III
Sentada allí, con la frente apoyada en la mano, envuelta en su gran manto negro, un toledano supersticioso la hubiera tomado por alguna bruja, habitadora en los escondrijos de los palacios de Galiana o en algún rincón de las murallas de la antigua ciudad. Nadie pasó, y nadie se asustó de aquel bulto.
En aquel instante la infortunada dama echó sobre sí misma una de esas intensas ojeadas del espíritu que iluminan instantáneamente la conciencia, aclarando todos los enigmas y disipando todas las dudas. ¿Qué había hecho? El grande alcázar que había levantado con la imaginación estaba en el suelo, o se había desvanecido como una de esas esferas de mil colores formadas por la espuma y que el menor soplo reduce a la nada. ¡Ruinas por todas partes! Aquel hombre que el doble encanto de sus ideas generosas y de su carácter vehemente, embellecido a cada instante con todos los rasgos de la sublimidad, la había atraído, no era ya más que un mísero despojo de espíritu humano, sin razón. Aquella hermosa luz que irradiaba las nobles ideas de emancipación y de igualdad, se había extinguido en una noche de tempestad social en que el fanatismo y la protesta revolucionaria habían chocado sin llegar a luchar. Ella no podía menos de creer que en la llama rojiza que cruzaba los aires, se había ido a otra región el alma ardiente del desdichado joven. A veces consideraba aquel suceso como un castigo del Cielo; a veces como un llamamiento a otra vida mejor. A veces se le representaba Martín en proporciones colosales; a veces empequeñecido hasta llegar a la mezquina talla de un loco vulgar, encerrado en su jaula y escarnecido por los chicuelos de las calles. De todas maneras, el ser que había tenido el singular privilegio de atraerla con fuerza irresistible, continuaba deslumbrándola con la magia de su superioridad. Ella no había conocido hombre igual ni podía existir en todo el mundo quien se le pareciera. Estaba loco, y vivía aún tal vez; pero su razón no podía menos de estar en alguna parte. Susana, que siempre había pensado poco en la otra vida, y era algo irreligiosa en el fondo de su alma, creyó en aquellos momentos en la inmortalidad del espíritu. Algo parecido a la alegría la animó brevemente, y por su cuerpo corrió una sensación extraña, como la que se experimenta al creer que un cuerpo invisible nos toca y pasa... Lo que ella había presenciado poco antes era peor que la mayor de las desventuras humanas. Verle muerto, habría sido un dolor inmenso; mas la religión y la razón, por débiles que sean, buscan en alguna esfera lejana un escondrijo cualquiera donde colocar al que se ha ido. Pero verle loco, verle sin razón, ver a uno que era él y no era él, al mismo hombre convertido en otro hombre, esto no se parecía a ningún dolor previsto por el pesimismo humano. La razón de Muriel debía estar en alguna parte. Ella no podía seguir en el mundo teniendo siempre ante la vista aquel loco en cuya cabeza había pensado Martín tan grandes cosas. Le parecía que ya no había en la tierra más que ella y aquel insensato, y que le estaría viendo siempre como si los dos solos se hallaran encerrados juntos en una inmensa prisión, de la cual serían únicos habitantes. El mundo era antes una cosa buena, porque era el teatro de las soñadas y fantásticas hazañas de un hombre no común; ahora no era más que una jaula. Todo había acabado. No era posible de ninguna manera estar más aquí. Se levantó con decisión y siguió bajando la cuesta.