III
La galera en que Pablillo debía ir a Madrid estaba preparándose en la venta de los Huevos, y entretanto él, acompañado de otro chico de su misma edad, hijo de uno de los arrieros, se paseaba en la gran plaza de Aranjuez en el momento en que una gran muchedumbre se había acumulado allí para ver a las personas reales que saldrían pronto de paseo. Entre los diversos grupos había uno en que varios hombres hablaban con mucho calor. Pablillo, atraído siempre por todo lo que fuera animado e imponente, se acercó, metiéndose en el corrillo sin más ceremonia, como es costumbre en los chicos curiosos y vagabundos. Entre aquellos hombres descollaba uno a quien los demás oían con mucho respeto y con evidente admiración. De pronto pasaron los coches de palacio cargados de príncipes, princesas, gentileshombres, camaristas y, por último, una pesadísima carroza en que iban Carlos IV, María Luisa y el Príncipe de la Paz. Al pasar junto al grupo, el hombre aquel a quien todos oían con tanta atención, dijo mirando a los personajes regios: «Todos tienen que caer».
Pablillo ni oyó tal cosa, ni de oírla la hubiera entendido, y corrió tras los coches fascinado por tanta grandeza y esplendor, llamándole principalmente la atención la escolta que custodiaba a los reyes. Él, según dijo a su improvisado amigo el hijo del arriero, no había visto nunca cosa tan bella. Poco después salió para Madrid, casi a la misma hora en que su hermano partía para Toledo.