III
Muriel, Brunet y los otros individuos de la Junta entraron en una de las calles de la Judería y tropezaron con un grupo a quien arengaba el brigadier Deza, al parecer con poco éxito. Los hombres del pueblo que le oían se dirigieron a Martín, como si le hubieran estado esperando, y éste, en tal instante, creyó que la fortuna, por breve tiempo eclipsada, venía de nuevo a favorecerle. Él tenía una confianza sin límites en el éxito de aquella atrevida empresa.
El brigadier se alejó al verle; pero corriendo Martín y algunos más en su seguimiento, pudieron atraparle al volver una esquina.
—¡Traidor! —dijo Muriel asiéndole fuertemente por un brazo, mientras Brunet le desarmaba—. ¡Tus instantes están contados!
—¿Qué hacemos con él? —preguntó uno de aquellos hombres.
—En uso de la autoridad que me ha concedido la Junta, le condeno a muerte.
—¡Tú!... ¿Quién eres tú, bandido infame, para condenarme? —gritó Deza echando espumarajos de rabia.
—Yo soy el que castiga —replicó Martín con dignidad—. Brunet ejecuta esta sentencia.
Al decir esto se alejó. A los pocos pasos un fuerte arcabuzazo anunció el fin del brigadier, y los que habían quedado detrás se reunieron a Martín.
—En momentos supremos, la muerte parece poca pena para la traición —dijo Muriel sombríamente, internándose más en la Judería.
En seguida encontraron nuevos grupos que se unían todos con muestras de adhesión muy viva.
—Estamos vendidos —decía una parte de la gente—; se han ido con los frailes.
En efecto; al llegar frente a la iglesia del Tránsito, de un grupo muy compacto salieron voces que decían: «¡Muera ese bandido».
—¡Oh, qué, infierno! —exclamó Martín—. Vamos a emplear nuestra fuerza en someter a esos viles.
—Esta división nos mata —dijo Brunet.
—¡Estamos perdidos! —añadió Muriel—; pero adelante. Todo el que no quiera combatir conmigo por la libertad, que se vaya con esa canalla.
—No; contigo, contigo —clamaron muchas voces, y en aquel mismo momento avanzaron todos.
Los otros retrocedieron, perdiéndose en el laberinto de aquellas calles hechas para la defensa. Si el lector no ha paseado alguna vez por las revueltas, estrechas y empinadas vías de comunicación de la ciudad imperial, no comprenderá cuán a propósito es para una revolución, por ofrecer inmensas ventajas estratégicas de defensa y tener pésimas condiciones para el ataque. Martín, que había estudiado bien este punto, rugió de ira al conocer que en vez de ser dueño de aquella intrincada red de callejones, recodos y pasadizos, iba a encontrar un enemigo detrás de cada esquina. Estaba haciendo el papel de gobierno constituido que se defiende en vez de hacer el de pueblo armado que destruye. No se acobardó, sin embargo, de esto, y siguió adelante; pero, con gran asombro suyo, vio que sus enemigos abandonaban la Judería y subían por los Alamimillos hacia Santo Tomé, y después por la cuesta de la Trinidad hacia el centro del pueblo.
—¡Vamos tras ellos! —dijo Brunet.
Martín echó una ojeada sobre la gente que le seguía, y rápidamente quiso formar idea de su número. Creyó que no pasaban de ciento.
—Sigámosles. Cada instante que pasa perdemos mucho terreno; cada vez serán ellos más fuertes. Persigámosles sin descanso, pero sin atropellarnos. No nos fatiguemos y marchemos con orden.
Entretanto los otros subían y rodeaban la Catedral, gritando: «¡Van a robar la santa Iglesia; van a llevarse a la Virgen del Sagrario; van a degollar a los frailes y al santo clero! ¡Mueran esos bandoleros!».
Estos gritos, proferidos por dos o tres frailes que azuzaban a la multitud mezclados con ella, reunieron junto a las venerables paredes de la gran Catedral a una inmensa muchedumbre, fácilmente impresionada con la idea del supuesto ataque a los vasos sagrados y a los benditos administradores del culto. Esos pueblos históricos, que se envanecen con títulos antiguos y nombres sonoros, no aman cosa alguna con tanta vehemencia como su Catedral. La soberbia construcción secular, donde tantas generaciones han puesto la mano para embellecerla, sintetiza y encierra todo lo que aquel pueblo ha sentido y todo lo que ha sabido. Allí reposan sus héroes; allí yacen sus antiguos reyes durmiendo tranquilos el sueño de la Historia; allí se ha celebrado un mismo culto por espacio de muchos siglos, y en aquella santa custodia han fijado los ojos, creyendo ver al mismo Dios, los padres, los abuelos, todos los que han nacido y muerto en la ciudad. Los nobles tienen sus escudos en lo alto de alguna capilla; el pueblo ha cubierto de exvotos los pilares de algún retablo; los artistas han aprendido en ella y en ella han impreso su genio. La Catedral encierra las alegrías, las desventuras, las hazañas y el amor de aquel pueblo que ha construido sus casas junto a ella y como a su amparo. Por eso nunca experimenta mayor alegría que al ver las torres, volviendo al hogar después de un largo viaje; por eso oye con emoción el tañido de sus campanas al entrar en la villa y considera todo aquello como suyo, como parte de su propia existencia y lo defiende como se defiende la vida, no sólo la humana, sino la eterna, porque cree que el que les quitara aquel santuario les arrebataría su religión y su Dios. Se comprenderá por esto el terrible acierto de los enemigos de Martín al propalar la idea de que peligraban las alhajas del culto y los buenos padres del claustro capitular.