II
Mientras se hacían los preparativos de esta fiesta, veamos lo que le pasaba a Martín Muriel, amenazado de caer, como su amigo, en las garras de la Inquisición, gracias al despecho del marqués de Fregenal, apasionado en sus maduros años de la famosa Susanita. El doctor no había oído sin cierta repugnancia el anuncio de que Martín iba a ser delatado al Santo Tribunal sin otro motivo patente que haber merecido la afición de la joven. Pero se consoló el buen consejero de la Suprema al oír de boca del marqués un fiel relato de los crímenes de la francmasonería, brujería y demás diabólicas artes que practicaba el joven. Esto le hizo creer que había motivos justos para no sofocar los ímpetus vengativos del marqués, y que la religión y la sociedad se libraban de un terrible enemigo con sólo atar corto a aquel hombre insolente que atrevidamente insultaba las cosas más santas y venerables. La delación fue hecha, y aquella tarde, cuando Martín se preparaba a salir, los esbirros del célebre Tribunal tocaron a la puerta de su casa.
Cuando Alifonso vio por el ventanillo las cruces verdes, su terror fue tal que a punto estuvo de caer redondo al suelo. Más muerto que vivo corrió al cuarto de su amo, y exclamó:
—¡Señor, señor, ahí están; ellos, ellos son!
—¿Quién está ahí, quién puede ser?
—Ésos... —contestó, temblando de miedo el barbero—, esos que vinieron por D. Leonardo... ¡Ah, la perra de la tía Visitación!...
—¡La Inquisición! —exclamó el otro—. Huyamos. ¿Por dónde?
—Venga usted —dijo Alifonso, dirigiéndose más rápido que una flecha a lo interior de la casa.
El miedo le daba alas, y Martín, que no creía fácil defenderse contra tal gente, le siguió sin esperar un momento. Al entrar precipitadamente en la cocina, doña Visitación, que acudía llamada por los campanillazos, recibió el violento impulso de la carrera de Alifonso, y cayó al suelo. Amo y criado pasaron sobre ella, y la infeliz quedó magullada y confusa, exclamando: «¡Ladrones, ladrones!».
Los fugitivos treparon por una escalera que conducía al desván; desde allí pasaron a una trastera, de ésta al tejado y por aquí a la casa del tintorero, que ya había dado asilo a Alifonso en los tremendos días de la prisión de Leonardo; pero en vez de quedarse allí, seguros de que serían perseguidos, salieron a la calle inmediata, que era la de Lavapiés, y se alejaron a toda prisa, pero con el mayor disimulo. Esta vez los esbirros inquisitoriales erraron el golpe, y cuando la puerta de la casa habitada por la francmasonería se abrió, sólo encontraron el cuerpo inerte de doña Visitación, tendido en el mismo sitio de la caída, y no pudieron menos de mirarse unos a otros con asombro cuando la pobre mujer aseguró con voz entrecortada y angustiosa que Alifonso y D. Martín se habían ido por los aires caballeros en dos escobas, despidiendo llamas oliendo azufre y profiriendo mil maldiciones contra el Señor y su Santísima Madre. Los inquisidores no pudieron menos de exclamar: «¡Lo que se nos ha escapado!».
Registraron aquella casa y las inmediatas, pero los francmasones no parecieron. Alguien aseguró que se habían convertido en humo negro, hediondo y sofocante, que se difundió por los aires.