IV
¡Ruinas por todas partes! Por otro lado se le presentaba el cadáver de su padre, hablándole del honor de su casa y de la deshonra en que había caído. Ella no podía olvidar aquella voz temerosa y profunda que aún creía oír resonar en algún hueco de aquellas viejas murallas. Ya había perdido su nombre, su decoro, su posición, todo; no era posible tampoco volver al mundo por aquel camino. Pero al mismo tiempo se le representaba aquel infeliz anciano que le profesaba tan tierno cariño, el pobre doctor, inconsolable con tantas desdichas, llorándola siempre mientras tuviera vida. Al pensar esto, Susana se detuvo y se sentó en una piedra del camino. Otra vez no se atrevía.
Las lágrimas del buen inquisidor caían sobre su corazón quemándolo como si fueran gotas de un derretido hirviente metal... Pero al mismo tiempo, ¿no se le exigía ser esposa de Segarra? Esta pretensión desvirtuaba el cariño del doctor. No; por más que investigaba con afán, tampoco había salvación por aquel lado. ¡Ruinas por todas partes!... Se levantó y siguió bajando sin detenerse hasta el puente de Alcántara. Es ésta una soberbia construcción secular que enlaza las dos riberas del Tajo. Su grande arco de medio punto, al reproducirse en las aguas del río en las noches de luna, parece un inmenso agujero circular abierto en una gran masa de tinieblas formadas por los peñascos de ambas orillas y por las murallas y paredones que las rematan en la parte oriental. Por debajo de este arco, suspendido a grandísima altura, corre el Tajo espumante y rabioso, tropezando en las peñas de la orilla. Nada hay allí de apacible, como sucede en las márgenes de los demás ríos: todo es imponente y temeroso; el ruido ensordece, la profundidad causa vértigo, la lobreguez oprime el corazón; el paisaje todo tiene un sello de grandioso pavor que hace pensar en las muertes desesperadas y terribles. La vida del ascetismo enconado contra la naturaleza humana y en lucha constante con la voluptuosidad, escogería aquel sitio para aprender a odiar todo lo tierno y todo lo agradable.
Susana atravesó el puente hasta llegar al centro, y desde allí miró aquellas aguas horrendas que corrían huyendo de su propio cauce, y no pudo dominar un estremecimiento de terror. Miró al cielo y aún se veía el resplandor del incendio, y más humo, mucho más humo que antes. Las torres almenadas que limitan el puente en sus dos extremos, las murallas de la ciudad, el mismo Alcázar, colocado arriba, como si quisiera pesar como un gran monolito sobre la ciudad oprimida; el castillo de San Servando descarnado y bordado de recortaduras; todo lo que remataban las dos orillas parecía venirse encima... Desde donde estaba al centro del Tajo había una gran distancia, la suficiente para pensar algo antes de caer. Pero pocos momentos de reconcentración le bastaron para serenarse y adquirir la entereza de ánimo que ya había tenido antes en aquella noche. Sus ojos, que poco antes habían derramado algunas lágrimas, estaban secos, y la palidez del rostro era tan intensa, que parecían dos grandes manchas negras, en cuyo fondo brillaba un vivo resplandor cuando los movía. Miró al cielo para ver si aún se notaba el resplandor rojizo y observó que se iba extinguiendo; después desapareció por un momento su rostro bajo el manto, al inclinar la cabeza sobre el pecho; luego la levantó sacudiendo atrás el manto y descubriendo la cabellera y el cuello. Apoyó sus manos en el antepecho, hizo fuerza en ellas y levantó los pies, que volvieron a tocar el suelo al poco rato; se apoyó de nuevo en sus dos manos y alargó el busto fuera del puente. Figuraos el brusco movimiento del que quisiera mirar algo escrito en el intradós del arco. El cuerpo de Susana volteó sobre el antepecho; la seda de su vestido crujió en el aire como el rápido revoleo de un ave de grandes alas, y cayó. Un fuerte espumarajo hirvió en la superficie del gran río al recibir su presa.
Así acabó aquella gran pasión y aquel inmenso orgullo.
Octubre de 1871.