III
La primera vez que Susana se presentó en la misa de San Diego con su dueña y su paje, este último produjo, como ahora decimos, gran sensación. Muchos de los que concurrían al oficio divino se distrajeron contemplando el extraño vestido; los chicos no apartaron la vista de él ni un momento, a pesar de los frecuentes tirones de orejas de sus respectivos padres, y a la salida, los mozos, payos y estudiantes, que se situaron, como de costumbre, en la puerta, convinieron en que en Alcalá no se había visto librea tan lujosa. Pero Pablillo había desempeñado tan mal su misión aquel día, había tropezado tantas veces al poner y quitar el tapiz en que se hincaba la señora, había dejado caer el sombrero con tanta frecuencia, que al llegar a la casa oyó, temblando de miedo, una severa reprimenda. Sus funciones eran altamente fastidiosas, y el desdichado se consumía de fastidio dentro de su casacón, y deseaba trocar los botones y el monumental sombrero por los andrajos con que brincaban en el corral los hijos de la tía Nicolasa. Así van las cosas del mundo: la miseria suele envidiar a la ostentación, sin reparar que ésta a veces trocaría su deslumbrador aparato por una pobreza tranquila y libre. Figúrese el sensible lector lo que pasaría el pobre muchacho, esclavo de la etiqueta, después de haber pasado tanto tiempo en una cárcel, donde vio perecer de miseria y dolor a su anciano padre. No sabía lo que era peor, si el calabozo de Granada o el duro encierro de su corbatín y de su librea, claveteada con botones de metal dorado como para hacerla más fuerte. Es triste el espectáculo de la niñez que se consume en un servicio penoso y triste, privada de todo solaz. La travesura, propia de la edad, estaba aherrojada, y no tenía más recreo que contemplar al través de los cristales del camarín de la señorita los pájaros que volaban de rama en rama en la huerta, y el gato que iba y venía por lo alto de la tapia. Siempre en pie, siempre derecho, presenciaba las complicadas operaciones del tocador de su ama, y oía la charla del peluquero, venido de Madrid, el cual tenía la galantería de llamarlo el Sr. D. Pablo.
Además, Pablillo no hacía a derechas cosa alguna de las que se le mandaban: si se le pedía agua fría, la traía caliente; se le caían de las manos los vasos y platos, y puso fin a varias piezas de gran valor. Esto le valían reprensiones enérgicas de Susana y tremendos mojicones de D. Lorenzo, que le hacían ver las estrellas. Contribuía a hacerlo más infeliz la circunstancia de que no se perdía cosa alguna en la casa sin que al momento se lo echara la culpa a él, para lo cual le registraban los profundos bolsillos de su casacón; y como le encontrasen una vez no sabemos qué insignificante baratija, D. Lorenzo puso el grito en el cielo, amenazándole con espantosos castigos si reincidía.
La tía Nicolasa le había jurado guerra a muerte, y le alimentaba lo peor que podía. Los inocentes chicos llegaron también a participar de aquel rencor, y así como en otras ocasiones se echaba la culpa de todo al gato, entonces la responsabilidad de cuanto acontecía de escaleras abajo caía sobre Pablillo. Si rodaban, haciéndose algún chichón, Pablillo les había pegado; si rompían los calzones, Pablillo lo había hecho; si se ensuciaban de lodo, era Pablillo el autor de tamaño desacato.
Entretanto, el triste huérfano se aburría y soñaba con la libertad dormido y despierto. Hubiera dado la mitad de su vida por poderse revolear con librea y sombrero en el montón de tierra y estiércol que había en la huerta; envidiaba la suerte de las gallinas que saltaban sin casaca en el corral, y se le iban los ojos detrás de todos los rapaces de ambos sexos que pasaban saltando y enredando por el camino. Nadie allí le demostraba cariño, y él por su parte estaba dispuesto a amar con delirio a quien lo dijese: «Pablillo, vete a jugar». No aborrecía mucho a la tía Nicolasa, sin duda porque hay en los niños un secreto instinto que les impide odiar a las mujeres; pero no podía ver ni pintado a D. Lorenzo Segarra. Al conde poquísimas veces lo veía, y la señorita le inspiraba un respeto supersticioso; la rigidez y frialdad de la dama, su despotismo y hasta su hermosura, eran causa de aquel respeto.
El niño sentía una vaga admiración, entusiasmo inexplicable por aquella deidad que presidía sus tristes destinos, y que jamás descendía hasta él, manteniéndose siempre a la altura de su posición social y de su belleza. Para el paje era la señorita un objeto de veneración más que de cariño, y la idea de que pudiera ofenderla le hacía estremecer. Cuando Susana estaba en su tocador, el paje se cansaba menos de estar en pie y con los brazos cruzados, porque entretenía sus ojos fijándolos en el espejo, donde aparecían reflejados el rostro y el cuello de la hermosa tirana. Sea que en su corta edad el sentimiento del arte estuviera en él muy desarrollado; sea que la contemplación de la señorita le produjera un recreo instintivo e incomprensible, lo cierto es que se embobaba mirando en el cristal aquello que un austero benedictino del siglo pasado llamaba escándalos de nieve. La doncella de Susana era otro de sus enemigos, porque le ocultaba las más de las veces, interponiéndose entre él y el espejo, la sorprendente imagen.
Un día Susana debía asistir a un gran sarao que había en casa de otro noble rancio residente en Alcalá, para lo cual se puso de veinticinco alfileres, ostentando en traje y joyas una riqueza y un primor inauditos. Ya estaba preparada y se ofrecía a sus propias miradas puesta frente al espejo en el centro del camarín, cuando entró Pablillo trayendo una lámpara que había arreglado la tía Nicolasa, y a la vista de la señorita, el pobre muchacho se quedó extático y deslumbrado. Dio algunos pasos, sin apartar la vista de su ama, y al llegar cerca de ella tropezó, cayó y todo el aceite de la lámpara inundó las vistosas haldas del guardapiés de Susana, poniéndola como nueva. Al mismo tiempo, agarrándose instintivamente el infeliz caído a una de las blondas, abrió en canal la basquiña, dejando a su ama en un estado de furor indescriptible. Figúrate, piadoso lector, lo que pasaría Pablillo en aquel nefando día. En el camarín recibió un vapuleo a dúo por el ama y la doncella, y luego, de escaleras abajo, aquello fue un desastre que quedó presente en la imaginación del pobre chico durante toda su vida.
Con decir que D. Lorenzo le entregó a la ferocidad de la tía Nicolasa, autorizándola para imponerle el castigo que juzgara conveniente, previo despojo de las galas de la librea, se comprenderá todo el horror de aquel trágico suceso.
—¡Sapo! —gritaba Nicolasa en el colmo de la ira—, ven acá: ¿te has creído que el traje de la señorita es algún estropajo? No puede por menos de haberlo hecho de intento, Sr. D. Lorenzo; este muchacho tiene malas ideas.
—Es preciso quitarle la casaca, porque no creo que la señorita consienta en que le sirva más este sabandijo —dijo el mayordomo.
Esto era más de lo que había soñado la tía Nicolasa en el delirio de su venganza. ¡Despojar a Pablillo de su encantadora librea! ¡Quitarle una a una todas las prendas en presencia de los criados, de los niños, de las gallinas y pavos del corral! La ceremonia de la exoneración fue cruel para el pobre huérfano. Un chico le tiraba de una manga; otro satisfacía su deseo de tantos días quitándole el sombrero y poniéndoselo para dar dos paseos por la huerta; aquél le empujaba hacia adelante; éste hacia atrás; uno le arrancaba un botón; estotro pugnaba para arrancar el corbatín, y la tía Nicolasa presidía este tormento riendo y acompañando cada estrujón con sus apodos y calificativos más usados, tales como «sapo, zamacuco, escuerzo, lagartija, avefría, D. Guindo, espantajo, etc.».
Los chicos se repartieron con febril alegría el botín. Tener en sus manos aquellos botones, entrar los brazos en aquellas mangas galonadas, era más de lo que los pobres vagabundos del corral podían soñar. Su madre les dejó gozar un momento de la posesión de aquellos ansiados objetos, y después los recogió y guardó, temiendo que el escudo de la casa se profanara con el fango y el estiércol.
Al huérfano se le puso su antiguo vestido, modificado con alguna prenda inútil de los hijos de la tía Nicolasa, y descendió a lo más bajo de la escala social entre la servidumbre. Esto, lejos de ser una pérdida habría sido ventaja si hubiera cobrado su libertad y si la mirada despótica de la arpía no estuviera constantemente fija en él, pidiéndole cuenta de todos sus actos. No podía entregarse al juego, porque los demás chicos le hacían objeto de burlas, sin duda por la capitis diminutio que había sufrido. Si rodaban por el suelo, venían todos en procesión lloriqueando para decir a su madre que Pablillo les había empujado. Se le obligaba a estar sentado en un rincón mientras saltaban los otros, y cuando se repartía alguna golosina nunca le tocaba a Pablillo más que el pezón o el hueso, si era fruta, o el papel que servía de envoltorio si era dulce o pastel.
En esta vida el pobrecillo no cesaba de mirar al cielo y a las ventanas del camarín de su señorita, echando de menos los instantes que pasaba allí metido dentro de su uniforme, preso, pero con dignidad y sin recibir ultrajes. Un domingo sintió bajar a Susanita para ir a misa; púsose junto a la escalera, esperando que al bajar le dijera alguna cosa; pero la dama ni siquiera miró al pobre muchacho, que sintió un dolor inmenso por este desaire, mucho más cuando vio que detrás bajaba el mayor y más antipático de los muchachos, sus rivales, vestido con la historiada librea, desempeñando el papel de paje con más gravedad que él. ¡Y el nuevo rodrigón pasearía las calles de Alcalá deslumbrando a todo el pueblo con el fulgor de sus botones! ¡Y extendería en San Diego el tapiz para que se sentara madama! ¡Y presenciaría en el silencio del camarín las operaciones del tocador, contemplando en el espejo la divina imagen de la señorita! ¡Oh! Pablillo no pudo resistir la aflicción que estas consideraciones le producían, y fue a ocultar sus lágrimas en el último rincón del corral.