I
Susana, mientras duró su breve desvanecimiento, no dejó de sentir un eco de las tremendas palabras pronunciadas por Martín en la corta escena que acababa de presenciar. Aquello parecía un sueño: era preciso estimular la razón con grandes esfuerzos mentales para adquirir la realidad de un suceso que tenía todas las apariencias de lo absurdo. En efecto; ¿quién no ha soñado alguna vez que está andando por las vueltas y revueltas de un laberinto, sin llegar nunca al punto donde se quiere ir? Y en esta excursión angustiosa, ¿no se nos representa de improviso la muerte de una persona querida, una súbita aparición, un asesinato o cualquiera otra imagen terrible que nos conmueve, obligándonos a despertar? Pero Susana no tardó en hallarse en la plenitud de su razón, comprendiendo la espantosa verdad de lo que había visto y oído. Se levantó, miró al cielo, y la estrechez de la calle, formada por altísimos edificios, le habría hecho creer que estaba en el fondo de una zanja profunda y tortuosa, si fuera ella más propensa a la alucinación. La faja del firmamento que desde allí se veía estaba aún teñida de una leve púrpura producida por el incendio cercano. En las casas y en la calle no brillaba otra claridad que la de una lámpara colgada frente a una Virgen de los Dolores que, metida tras de una reja, mostraba a los devotos su pecho atravesado por siete espadas con los mangos dorados. Algún transeúnte pasaba corriendo por las calles inmediatas y no se detenía si alguien quería interrogarle. Susana tomó la calle que le parecía llevarla más directamente al Zocodover, con la esperanza de encontrar quien le indicase el camino si se perdía.
Apenas había andado cien pasos, vio enfrente y a gran altura la fachada septentrional del Alcázar, y creyó que podría orientarse subiendo allí. Así lo intentó, y fácilmente encontró el camino; subió a la explanada y desde allí vio el Zocodover. Ya no necesitaba más para llegar a la posada.
Desde aquella altura se ofreció a su vista un panorama que produjo en su ánimo fuerte impresión de sublime pavor. El incendio iluminaba toda la población, y las torres, los altos miradores, las chimeneas de la ciudad gótico—mozárabe, proyectando su desigual sombra sobre los irregulares tejados, parecían otros tantos espectros de distinto tamaño y forma, descollando entre todos la torre de la Catedral, que parecía cuatro veces mayor de lo que es, teñida de un vivo fulgor escarlata, y presidiendo como un gigante vestido de púrpura aquel imponente espectáculo. Volviendo la vista a otro lado vio el Tajo, describiendo ancha curva alrededor de la ciudad y precipitándose por su estrecho cauce con la hirviente rabia que es propia de aquel río impaciente y vertiginoso, que parece huir siempre de sí mismo. La tierra rojiza que arrastra ordinariamente y el reflejo de las llamas de aquella noche, le asemejaban a un río de sangre, y en verdad, atendido el papel histórico de la ciudad que circunda, por el Tajo nos parece que corre sin cesar la ilustre sangre de tantas luchas, sangre goda, árabe, castellana, tudesca y judía, vertida a raudales en aquellas calles durante diez siglos de dolorosas glorias.
Susana no vio nada de esto en la corriente, porque en aquel momento no cabían en su espíritu sino cierta clase de pensamientos, y sólo la consideración de la propia desdicha, y tal vez algún propósito violentamente germinado en su cerebro, le ocupaban durante el breve espacio que empleó en recorrer con su vista aquel espantable panorama.
Es de suponer que sufría entonces una grande atonía intelectual. Si la estupefacción del idiota cuadrase a ciertos entendimientos en ocasiones dadas, nada podría expresar mejor la situación de Susana como el decir que estaba idiota. Aquella iniciativa que para resolver las cuestiones relativas a su amor propio o a su pasión la había distinguido, estaba completamente embotada en aquellos momentos. Pero algo vio desde allí que produjo en su mente uno de esos íntimos choques parecidos a los que, hijos de una agitación nerviosa, nos despiertan en mitad de un sueño profundo. Despertó, digámoslo así, saliendo de su estupefacción, y en aquel mismo instante se la vio descender a buen paso de la explanada. Había tomado una resolución.