V
Conocida esta persona y su importancia, se comprenderá la alegría del desesperado Leonardo al verla entrar y al leer en su rostro la felicidad que le traía.
—¡Querido D. Lino, incomparable abate! —exclamó abrazándole con afecto—. Siempre viene usted a tiempo. En este momento pensaba salir para ir a su casa.
—¿Sí? No me hubiera usted encontrado —contestó el abate, sentándose con señales de fatiga—. Estoy fuera desde el amanecer. ¡Cuánta ocupación Sr. D. Leonardo; esto no es vivir! No sé cómo me las componga para poder evacuar tanto negocio importante como a mi cargo tengo. Esta mañana fui a buscar una nodriza por encargo de la señora de Valdecabras, que se ha visto obligada a despedir a la que tenía, por haber encanijado al niño. Al fin encontré una, recién venida de la montaña; me han asegurado que tiene buena leche; y en efecto...
—¿Pero no me dice usted nada de...? —preguntó Leonardo con la mayor impaciencia.
—Ya hablaremos —dijo el abate, que no quería poner a la orden del día el peligroso asunto objeto de su visita, mientras estuviera allí Muriel, persona a quien no conocía—. Ya hablaremos. ¡Pero qué cansado estoy! He andado cinco horas sin parar. Tuve también que ir a comprar veinte varas de cinta para doña Pepita y a hablar con el pintor que ha de hacer el telón para el teatro del marqués de Castro—Limón. Van a representar la Ifigenia. ¡Qué trajes, qué lujo! Hoy he ido también a encargar la peluca que debe sacar Agamemnón, y las hebillas que ha de ponerse Ulises en los zapatos... porque esta es gente de gusto. Estará de lo más lucido que en la Corte se haya visto. Luego he tenido que ir a hablar con el prior de Porta—Coeli a ver si quiere prestar los tapices de aquella iglesia para una función que hacen las Hermanas del Amor Hermoso en los italianos; y después fui a ver si los arrieros de Extremadura habían traído la galga que ha encargado el señor fiscal de la Rota. Unos amigos de la calle de Mesón de Paredes me entretuvieron, haciéndome beber algunas copas, porque tienen bautizo; y después marché a casa de la escofietera de doña Bárbara Moreno para decirle el corte que debe darle al tocado que lo está haciendo para el día de la boda de su hermana. ¡Ay!, no tengo piernas; me rindo. Y después de tanto mareo no he podido asistir al entierro del señor oficial mayor de Palacio, persona a quien no conocí, pero que me recomendaron después de muerto. Tampoco he podido asistir a la función del Sacramento, donde predicaba un amigo mío... y qué sé yo. Si no me multiplico no voy a poder vivir.
—¿Y no ha estado usted en casa de...? —dijo Leonardo sin poder contener su ansiedad.
El abate miró a Martín con recelo, demostrando que los graves secretos de que era emisario no podían comunicarse en presencia de un desconocido.
—Éste —dijo Leonardo señalando a Muriel— es un amigo mío muy querido. Nos conocemos desde la niñez. Le confío todos mis secretos, y él a mí todos los suyos.
—¡Ah! —exclamó Paniagua saludando a Martín con la sonrisa en los labios—, entonces... Pues daré a usted, señor D. Leonardo, una buena noticia.
—¿Buena noticia? —dijo D. Leonardo—. ¿Es que ha reventado doña Bernarda o ha reñido con el padre Corchón?
—¡Oh, no! —contestó D. Lino riendo y poniendo la mano en el hombro de su joven amigo—. Mi señora doña Bernarda no tiene novedad, aunque las muelas le molestaron anoche, para lo cual le he llevado hoy raíces de malvavisco. En cuanto al padre Corchón nunca ha estado mejor que ahora, según me acaba de decir, pues con los pediluvios se le ha quitado la ronquera, y volverá a lucir su hermosa voz en el púlpito de San Ginés.
—¡Que no le vea estallar como un cohete! —dijo Leonardo—. Pero a ver la buena noticia.
—Pues madama —prosiguió el abate con malicia—, va el domingo a la Florida con algunas amigas y amigos, a pasar un día, a comer bajo los árboles, a saltar y brincar al modo de la poesía pastoril. Quiere que vaya usted.
—¿Yo... en presencia de doña Bernarda, que irá también? —dijo Leonardo.
—Ella no le conoce a usted. Yo le presento... y a propósito: yendo también su amigo, puede arreglarse mejor la cosa. Yo les presento como que son dos forasteros, que vienen de visitar las cortes de Europa, y al llegar a Madrid me han sido recomendados para enseñarles las cosas de esta villa y darles a conocer en los estrados.
—¡Qué buena idea! ¿Vas, Martín? —preguntó Leonardo volviéndose hacia su amigo o interrogándole más con sus alegres ojos que con la palabra.
—Vamos. Aunque no fuera sino por hacer más fácil la presentación.
—Va mucha gente; damiselas y petimetres. Les aseguro a ustedes que se divertirán de lo lindo —dijo Paniagua.
—¡Oh! ¡Si no fuera doña Bernarda! ¡Si tropezara dislocándose un pie o se le subieran los vapores al cerebro de modo que no se tuviera en pie en una semana...!
—Entonces no iría su hija. ¡Pobre madamita! ¡Siempre tan triste...! —repuso el abate.
—¡Oh! D. Lino —exclamó el enamorado joven—. ¡Cuándo...!
—Ya conozco sus nobles sentimientos, Sr. D. Leonardo. Merecedor como ninguno es usted de tamaña dicha. Pero qué remedio... Esperar, esperar. Ya llegará el día. Y como ella es tan buena, tan guapa, tan sensible... Ayer me contaba las penas que pasó con su difunto esposo, y no pudo menos de llorar. ¡Pobrecita! Es que el guardia de Corps era hombre cruel, Sr. D. Leonardo. ¿Ella no le ha contado a usted de cuando la encerraba, teniéndola dos o tres días sin probar bocado? Es cosa que parte el corazón.
—Sí, ya sé —dijo Leonardo, a quien importunaba el recuerdo de los sufrimientos de la discreta y sensible Engracia en vida de su esposo—. ¿Y a qué hora es el viaje a la Florida?
—Por la mañana. Yo vendré por ustedes. Va Pepita la del corregidor, doña Salomé Parreño, la de Cerezuelo y otras. ¡Qué ocasión, amigo D. Leonardo!; doña Bernarda se dormirá sobre la hierba apenas coma un bocado.
—Si despertara en el valle de Josafat.
Pocas explicaciones serán necesarias para enterar por completo al lector de los amores de Leonardo. Pasaremos por alto los sucesos del período incipiente, con los primeros pasos de aquella aventura, cuyo fin estamos muy lejos de conocer todavía. Engracia, a quien el abate llamaba frecuentemente madama, siguiendo la costumbre de la época, era viuda de un guardia de Corps, que no la pudo martirizar más que siete meses, después de los cuales se marchó a mejor vida, dejando a su mujer en la gloria, si bien más tarde cayó en el temido infierno de la casa de su madre doña Bernarda, que se constituyó en celosa guardiana. La muchacha, por demás sensible, hacía cuanto en su mano estaba para romper la clausura en que vivía; pero los lazos a la vez domésticos y religiosos en que estaba aprisionada, únicamente podían desatarse por la astucia o romperse por el valor, y de ambas cualidades carecía la pobre viudita. Ella misma no podía explicarse cómo habían nacido aquellos peligrosos amores; pero es indudable que la propia cautela y atroz intolerancia de doña Bernarda fueron causa de la aventura, que no era más que el ansia de libertad expresada en la relación afectuosa con alguien de fuera, con alguien de la calle. Tal vez había poco o ningún amor por parte de ella en las primeras comunicaciones epistolares y visuales; pero la costumbre es poderosa en esta como en otras muchas cosas, y al fin Engracia profesó al ilustre mendigo verdadero cariño. La dificultad de las comunicaciones, las contrariedades que entre uno y otro surgían a cada paso, avivaron el incendio, y la pobre viuda se encontró doblemente presa. Incapaz por su débil carácter de tomar una solución, esperaba en silencio a que la Providencia resolviera aquel problema, y se contentaba con frecuentar lo más posible los novenarios y demás fiestas religiosas, donde le era posible el culto profano de un santo semoviente, que iba tras ella a todas las iglesias y oía todas las misas en que embebía su espíritu, ansiosa de dejar este mundo, la buena de doña Bernarda. Respecto del padre Corchón, teólogo eminente que dirigía el ánimo de aquella insigne mujer no sólo en las cuestiones religiosas, sino en las domésticas, nada diremos hasta que la imagen de hombre tan grande aparezca, llenándolo todo con su estatura física y moral en el escenario de esta historia.
El abate Paniagua aún tenía una misión que cumplir. Metió la mano en su pecho, sacó un billete, y sonriendo (y aun diremos con cierto rubor) lo entregó a Leonardo. En el billete, además de muchas ternezas y honestas confianzas, hacía madama la misma invitación que de palabra había expresado ya al incomparable D. Lino. No copiamos la carta, porque habíamos de hacerlo con fidelidad, y las muchas faltas de ortografía de que estaba plagado aquel patético escrito, rebajarían el ideal tipo de la joven e interesante viuda. Las mujeres más novelescas suelen despoetizarse con su pluma, y aquélla no estaba libre de la común flaqueza gramatical propia de su sexo. Dejemos la carta relegada a profundo olvido y conservemos a su bella autora resplandeciendo en la altura del idealismo, muy por encima de la vulgaridad de sus garabatos.
Cumplido el objeto de la visita, se levantó Paniagua para marcharse. Entonces pudo Muriel observar mejor la pobre facha del corredor de asuntos amorosos. Era D. Lino pequeño y débil como un sietemesino; y no se concebía cómo aquellas piernecitas tan cortas y endebles podían trasladarlo de un punto a otro de Madrid con tanta actividad, para traer y llevar los infinitos recados que a su cargo tenía. Esta mezquindad de piernas y su voz atiplada y aguda como la de un niño eran los rasgos característicos del ser físico, como la debilidad y la complacencia lo eran del ser moral. Su cabeza era de configuración rara, y la bóveda del cerebro era semejante al polo ártico de un medallón: allí residía en perenne actividad el órgano de la protección a los amantes. De modales flexibles, de gran movilidad en la cintura y pescuezo, el cuerpo de Paniagua había nacido para doblegarse, lo mismo que su espíritu existía para complacer. No inspiraba aversión, ni afecto, y el respeto propio de su traje semieclesiástico se combinaba con el desprecio inherente a su frívolo oficio para producir un resultado de indiferencia, que era lo que realmente inspiraba a todo el mundo.