III
Conviene que el lector conozca algunos pormenores del carácter de esta interesante joven, que ha de encontrar repetidas veces en el largo camino de esta historia. La hija única del conde de Cerezuelo era una hermosura majestuosa, y si no fuera impropiedad, diríamos varonil. Su airoso y arrogante ademán recordaba las heroínas de la antigüedad, por cuyas venas corría mezclada la sangre humana con la de los dioses. En su rostro había cierta expresión provocativa, como si la superioridad de su belleza insultara perpetuamente a la vulgar y prosaica muchedumbre; y esta belleza era más severa que graciosa, pertenecía más al domino de la estatuaria que al de la pintura. De su madre, que era una dama valenciana de perfecta hermosura, había heredado el suave tinte oriental del rostro y la melancólica expresión propia de la raza que en la costa del Mediterráneo perpetúa el tipo de la familia arábiga; pero, en general, la joven a quien retratamos llevaba impreso en su frente el sello de la hermosura clásica. En su rostro se pintaba fielmente la fase principal de su carácter, que era el orgullo. Sus ojos, al mirar, parecían conceder especial favor, y el aliento que dilataba alternativamente las ventanas de su correcta nariz, sacaba de su pecho el desdén y la soberbia, lo único que allí había. El efecto causado en general por su presencia era grande, y más bien infundía admiración que agrado. Ninguna pasión inspiró que estuviera exenta de temor, y los idólatras de aquella insolente hermosura, los que habían explorado su corazón, experimentaban hacia ella un sentimiento que no podemos expresar mientras no haya una palabra en que se reúnan y confundan las dos ideas de amar y aborrecer.
Cautivaba especialmente a cuantos la veían por su elegante y esbelto cuerpo, cuyas actitudes, sin ninguna afectación ni artificio de su parte, sino por el instinto que acompaña a la elegancia ingénita, siempre se determinaban en artísticas y armoniosas líneas. Lo fundamental en el carácter de Susana era el orgullo de raza y de mujer que a nada se doblegaba. Acusábanla muchos de ser insensible a toda ternura, y hacían notar en ella una circunstancia espantosa, que de ser cierta daría muy mala idea de su alma: decían que ofrecía la singularidad, inconcebible en su sexo, de no amar ni a los niños. No hacían efecto en ella las preocupaciones, y tenía un despejo y una claridad de inteligencia que eran cosa rara en la época de las falsas ideas. Nadie le imponía su yugo; no se dejaba dominar por el amor, ni por la religión, y amaba la independencia física y moral, sin que por esto hubiera mancha alguna en su honor, ni en su conciencia, porque el orgullo era en ella tan fuerte que hacía las veces de virtud. Hija única, disipaba una gran parta de la fortuna de su padre, y vivía rara vez en Alcalá, donde se aburría, y casi siempre en Madrid, en casa de su tío. Frecuentaba las más célebres tertulias y, rodeada por una corte de petimetres, se aventuraba de noche en los laberintos de Maravillas, porque le causaban particular agrado las fiestas y costumbres del pueblo. Vivía en medio de la frivolidad general, festejada por insulsos galanes, entre la gente afeminada o ridícula que componía aquella sociedad, no impelida hacia nada noble y alto por ninguna grande idea. Tal era la hija del conde de Cerezuelo.
—Pluma, cotorree usted a Engracia. ¿Qué hace usted ahí hecho un niño del Limbo? —decía doña Bernarda al desesperado—. ¿No ve usted cómo charla con ella el hombre ese que ha venido con este herejote? Y la muy pícara está cuajada oyéndole. Esto no se puede sufrir... Pero, Pluma, ¿qué hace usted?... Vaya, vaya. Buena gente nos ha traído aquí el bueno de D. Lino.
Mientras esto decía doña Bernarda, la Literata, que no había podido resistir mucho tiempo a la tentación de hacer algún idilio, corría entre las matas jugando al escondite con D. Lino y con la de Porreño. Había tejido con varias flores una corona, que puso en las sienes del complaciente abate, dándole el pastoril nombre de Dalmiro, y diciéndole con afectada entonación y un mover de ojos muy teatral:
«¿Cómo, Dalmiro, tanto has retardado
tu vuelta a la majada
que aguardándote estoy desesperado?
sin dueño los tus terneros,
por las vegas y oteros
descarriados braman».
Y el pobre Paniagua, hecho un Juan Lanas, riendo como un simple y declamando con movimientos coreográficos, le contestaba:
«¡Ay, Coridón amigo! Si tú vieras
lo que yo he visto, más te detuvieras,
y acaso, tu redil abandonado,
trocaras el cayado
por cinceles sonoros...».
Esta escena grotesca hacía reír a los que desde alguna distancia la contemplaban. El abate, coronado de flores, con su traje negro, su rara figura y la risa convulsiva que le producía la agitación del baile y lo necio del papel que cataba representando, parecía un verdadero payaso. La Literata no reía, sino que, por el contrario, tomaba muy por lo serio su papel de pastora. Había en ella una especie de iluminismo, y su imaginación tenía poder bastante para dar realidad a aquella farsa empalagosa. Alguien decía que estaba demente. Su manía la extravió aquel día hasta el punto de fingir que apacentaba un rebaño, y D. Lino fue tan sandiamente bueno que se prestó a hacer el papel de oveja, y era cosa que inspiraba a la vez risa y compasión oírle balar entre las ramas imitando con prodigiosa exactitud al manso animal.