II
—Yo pugno sin cesar por salir de esta situación —continuó el joven filósofo—. Por eso se me ve adoptar resoluciones raras; por eso imagino... no sé qué... y si no encontrara dentro de poco un medio más propio para salir de esta situación dolorosa... yo no sé lo que haría. Así, comprenderá usted acciones que atribuye a malos instintos o a venganzas ruines que no caben en mi carácter. Yo no puedo seguir más tiempo condenando con el pensamiento a las miserias que veo; yo necesito destruir algo.
—Yo siempre lo juzgué a usted temible —dijo Susana sintiéndose débil, pequeña y muy humillada ante la enérgica voluntad de su interlocutor—, pero nunca me ha parecido tan violento. Comprendo que infunda miedo y que todos le señalen como un peligro. ¡Cuántos males no puede causar quien dice que necesita destruir! ¡Infelices los que caemos bajo ese anatema!
—No es que yo deseo el mal de los demás —dijo Martín vivamente enojado de que no se le entendiera bien—; es que es preciso, es indispensable un trastorno tan grande, que no sea posible evitar grandes desventuras... Yo me inspiro, en el bien, una sed inextinguible y furiosa del bien de mi patria es lo que enardece mi espíritu.
Cada vez se elevaba más a los ojos de Susana, que, amante de lo que saliera de los límites de la vulgaridad, no podía menos de presenciar con asombro y hasta con entusiasmo los ardorosos arranques de aquel carácter, en perpetua propensión a buscar altos fines. Ella no había visto nunca un hombre así; no conocía ni aun de oídas, ni por la lectura, un hombre semejante; y aquí viene como de molde explicar algunas particularidades anteriores a esta escena, y que le sirven de luminoso antecedente.
La primera vez que Susana oyó y vio a Martín en la Florida, las palabras y el aspecto de éste hicieron honda impresión en su alma. El carácter de Susana era a propósito para que en ella encontrara eco la insolente elocuencia del joven revolucionario, al condenar la sociedad de su tiempo. En el fondo del pensamiento de la dama existía también, aunque algo atenuada por la educación, una protesta contra lo que estaba viendo a su lado desde que tenía uso de razón. De clara inteligencia, de temperamento apasionado, de espíritu también osado y viril, ningún ser existía más propio para recibir los sentimientos y las ideas de Martín, y fecundarlas, dándoles nueva vida y desarrollo. Ella era a propósito para que entre ambos se estableciera una simpatía vivísima. Pero había asimismo en su carácter una cualidad que contrapesaba esta asimilación con el carácter del joven; había en ella el orgullo, que a veces lo absorbía todo; orgullo de raza, indomable, como si reuniera en su cabeza la altivez de todos sus antepasados. Este sentimiento la impulsaba a apartar la vista con horror de aquel hombre sin posición y sin fortuna, que había tenido el atrevimiento de agradarle, y experimentó ante él tantas y tan varias sensaciones, que ni ella ni nosotros podremos expresarlas mientras no se invente una palabra que a la vez signifique el amor y el desprecio.
Desde aquel día esta idea no la dejó libre un momento. Cada vez le infundía mayor admiración, y cada vez se avergonzaba más de la flaqueza de su inclinación. A solas con su pensamiento, la dama se complacía a veces en deponer convencionalmente su orgullo, dejándole a un lado, como dejan los cómicos entre bastidores la púrpura y la corona con que han hecho el papel de reyes; y entonces construía una sociedad a su manera, con una igualdad a su antojo, sin las diferencias crueles que separan eternamente a lo que por la Naturaleza debiera estar unido. Estuvo muchos días dominada por tan contrarios sentimientos. La superioridad moral que desde el principio notó en Muriel se ofrecía constantemente a su pensamiento confundiéndola y fascinándola. Ella amaba todo lo maravilloso, todo lo grande, todo lo que estuviera reñido con lo vulgar, y a pesar de una aparente frivolidad, hija del roce y de la educación, en el fondo de su alma sentía profundo desdén hacia los petimetres afeminados de su pequeña corte.
Pero no podía descender; era preciso elevarle a él hasta ella, y he aquí cuál fue su idea dominante hasta el día del secuestro, que la turbó por completo. Determinó poner en práctica cuantos medios estuvieran a su alcance para elevarle. ¿Cómo? Introduciéndole en su casa, haciéndole aficionar a la vida de etiqueta, obligándole a que dirigiera sus aspiraciones a conseguir un título, honores, riquezas. Los accidentes de la entrevista la noche de la cita indican bien claro las ideas de uno y otro, y el ningún éxito de la primer tentativa. Todos los esfuerzos se estrellaban contra la firmeza de Martín, incapaz de doblegarse ante ninguna especie de coquetería.
En la escena que ahora referimos, Susanita experimentaba impresiones muy singulares. Su fascinación aumentaba a cada palabra; cada vez le veía más grande, creciendo siempre a su lado y dejándola allá abajo rodeada de su pueril y afeminada corte de petimetres ridículos y viejos verdes. Y sin saber por qué, tal vez por el transitorio estado de indigencia a que se hallaba reducida, el orgullo se adormía en su pecho, dejándola libre para amar a su antojo. Parecía que el estar en aquel sitio, el agravio que había sufrido de aquel mismo hombre, eran una severa lección que aceptaba resignada.
Aquella noche, pues, no sintió ninguna de las repentinas exaltaciones de su orgullo, semejantes a crispaduras de nervios, tan violentas como imprevistas. Estaba amansada, como vulgarmente podría decirse, sin duda porque había comprendido la imposibilidad absoluta de imponerse a aquel hombre, subyugándole a su deseo. No era posible transformarle para que la sociedad le permitiera poner los ojos en una dama de alta clase. Ya no había remedio; era preciso aceptarle tal como era, encarnación viva de los resentimientos populares contra los privilegios hereditarios y la nobleza.