IV
Aquel mismo día Alifonso y doña Visitación, poco después de salir la visita, eran víctimas del mal humor del enamorado Leonardo, el cual, irritado porque no había visto en la misa de doce de la Trinidad a la persona por quien tan puntualmente y con tanta contrición asistía al oficio divino, creía, como suelo acontecer en los amantes incorregibles, que todos los seres vivientes tenían la culpa de aquella contrariedad inaudita. En vano el festivo barbero se esmeraba en barnizar los zapatos de su amo con una solicitud demasiado servil; en vano obedecía sus ordenes con cristiana paciencia. Leonardo no cesaba de reñirle profiriendo ternos de varios calibres, que erizaban el cabello de doña Visitación, dándole materia para que por tres días seguidos se estuviera lamentando de vivir con aquellos herejes. El amartelado joven no tenía consuelo, y dominado por el pesimismo que se apodera de los amantes cuando experimentan un ligero revés, sea de entrevista, sea de carta, lo que menos se figuraba era que doña Engracia (pues tenía este nombre) se había muerto; que había sido envenenada, o gemía en las cárceles de la Inquisición, puesta allí por la bárbara mano del intolerante sacerdote que tanto influía en el ánimo de su madre. No es de este momento el informar al lector de quién era doña Engracia, ni quién su madre, tipo arqueológico que el siglo decimoctavo, por una singular complacencia, había prestado al decimonono, ni quién el amigo espiritual y consejero áulico de esta veneranda señora. Por ahora baste decir que Leonardo hubiera llegado al último grado de la desesperación, si un ángel tutelar, un nuncio de felicidad no se presentara a deshora en la casa, quitándole de pronto sus melancolías y haciéndolo el más dichoso mortal de la tierra.
Nuestros lectores no conocen a D. Lino Paniagua, uno de los abates más ociosos y al mismo tiempo más útiles del reinado del Sr. D. Carlos IV. Si le conocieran, ya podían asegurar que sólo en su trato hallarían suficientes documentos históricos para juzgar la sociedad matritense, de aquellos días. No es difícil hacerse cargo de lo que era aquel hombre incomparable, que no desapareció de la tierra hasta el año 1833, en que con el alma de Fernando VII se fue para siempre de España el absolutismo con muchas de sus cosas inherentes; no es difícil, repetimos, hacerse cargo de la poderosa entidad social que convenimos en designar con el nombre del abate Paniagua. Algo existe hoy entre nosotros que nos le recuerda. La publicidad propia de la época en que vivimos ha hecho de la prensa un órgano eficaz que satisface a multitud de pequeñas necesidades sociales. Hay en la prensa una parte llamada gacetilla, donde las luchas de la política no logran penetrar; parte destinada a que todas las clases de la sociedad escriban su palabra y graben sus impresiones, como esos voluminosos libros en blanco, colocados en sitios de peregrinación para que todo viajero, alegre o triste, jovial o aburrido, deje una señal de su paso. La vida social tiene un álbum gigantesco e inacabable en la gacetilla. ¿Quién habrá entre nosotros que no haya puesto en él un renglón, una frase, un garabato? El que da un baile, el que ha perdido un perro, el que se casa, el que nace, el que se muere, el que escribe un libro, el que lo lee, el que va a viajar, el que vuelve, todos están allí. Ningún individuo, a no ser un hipocondríaco, refractario a la luz de su época, como lo es el búho a la del sol, escapa a la investigación insaciable de la gacetilla; y aun ese mismo hipocondríaco escribirá en ella el párrafo más siniestro, si ansioso de la soledad de la tumba, tiene un día un mal pensamiento y se suicida. Lo que pasa con las personas ocurre también con los hechos. La función que más boga alcanza en los teatros, el sermón que más ha gustado en la última novena, la calle que se proyecta construir, el cuento que con más éxito circula de boca en boca, las nieves que han caído en tal o cual punto, las telas que están en moda, el atroz incendio ocurrido en alguna ciudad de los Estados Unidos, la pendencia que ensangrentó las heroicas calles de las Vistillas, la grandiosa insurrección de las cigarreras, la marcialidad de los regimientos que desfilaron en la última parada, todos los accidentes de la vida colectiva se expresan allí, formando día tras día como un registro universal, en que los movimientos, las palpitaciones, los gestos, aun los más insignificantes de la sociedad, quedan anotados con la exactitud de la calcografía o del daguerrotipo. Pues bien; en la época en que venimos refiriéndonos no existían estos órganos impresos de la vida común, que mantienen perpetua relación entre todos y cada uno. Había, sin embargo, ciertas entidades, pertenecientes a la especie humana, que hacían el papel de aquellos conductos de que hemos hablado, y eran providenciales precursores de la gacetilla moderna, del mismo modo que los correos peatones han precedido al telégrafo eléctrico. La legislación eclesiástica se había apresurado a llenar el vacío que en la sociedad existía, suministrándole aquellos diligentes órganos; había creado una clase parásita con objeto de consumir el exceso de la cuantiosa renta del clero, y como no le dio ocupación secular ni canónica, esta clase se consagró a menesteres no siempre dignos, como traer y llevar recados, dirigir las modas, enseñar música y cantarla en las tertulias, componer versos ridículos, disponer el ceremonial de un bautizo, de una boda, de un entierro: buscar amas de cría y bordar en cañamazo, cuando las circunstancias lo exigían. Dentro del tipo general del abate había una variedad considerable, pues mientras algunos eran hombres licenciosos y corrompidos, que se valían de su traje, convencionalmente respetable, para penetrar con ambigüedad en los estrados, como dice D. Ramón de la Cruz, otros eran unos pobres diablos, inofensivos a la moral pública, si es que ésta no se vulneraba con la protección de secretos e inocentes amores, que a veces traían grandes cismas a las familias.
El abate Paniagua era de estos últimos. Su extraordinaria aptitud para los recados de importancia, su memoria vastísima, en la cual guardaba como en rico archivo todos los santos, festividades, ya fijas, ya movibles, todas las ferias, plenilunios, solsticios y equinoccios, hacían que fuese de gran utilidad a las familias. Tenía anotados en el registro de su cabeza el precio de los comestibles, el nombre de los predicadores que subían al púlpito en todas las iglesias de Madrid, los días de vigilia, el número de cintas que se ponían a las escofietas, la cantidad de purgas que tomara tal o cual señora para curar su inveterada dolencia, los días o meses que a otra le faltaban para llegar al ansiado instante de su alumbramiento, y otras muchas curiosísimas cosas, que le daban el valor de un verdadero tesoro. Era Almanaque y Guía, y su complacencia no conocía límites; servía con desinterés por satisfacer una irresistible necesidad de su naturaleza, que le inclinaba a aquel oficio de saberlo y contarlo todo. Así es que no había casa en la Corte donde D. Lino no tuviera entrada; pues por un privilegio reservado sólo a los abates, tenía estrecho lazo con todas las clases. La aristocracia le abría sus salones, la clase media sus estrados y el pueblo le daba agasajo en sus miserables zahúrdas. Ningún elemento social podía renunciar a la útil amistad de aquel hombre enciclopédico que al entrar en el hogar doméstico llevaba todo el mundo exterior, el mundo de la calle en su cerebro. Él, por su parte, siempre fue hombre sin ambición: consumía su renta sin aspirar nunca a acrecentarla, y parecía feliz desempeñando el papel que su época le había encargado. Era hombre tímido, y en los círculos que frecuentaba era tratado con agasajo, pero sin verdadero afecto. Cierta benevolencia un poco humillante, algo parecida a la que inspiraban algunos bufones, le bastaba. Jamás aspiró a ser objeto de un grande amor ni de un profundo respeto, pues él mismo conocía que la índole de sus funciones no era la más propia para ocupar un puesto digno, ni aun en aquella sociedad frívola que rastreaba por el suelo sin grandes ideas ni altas aspiraciones. Su bondad extremada y floja voluntad hacían cada día menos respetable su papel social; pues enternecido con las angustias de los amantes, no podía menos de favorecerles en sus correspondencias, y se complacía en apresurar el deseado momento del matrimonio. Por eso tenía cierto orgullo en ser la paloma a cuyo cuello ataran los novios sus patéticas esquelas. En cuanto una pasión estallaba en el recinto de recatado y escrupuloso hogar, el pobre corazón herido y preso no tenía más comunicación con el exterior que D. Lino Paniagua, diligente vehículo que llevaba al través de las prosaicas calles de la capital las palpitaciones ardorosas, las delicadas ternuras, los suspiros, las languideces, las esperanzas, los sueños y desesperaciones del amor. Hacía esto el abate con tanto más agrado y desinterés cuanto que nunca fue amado, y la pasión dormía en su pecho callada y solitaria, tal vez porque su timidez y su mala figura le habían impuesto silencio y obligado a la quietud en los grandes dramas de la vida. En el fondo de la frivolidad o insubstancial ligereza de Paniagua, había una tristeza crónica que no era ajena a aquella entrañable simpatía que le inspiraban todos los amantes; simpatía cuya causa podría encontrarse en que una aspiración vaga de su vida juvenil no encontró nunca ocasión de manifestarse, ni objeto a quien dirigirse, como no fuese en un culto platónico y secreto sin ningún accidente exterior. Por eso el pobre abate, ya en edad madura, y apartado personalmente de todo lance amoroso, por la ridiculez de su persona y el indeleble sello de prosaísmo que había en sus funciones, se contentaba con amar a todos los que amaban. Padre cariñoso de todos los novios, participaba de sus alegrías y de sus penas, les daba consejos y procuraba llevarles por el camino del matrimonio, porque era enemigo de las uniones ilícitas y gustaba de que sus protegidos fuesen castos, lo mismo que el billete garabateado por la pasión, que él llevaba de una casa a otra, guardándolo en el pecho, como si su corazón solitario se complaciera en ser tocado por aquel cariño escrito.