IV
Aquél era día de sorpresas. La benevolencia relativa con que le habían recibido; la nueva y desconocida fase del carácter de Susana, a quien en la Florida no había conocido sino de un modo muy incompleto; el misterio de su repentina protección, que podía ser obra de refinada astucia, tal vez de una burla, y quién sabe si de otra inexplicable cosa, y, por último, la improvisada cortesía de aquel hombre, que simulaba tener que hablarle de un grave asunto (¿cuál?), todos estos hechos imprevistos eran suficientes a confundir al más sereno, y Muriel era hombre que se impresionaba pronto y siempre fuertemente, por lo cual sus creencias, sus sentimientos y hasta su carácter sufrían grandes oscilaciones.
—Perdone usted que le detenga —dijo D. Miguel—, pero no quiero que se vaya usted de mi casa sin que hablemos un poco. Aquí estamos solos.
—Usted dirá.
—Ya tengo noticias de usted —añadió el viejo con artificiosa sonrisa—. Todas las personas de talento me son simpáticas. Pero ve usted la taimada de mi sobrina... ¿Pues no negó que fuese usted el que el otro día estuvo en la Florida?
—Sí... sí...
—Ella quiso evitarle a usted un sonrojo. ¡Qué tontería! Como estaba mi esposa delante, y ésta tiene ciertas ideas... Por mi parte... a mí no me asustan esas cosas. Mi sobrina ha estado en extremo cariñosa con usted. Yo estaba asombrado. Pero dígame usted, Sr. D. Martín, ¿cómo van sus cosas? Porque yo sé que usted tiene proyectos; usted, que se eleva a tanta altura sobre el común de las gentes, aspira a ver realizadas sus ideas, sus grandes ideas, sí. A mí me gusta el arrojo de los jóvenes que quieren ver transformada esta sociedad... y eso es indudable, Sr. D. Martín, esta sociedad ha de volverse patas arriba.
Martín no sabía qué contestar a tan apremiantes razones. La sorpresa primero, y cierta desconfianza después, le impidieron ser tan expansivo como su interlocutor. ¿De dónde le conocía aquel hombre? ¿Cuál era el secreto do aquella repentina y calurosa simpatía que le mostraba? Indudablemente allí había algo.
—En fin, Sr. D. Martín —continuó D. Miguel—, yo tendré mucho gusto en hablar con usted de este y otros asuntos. Usted no será muy explícito conmigo, porque no me conoce; pero ya nos veremos. Venga usted a mi casa cuando guste, pues yo me honro recibiendo en ella a personas de tanto mérito... mérito desconocido y obscuro que es preciso sacar a luz. Usted es digno del aprecio de las gentes. ¡Cuántas injusticias se ven en el mundo! ¿No es verdad, Sr. D. Martín? Venga usted por aquí. Olvide usted los resentimientos que pueda guardar a mi señor hermano; él es raro; yo sé que en el asunto de D. Pablo ha habido muchas intrigas... En fin, eso paso...
—Y ha habido también injusticias —dijo Martín.
—Susana no participa de ninguna prevención contra ustedes. ¡Si viera usted qué empeñada está en sacar en bien a ese señor, su amigo, que está preso en el Santo Oficio!
—Será muy grande mi agradecimiento —dijo Martín, que no se dejaba seducir por la inesperada verbosidad del Sr. Enríquez de Cárdenas.
—¿Pero no me dice usted nada de sus proyectos? —volvió a decir éste, cada vez más empeñado en entablar un diálogo político.
—Yo no tengo proyecto alguno —contestó el joven, deseoso de apagar el ardor de D. Miguel.
—Sus aspiraciones, quiero decir... Yo, acá para los dos, pienso como usted acerca de ciertas cosas que hay que hacer aquí; sólo que yo no tengo talento ni puedo exponerlo con la elocuencia que usted, porque usted es elocuente, Sr. D. Martín.
—Sin duda le han informado a usted mal acerca de mis merecimientos; yo soy un hombre aficionado al estudio y sin otra calidad que un deseo muy vivo de ver realizados el bien y la justicia en todas partes.
—Bien, bien; eso mismo digo yo. Me parece que a usted le están reservados días de gloria en nuestra patria. El principal mérito de usted, según tengo entendido, consiste en su resolución para llevar adelante cualquiera atrevida empresa.
—No creo ser débil —contestó Martín—; pero ningún deber honroso me puede ser impuesto que yo no cumpla.
—Así es: constancia, tesón, firmeza. ¡Pero qué corrompida sociedad ésta, Sr. D. Martín! ¿No la detesta usted?
—Sí, la abomino; dichosos los que nazcan cuando esté purificada.
—Manos a la obra, amigo mío —dijo Enríquez con una decisión que en tal persona tenía mucho de cómica.
—¿Manos a qué? —preguntó Muriel.
—Pues es preciso reformar, a ello; yo veo en usted uno de aquellos caracteres firmes destinados a simbolizar un gran acontecimiento. Ánimo, pues.
A pesar de sentirse tan vivamente adulado, Martín no las tenía todas consigo; aquel extemporáneo entusiasmo de su nuevo amigo lo parecía en extremo falaz.
—Yo no pienso hacer otra cosa sino estar siempre en mi puesto y cumplir con mi deber —dijo.
—Pero cuando su puesto es delante, a la cabeza; cuando es usted llamado a dar la primera voz... En fin, nosotros hablaremos de estas cosas. Venga usted a mi casa, y... le recomiendo la reserva cuando estén delante otras personas... porque no conviene. Creo que ciertas cosas que ponga yo en su conocimiento le han de agradar.
—Me honrará mucho la confianza de usted —dijo Martín escrutando con escrupulosidad un tanto insolente la persona y fisonomía del hermano de Cerezuelo, como queriendo sondear su carácter o buscar en lo exterior algún dato con que explicarse lo que era aquel hombre.
—Aquí, Sr. D. Martín, vienen muchos personajes importantes de esta Corte. Yo quiero que usted los trate, pero cuidado; no conviene extralimitarse ni hablar así con demasiada desenvoltura. Yo, por mi parte, no tengo preocupaciones. Aunque he nacido en alta posición... ¡cuán distinto soy de mi hermano!...
—Yo acepto el ofrecimiento que usted me hace y vendré a su casa —dijo Martín levantándose.
—Espero que su pretensión será atendida por mi cuñado. Cosa que Susanilla le pida no puede ser negada.
—¡Cuánto agradeceré esa benevolencia! Por mi parte...
Ambos se dirigieron a la puerta; D. Miguel con cierta urbanidad oficiosa, y Martín no convencido de que aquellos galanteos fueran cosa espontánea.
No cesaba de examinar a su nuevo amigo, el cual era de estatura alta, muy flaco y flexible. Vestía con cierta afectación anticuada, lo cual contrastaba con sus ribetes y vislumbres de revolucionario, y tenía en su persona dos cosas que llamaban principalmente la atención, y eran la peluca, perfecta obra de arte capilar, y las manos, que eran por extremo blancas, suaves y primorosamente cuidadas, embellecidas por vistosos y muy ricos anillos. Dos dedos de una de estas manos resbaladizas y finas alargó al joven en el momento de la despedida, en la cual creyó el aristócrata que había hasta un acto de popularidad. No cesó de sonreír con complacencia mientras Martín estuvo al alcance de su vista; y cuando éste se hubo alejado, se metió de nuevo en su cuarto. En el mismo instante se abrió una pequeña puerta y apareció un hombre, a quien a conocemos. Era el Sr. D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras.
—¿Qué le ha parecido a usted? —dijo acercándose con expresión de mucha curiosidad e interés.
—¡Oh!, excelente, soberbio, propio para el caso —replicó D. Miguel sentándose.
—Sí, pero es reservadillo... ya se lo dije a usted.
—Pues por eso me gusta más.
—¡Qué hallazgo, Sr. D. Miguel!
—¡Qué hallazgo, Sr. D. Buenaventura!