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El Audaz: III

El Audaz
III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Capítulo I. Curioso diálogo entre un fraile y un ateo en el año de 1804
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  4. Capítulo II. El señor de Rotondo y el abate Paniagua
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  5. Capítulo III. La sombra de Robespierre
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  6. Capítulo IV. La escena campestre
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  7. Capítulo V. Pablillo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  8. Capítulo VI. De lo que Muriel vio y oyó en Alcalá de Henares
    1. I
    2. II
  9. Capítulo VII. El consejero espiritual de doña Bernarda
    1. I
    2. II
  10. Capítulo VIII. Lo que cuenta Alifonso y lo que aconseja Ulises
    1. I
    2. II
  11. Capítulo IX. El león domado
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  12. Capítulo X. Que trata de varios hechos de escasa importancia pero cuyo conocimiento es necesario
    1. I
    2. II
  13. Capítulo XI. Los dos orgullos
    1. I
    2. II
    3. III
  14. Capítulo XII. El doctor consternado
    1. I
    2. II
  15. Capítulo XIII. La maja
    1. I
    2. II
    3. III
  16. Capítulo XIV. El baile de candil
    1. I
    2. II
    3. III
  17. Capítulo XV. La princesa de Lamballe
  18. Capítulo XVI. Las ideas de fray Jerónimo de Matamala
    1. I
    2. II
  19. Capítulo XVII. El barbero de Madrid
    1. I
    2. II
  20. Capítulo XVIII. El espíritu revolucionario del padre Corchón
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  21. Capítulo XIX. La sentencia de Susana
    1. I
    2. II
  22. Capítulo XX. Del fin que tuvo la prisión de Susana
    1. I
    2. II
    3. III
  23. Capítulo XXI. La nobleza y el pueblo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  24. Capítulo XXII. El espectro de Susana
    1. I
  25. Capítulo XXIII. El pastor Fileno
    1. I
    2. II
    3. III
  26. Capítulo XXIV. El primer programa del liberalismo
    1. I
  27. Capítulo XXV. La deshonra de una casa
    1. I
    2. II
    3. III
  28. Capítulo XXVI. ¿Iré o no iré?
    1. I
    2. II
  29. Capítulo XXVII. Quemar las naves
    1. I
    2. II
  30. Capítulo XXVIII. La traición
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  31. Capítulo XXIX. El dictador
  32. Capítulo XXX. Revoloteo de una mariposa alrededor de una luz
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  33. Autor
  34. Otros textos
  35. CoverPage

III

—Mi amigo —dijo Rotondo— el reverendo fray Jerónimo de Matamala me habla largamente de usted en su última carta. Aquí estoy para servir a usted en lo que pueda.

—Yo lo agradezco —contestó Martín—, tanto más cuanto que otra vez estuve en Madrid con pretensiones parecidas y no hallé ninguna persona que se interesara por mí.

—¡Oh, no hay que esperar nada de esa gente! —dijo Rotondo bajando la voz y como si temiera ser oído—. Aquí hay una falta muy grande de amor al prójimo. Y lo que usted pretende, ¿qué es?

—Que el conde de Cerezuelo me pague cierta cantidad que a mi padre debía desde antes de la prisión de éste. El proceso no afecta en nada a esta deuda, motivada por haber anticipado mi padre...

—Ya, ya... —dijo D. Buenaventura, demostrando que la historia del desdichado D. Pablo no le era desconocida.

—No creo que esto se me niegue ahora. Yo he de ir a Alcalá muy pronto en busca de mi hermano, a quien quiero apartar de esa maldita familia, y espero conseguir...

—Cerezuelo está enfermo y dominado por la melancolía. La separación de su hija, más aficionada a la vida bulliciosa de la Corte que a las soledades de Alcalá, le contraría mucho. Si usted pudiera lograr la protección y la recomendación de su hija...

—Me han dicho que es el ser más orgulloso y despótico que ha nacido.

—Es más que eso: es cruel. Fáltale la delicada sensibilidad propia de su sexo, y su trato desagrada a cuantas personas no se ocupan en galantearla, aspirando a domar por el amor aquel carácter inflexible y refractario a todas las ternuras.

—Entonces no creo que pueda favorecerme.

—Hay que esperar poco de la gente noble —dijo don Buenaventura, prestando atención a la voz de Alifonso, que reñía con doña Visitación en el cuarto inmediato—. La gente noble, insubstancial y frívola para todo lo que es el servicio y mejora del reino, no lo es para oprimir al pobre.

—¡Oh, está bien dicho; es muy exacto! —exclamó el joven, que no esperaba declaración semejante en el amigo íntimo del padre Matamala.

—Los privilegios se han de acabar aquí, como se acabaron en Francia, y, o mucho me engaño, o ese día no está lejos.

Muriel se admiró de encontrar tan revolucionario a quien se había figurado como un señor muy beato, enemigo, como la mayor parte, de las cosas extranjeras.

—Debe usted dirigirse al mismo Cerezuelo —continuó el visitante—, pues aunque influyen en su ánimo los clérigos y frailes de que está llena siempre su casa...

—¡Clérigos y frailes! —exclamó Martín, más asombrado cada vez del poco respeto que su nuevo amigo mostraba hacia las instituciones venerandas.

—Sí —añadió el otro mirando en derredor con cierta zozobra, como si fuera muy grave lo que pensaba decir—. Sí, la carcoma de la sociedad. ¡Oh, cuándo será el día...! Ya sé yo que usted es filósofo; que usted ha desechado ciertas preocupaciones.

—Yo me hallo en una situación muy especial —repuso Martín—; tengo motivos muy positivos para aborrecer ciertas cosas.

—Usted será, por lo tanto, hombre de acción —dijo D. Buenaventura, dirigiendo toda la atención de su mirada hacia el rostro del joven, con ansia de leer allí sus deseos y propósitos.

—¡Hombre de acción! ¿Pues qué...? —exclamó Muriel como si hubiera escuchado una revelación—. ¿Será posible aquí otra cosa que la humillante paciencia y una deshonrosa conformidad con nuestro destino?

—¡Oh! ¡Quién sabe! Tal vez. La sociedad está muy agitada... Ya usted ve cómo está el mundo —dijo Rotondo—. Sin embargo, conviene esperar... Ese amado Príncipe inspira mucha esperanza.

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, dichas al parecer con el único objeto de sostener la conversación por pura cortesía, D. Buenaventura mostraba en su actitud y en sus miradas la mayor zozobra. Dirigía la vista a la puerta con visible inquietud, alterándose en cuanto sonaba el menor ruido. Un repentino y estrepitoso repique de la campanilla de la puerta le produjo fuerte excitación, y se levantó agitado y nervioso, exclamando con ira:

—¡Esto es insoportable! Me han de perseguir en todas partes. No puedo dar un paso sin que me siga un espía.

Muriel, sorprendido de aquel inesperado arrebato, procuró serenar a su nuevo amigo.

—Cálmese usted —le dijo—. Mientras esté en nuestra casa, no podrá hacérsele daño alguno.

—¡Ay de ellos si se atreven a tocarme! Su único objeto es seguirme a dondequiera que voy, enterarse de mis acciones, ver con quién hablo y con quién me trato. ¡Oh! ¡Pero me tienen miedo!

Martín era todo confusiones en presencia de aquel hombre exasperado e inquieto, que hablaba con tanto calor y se creía rodeado de espías y satélites. Entretanto, un individuo extraño entraba en la casa, y preguntando no sé por quién, procuraba enterarse, en animado diálogo con Alifonso, de los nombres, edad y oficio de las personas allí residentes. No tuvo el astuto barbero la precaución o la malicia de callar, y dijo el nombre de su amo, con lo cual, satisfecho, se marchó el curioso, dejando a D. Buenaventura, que todo lo oía desde la sala, en el colmo de la rabia.

—¿Siempre lo mismo! —exclamó cuando el ruido de los pasos del espía se perdió en lo más bajo de la escalera—. Ya saben que estoy aquí, ya le conocen a usted. ¡Oh! ¡Ni un momento de libertad! Sr. D. Martín, yo necesito hablar con usted; es preciso que hablemos largo, largo, largo.

Y al decir esto estrechaba la mano del joven, revelando en sus ojos profundas intenciones, con tal ademán de misterio y en tono tan grave, que la fogosa imaginación de Muriel no aceptó la espera, y preguntó con viveza:

—¿De qué?

—Ya lo sabrá usted —añadió Rotondo algo aplacado de su furor—. Es preciso que nos veamos en otro sitio; en mi casa, en cierta casa... Mañana a las diez, en la calle de San Opropio, número 6... ¿Nos veremos? ¿Irá usted?

—Sí; sin falta. A las diez.

—Pues adiós.

Despidiose afectuosamente el señor de Rotondo y se marchó, dejando al pobre Martín más confuso que cuando le decía: «¿Usted será hombre de acción?». En verdad, el joven más sentía gozo que pena al verse repentinamente ligado a una persona que se quejaba de tan obstinadas persecuciones. Hostigábale en sumo grado la curiosidad por saber cuál sería el grave asunto que iba a confiarle al día siguiente aquel hombre singular, que en su corta visita había revelado un mundo de ideas y acciones a la ardiente fantasía del buen volteriano. Aquel hombre conspiraba. ¿Cuáles eran sus planes? ¿Por qué le perseguían? ¿De qué grande idea, de qué gigantesca empresa quería hacerlo partícipe? Estas cuestiones, que en tropel se ofrecían al entendimiento de Martín, obteniendo de él mismo mil respuestas diversas, no podían menos de impulsar su ánimo hacia aquel hombre desconocido. Todo lo peligroso atraía a Muriel. Todo aquello que fuese extraordinario, aventurero, lo fascinaba. En el fondo de su naturaleza existía latente y comprimida una actividad poderosísima que necesitaba espaciarse y aplicarse, buscando con afán la vida exterior como el modo más propio de aquel inquieto y siempre ávido espíritu. En él había desde mucho tiempo antes un ardiente y secreto deseo de probar la fuerza de su pensamiento en el yunque de la vida práctica: entreveía hechos colosales, pero vagos, de que él era principal y vigoroso motor; mas nunca había llegado a hacerse cargo de los medios que pudiera emplear para dejar de ser ideólogo. Así es que, cuando las circunstancias le ofrecían probabilidades, aunque fueran remotas y muy problemáticas, de llegar a aquella realidad tan deseada, su inquietud no tenía límites: se avivaba la perenne excitación de su cerebro, y se complacía en dar proporciones enormes al hecho vagamente concebido y ardorosamente esperado. Por eso la promesa grave y misteriosa de aquel hombre no bien conocido aún, picó vivamente su curiosidad despertando en él el vivo interés de lo maravilloso. ¿Quién sería? ¿Conspirar, preparar alguna explosión revolucionaria, que transformara la sociedad y echara al suelo el caduco edificio del derecho divino? ¿Sería una simple cuestión personal de Rotondo? ¿Qué parte tenían en aquel asunto las audaces ideas que él, filósofo indisciplinado, consideraba como su único tesoro? La curiosidad le punzaba, como un apremiante escozor del espíritu. Pero en su temperamento, esperar era la peor de las torturas, y su imaginación se anticipó a satisfacer aquella curiosidad forjando mil desvaríos.

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