I
No hacía mucho que habían dado las ocho cuando la Pintosilla principió a recibir a sus numerosos convidados. Dos candiles pendientes del techo tenían la misión de alumbrar el recinto, lo cual no hubieran podido realizar si no recibieran ayuda de un quinqué comprado ex profeso para que el humilde bodegón se pareciera lo más posible a los estrados de la gente de tono. Renunciamos a describir el buffet, como hoy decimos, que consistía en una especie de altar cubierto con una colcha encargada del papel de tapiz; ni nos ocuparemos del sinnúmero de botellas que sobre él había, puestas por orden como los potes de una farmacia, aunque sin letrero donde constara su contenido, que era vino de distintas variedades y colores.
El primero que entró fue Paco Perol, con su capa terciada, su gran sombrero de medio queso y su guitarra, que rasgueaba con mucha destreza. Siguió la elegante y simpática verdulera del Rastro Damiana Mochuelo, y después la distinguida y airosa Monifacia Colchón, comercianta en hígado, tripa y sangre de vaca, y después Gorio Rendija, opulento ropavejero de la calle del Oso, seguido de la interesante castañera denominada la Fraila, establecida en el Mesón de Paredes. Vino luego el discreto Meneos, majo devoto que se ocupaba en ayudar misas y en remendar trapos viejos, y después la elegantísima y majestuosa Andrea la Naranjera, que era una de las notabilidades de la Ribera de Curtidores. No tardó nada el aprovechado joven llamado Pocas—Bragas, que venía de viajar por las principales capitales de Europa, tales como Melilla y Ceuta, ni faltó el respetable y eminente hombre de Estado, llamado tío Suspiro, maestro de las escuelas establecidas en la Carrera de San Francisco para alivio de bolsillos y desconsuelo de caminantes. Estos y otros esclarecidos personajes de ambos sexos llenaron el bodegón; sonó la guitarra, tocada por el bizarro puntillero de la Plaza de Madrid, Blas Cuchara, y Rendija echó al viento con poderosa voz la primera tirana.
—Pero hay pocos estrumentos —dijo la Fraila—. ¡Eh!, tú, Pocas—Bragas, ¿por qué no te has traído la guitarra?
—Denguno toca como él —añadió Monifacia, haciendo fijar la atención en el aludido—. Sabe tocar hasta el minuete, que lo aprendió en el presillo...
—¿Qué es eso de presillos? —dijo el distinguido joven—. No me enriten, que cada uno tiene sus recovecos en la concencia... Pero este pelafustrán de Meneos, que sabe tocar el bajón y el clarinete... Tía Pintosilla, yo que usted trajera la orquesta de los tres coliseos de Madril.
—Vamos, vamos, que se impacienta el auditorio —observó con gravedad el tío Suspiro—. Música, y sáquense a bailar. ¡Ah! Cuchara, saca a Damiana, que es está pudriendo por bailar. ¡Ah, piernecitas de mi alma! ¡Cómo me cosquillean dende que oigo el guitarreo!
—Baile usted conmigo, tío Suspirón —dijo la Naranjera—. Entodavía les hemos de enseñar cómo se menea la zanca.
—Menos disputas y a bailar —ordenó la dueña de la casa, poniendo en perfecto orden de batalla las botellas que estaban sobre el altarejo.
—Pero escucha, Pintosilla —dijo Damiana—, ¿ónde están los usías que dijiste venían a tu casa esta noche? Yo denguno veo.
—Ya vendrán, ya vendrán; oye, me parece que llaman.
En efecto; oyéronse algunos golpecitos en la puerta, abrieron y entró Susana, acompañada del marqués y del Sr. D. Narciso Pluma.