él decide de la suerte de ese D. Leonardo?
—Precisamente. Ya hemos hablado de eso y me ha prometido con toda formalidad que el preso no verá la luz del sol en todo el tiempo que yo quiera.
—Pues si lo toma con empeño el doctor, que es consejero de la Suprema...
—Ríase usted de la Suprema. ¿Si sabremos lo que son esas cosas? La Suprema escribirá; lo tomará muy a pechos, si se quiere, el mismo inquisidor general; pero los de Toledo emborronarán mucho papel, y mientras van y vienen, y se dice y se contesta, D. Leonardo se pudrirá en su calabozo. Ya sabe usted lo que es la Inquisición y cómo procede. Descuide usted, el padre Corchón no promete las cosas en vano tratándose de apretar los tornillos de la máquina inquisitorial. Yo le dije: «Reverendo señor: por una serie de circunstancias que explicaré a V. S. en tiempo oportuno, nuestra causa exige que ese D. Leonardo continúe siendo un francmasón temible y un endiablado hereje, para que no haya poderes en la tierra que le puedan poner en libertad, al menos por ahora». Y él me prometió con júbilo que así sería.
—Es usted invencible, Sr. D. Buenaventura —dijo con verdadero entusiasmo el Sr. de Cárdenas—. Lo que usted no logra ya puede tenerse por imposible.
—Y eso que no puse en conocimiento del Sr. Corchón que la prisión de Leonardo, con la intriga a que va unida, nos producía cien mil duros para nuestra santa causa; que eso me lo guardo y es, sólo acá para entre los dos.
—¿Y no pedirá ese venerable algún piquillo por su complacencia?
—Espero que sí, y será preciso dárselo. Para estos gastos y otros igualmente necesarios no espero otra cosa sino que usted me abra la caja, Sr. D. Miguel de mi alma.
—¡Oh, no, todavía no! —contestó Cárdenas con diligencia—; yo no tengo aún seguridad completa. ¡Si, como he dicho antes, me parece que va a entrar Susana por aquella puerta!...
—He asegurado a usted que Susana no volverá; puede considerar la cuestión concluida y juzgarse heredero de su hermano, el cual bien sabemos que no puede durar mucho tiempo.
—¡Ah!, yo estoy muy receloso —dijo el futuro conde con cierta expresión de misticismo—; me parece que Dios nos ha de castigar.
—A nosotros, ¿por qué? —añadió con cínica sonrisa el Sr. D. Buenaventura—. ¿Acaso la hemos secuestrado nosotros?
—¡Ah!, no; pero esa seguridad que usted muestra de que ha de desaparecer, me indica que tiene algún proyecto terrible.
—No se preocupe usted de eso. Fuera dudas. Lo que yo deseo es que usted cumpla sus compromisos como yo cumplo los míos. Precisamente en estos días me hacen mucha falta los cien mil duros. Hay mucho dinero, pero es gasta mucho. No tiene usted idea de lo que se ha repartido.
—Bien, yo daré esa cantidad cuando tenga seguridad completa de que heredo a mi hermano.
—¿Podré tener los cien mil duros esta noche? —preguntó Rotondo, levantándose en ademán de partir.
—Venga usted, hablaremos.
—Bien; espero que lo compondremos de modo que no le quedará a usted recelo alguno.
Los dos personajes se estuvieron mirando un momento sin decirse palabra, leyendo respectivamente en sus miradas las intenciones y los deseos de que estaban poseídos. Se comprendieron perfectamente y no pronunciaron palabra alguna. Cuando Rotondo salía, Cárdenas se tendió de nuevo en su lecho, y ocultando el rostro entre las almohadas, dijo con voz oída tan sólo por él mismo: «¡Pobre Susanilla!».