II
En tanto Martín y los demás continuaban reunidos.
—Desde este momento —dijo el primero— queda constituida aquí la Comisión permanente de la Junta, que preside Vélez, por delegación mía. Esta Comisión está en relación conmigo toda la noche, y resolverá con su criterio cuanto ocurra, en caso de que no haya una orden mía en contrario.
—La Comisión permanente —dijo el padre Vélez sentándose en el asiento de preferencia— sostendrá tus acuerdos, y garantiza su ejecución con la vida de todos los que aquí quedamos.
Martín salió y despachó al momento un correo de toda su confianza que llevara a Madrid el acta firmada por todos los individuos de la Junta. Estos, por lo tanto, no tenían escapatoria. La causa de haber dado Martín este arriesgado paso era que alguno de aquellos personajes, a pesar de ser todos muy vehementes al principio, le inspiraban cierta desconfianza los últimos días.
A las doce en punto, doscientos hombres encerrados en las habitaciones medio ruinosas de la Judería se amotinarían, apoderándose de todas las callejas y recodos de aquel antiguo y solitario barrio. Estos hombres eran escogidos, de probado valor, y en todos ellos, tratándoles separadamente y por grupos, había infundido Martín una decisión que parecía inquebrantable. Mas era una fuerza brutal y ciega, que ignoraba la idea, de la cual recibía tan vigoroso impulso. El rencor hacia un hombre, a quien juzgaban causa de todos los males, era el único sentimiento que les movía; pero aun así aquella fuerza era de inmensa utilidad. El resto del pueblo que habitaba en Toledo, o era indiferente, o estaba dispuesto a secundar el movimiento. Los nobles y el clero eran también revolucionarios; pero sólo algunos estaban enterados de lo que se preparaba. Todo era favorable; sólo la mala fe o la discordia entre los conspiradores podía frustrar el golpe.
Lo primero que debían hacer los amotinados era apoderarse a viva fuerza del corregidor y del coronel que mandaba la escasa guarnición de la ciudad; esto parecía muy fácil, porque el brigadier Deza, que era de la Junta, podía entregar a los soldados, aunque no tenía mando activo. El clero, y principalmente los inquisidores, aunque estaban también en autos, no tenían participación directa, y esperaban confiados en las hazañas de aquel hombre, enviado de Madrid por Rotondo, y en quien suponían con razón cualidades no comunes. Todos velaban, llena el alma de zozobra, aguardando noticias de la Judería; sólo descansaba sin ningun género de cuidado ni sospecha el corregidor de la ciudad, D. Ildefonso Carrillo de Albornoz, del cual también se susurraba que no era muy afecto a Godoy. Los elementos para el primer impulso eran considerables; después se contaba con el concurso de España entera.
Martín, al salir de la Junta, fue a su casa a reposar un momento para dirigirse a las doce a la Judería.
Habitaba en una casa lóbrega y escondida de la calle de la Chapinería, y sólo le acompañaba Alifonso, porque don Frutos había sido encargado de cierta comisión que se sabrá después. Aquella noche, sintiéndose el joven con necesidad de tomar alimento, fue a la posada, y con gran sorpresa, encontró en ella a fray Jerónimo de Matamala.
—Querido Martín, Martincillo —exclamó éste abrazándole—. He venido sólo por verte. ¿Qué tal? Muy ocupado. Sabes que esto que aquí pasa no me parece del todo bien; sí, te diré... he venido sólo a eso. ¡Pobre muchacho! Tú estás loco; ¿conoces bien la gravedad de lo que vas a hacer? Corchón me ha mandado a toda prisa; está escandalizado y furioso. Aquí he sabido que estás haciendo atrocidades, y te auguro mal fin. Hay muchas personas que están irritadas contra ti, sobre todo ciertos individuos del clero.
—¿Qué me importa? —contestó Martín—. Ya no es posible volver atrás; es igual que estén contentos o no. Yo me río de sus escrúpulos. ¡Gente apocada y egoísta! ¿Qué saben ellos lo que es valor? Querían que trabajáramos por ellos, por cimentar su poder, por aumentar su influjo. Vaya usted y diga a esos farsantes que ya no hay esperanza. El alcázar de la corrupción y de la barbarie está minado; no falta más que aplicar la mecha.
—¡Infeliz! —dijo Matamala llevándose las manos a la cabeza—. Siempre lo mismo; siempre blasfemo. ¡Malhaya quien te dio parte en este negocio! Bien decía Corchón que tú nos ibas a perder... Pero hombre, considera... Ten prudencia...
—¡Prudencia yo!... Esta no es noche de prudencia.
—Corchón está hecho un veneno contra ti.
—Mucho me importará lo que piensa ese pedantón...
—Y Rotondo... También está disgustado, lo sé.
—Ningún malvado puede estar contento con lo que pasa. Se acerca el último día de los hipócritas, de los corrompidos y de los infames.
—¡Oh, santo Dios y el seráfico Patriarca!... pero qué loco está este hombre... Aquí, la gente de aquí, la gente gorda está también disgustada. Quién sabe lo que a estas horas estarán tramando contra ti. No seas loco; ve, preséntate a ellos y diles que estás arrepentido de todas tus faltas y que harás lo que ellos te manden.
—Déjeme usted en paz, padre; yo no tengo que dar cuentas a nadie —dijo Martín amostazado—. Usted es un pobre hombre que no sabe lo que dice. Esto no se ha hecho para los frailes ambiciosos, ni para los clérigos intrigantes.
—¡Ah!, también a mí me insultas... Bien: haz lo que quieras; no te aconsejo más. Me callo.
—Sr. D. Martín —dijo Alifonso, al ver que había terminado la disputa—. Esta tarde ha llegado a la posada una señora y ha preguntado por usted.
—¿Una señora? ¿Viene sola?
—Con un caballero flaco y pequeñín que iba mucho a casa, cuando el Sr. D. Leonardo, pues...
—¿Dónde está? Al instante quiero verla.
—Es la de Cerezuelo —dijo fray Jerónimo al oído de Martín—. La he visto al entrar.
Fue Martín inmediatamente al cuarto donde le dijeron que estaba Susana. Dio un ligero golpe en la puerta, y al momento sintió el crujir de un vestido de seda rozando precipitadamente por el suelo. Sonó el cerrojo, y antes de que la puerta se abriera, hasta le pareció que un perfume sutil anunciaba la presencia de la gran dama. En efecto; era ella. Cubierta de palidez, conmovida y turbada, Susana se ofreció a los ojos de Martín, y después de indicarle que entrara, cerró de nuevo la puerta. El joven se acercó a ella, y besándole ambas manos con cierta efusión de galán enamorado, que Susana hasta entonces no conocía, le dijo:
—¡Ah! Bien ha cumplido usted su palabra. Ya lo esperaba yo.
—Sí; mucho he dudado —contestó Susana con emoción—; pero al fin...
—¿Y duda usted todavía?
Susana se pasó la mano por la frente, y dijo con profunda melancolía:
—No lo sé.
—Terrible es la prueba; pero por lo que me dijo usted aquella noche, creo que todo cuanto usted oponga a esta inclinación es oponerse a su destino.
—Después que no nos vemos me han pasado cosas terribles... Pero ahora no puedo referir... Estoy sin fuerzas; he pensado tanto estos días, que me duele el pensamiento. Yo creo que me he envejecido. ¡Cuánto he variado, Dios mío, en unas cuantas semanas; yo misma no me conozco! La persona que ha tenido bastante fuerza de atracción para hacerme venir aquí, para hacerme menospreciar todo lo que se queda allí, desoír la voz de cuantos en esta vida y en la otra se oponen a mi amor, debe estar orgullosa. Si Jesucristo bajado del cielo me hubiera dicho por su propia boca que yo iba a hacer esto que hago, me habría reído de Él.
—Es verdad —dijo Martín con alguna emoción—. Al verla a usted en este sitio me parece que he alcanzado la mitad de la victoria. Ya tengo la victoria moral, no me falta más que la de la fuerza. Usted bajando hasta mí parece que viene a sancionar mis ideas. Es la Providencia, señora, quien le ha enseñado a usted este camino. Si me parece que aquella clase que tanto odié conoce sus agravios y baja a pedirme perdón, no a mí, que nada valgo, sino a los míos, a los de mi clase, al santo pueblo, ansioso de ser amado después de tantos siglos de humillación. Ya comprendo que el odio no resuelve ninguna cuestión, ni cura ninguna herida, ni dulcifica ninguna pena. Los hombres no han de ser iguales destruyéndose, no; no ha de haber nunca igualdad en el mundo sino por el amor.
Susana se había sentado y parecía abrumada de nuevo por sus meditaciones; pero al oír las últimas palabras de Martín, se serenó su rostro, brillando en él aquella sonrisa apacible y melancólica que produce toda idea de felicidad al pasar con rapidez por la mente cargada de malos recuerdos y de crueles dudas.
—¡Cómo me he transformado! —dijo—; me acuerdo de mí misma en los tiempos anteriores a nuestro trato, como se recuerda a una persona a quien hemos conocido. Me asombro de que yo no hubiera sido siempre así.
—Aquel orgullo...
—Subsiste para todos, menos para uno solo, el único destinado a vencerlo. Usted se asombrará cuando le cuente el sinnúmero de pensamientos, de recuerdos, de terrores, de aprensiones que he tenido que vencer para traerme aquí. Pero no puedo explicar ahora todo... ¡tengo tanto que contar!... Estaría un día entero refiriendo lo que me ha pasado y lo que he sentido.
—Oiré esa historia que puedo considerar como parte de la mía. Es tarde, tengo que salir. Volveré.
—Antes de que usted se vaya tengo que mostrarle un regalo que le he traído.
—¡Un regalo!
—De gran precio: una joya perdida hace tiempo y que al alguien ha tenido la suerte de encontrar.
Susana se acercó a uno de los dos lechos que en el cuarto había y descubrió a Pablillo, que dormía como un ángel.
—¡Pablo, mi hermano! —dijo Martín con delirio, abrazando y besando al desgraciado niño.
—No lo despierte usted —añadió Susana—, Por el camino me ha contado sus aventuras. Está prendado de mí y no ha querido dormirse sin la promesa de que no me separaría de su lado. Vea usted: le ha cogido el sueño abrazado con mi manto y no lo soltará hasta que despierte.
En efecto; Pablillo tenía fuertemente apretado entre sus brazos el manto de Susana, como podría tener un galán a su bella desposada en los primeros sueños del matrimonio. Muriel contemplaba con verdadera emoción a su hermano, cuando sonaron fuertes golpes en la puerta.
—¡Muriel, Muriel, ya es hora! —dijo la voz de Brunet desde fuera.
—No me puedo detener un momento. Adiós.
—Adiós. No pregunto adónde va usted. ¿Puedo estar tranquila?
—No; porque si mañana no soy lo que debo ser y lo que me he prometido ser, puede decirse que he muerto. ¿Tiene usted miedo?
—No —contestó Susana con enérgica decisión y arrojándose en los brazos del joven.
—Esperemos. Si no venzo esta noche, es señal de que no hay Dios.
—¡Quién sabe! Adiós.
Martín salió del cuarto, y la dama no se separó de la puerta hasta que le vio desaparecer.