IV
Muriel había visto a Rotondo tan sólo una vez; pero recordaba bien su fisonomía. No sabemos si había relacionado ésta con la imagen de Robespierre, que conocía en estampa. Quizás.
—Le he asustado a usted —dijo sonriendo—. Ya sé que ha estado usted entretenido con las locuras del pobre Zarza.
—Me ha impresionado, no puedo negarlo —dijo Martín—. Yo no había visto locos así. Me ha contado varias cosas con una elocuencia, con un calor...
—¡Oh!, sí: dentro de su manía es inimitable. No disparata sino cuando escribe el informe. Hace diez años lo está empezando. El infeliz me gasta algunas arrobas de papel y algunas azumbres de tinta al año. Ya habrá usted visto cómo emborrona un cuaderno sin escribir nada. Habla a todas horas con Robespierre, como usted ha oído, y así pasa la vida.
—¿Y este hombre, quién es?
—Su historia sería larga de contar. Es un desgraciado; yo le tengo ahí recogido por lástima; porque fui amigo de su familia hace muchos años. Si yo lo abandonara serviría de diversión a los chicos por esas calles.
—¿Pero él ha presenciado los sucesos que refiere? —dijo Martín.
—Ya lo creo: todos. Fue a Francia con Cabarrús. Este pobre Zarza tenía talento y mucha imaginación. Aquí fue siempre muy filósofo, y hasta llegó a escribir algunas obras. En Francia abandonó a Cabarrús. Aquellos acontecimientos le excitaron en extremo, y pocos tomaron parte con más calor que él en las sediciones y motines de tan afamada época. Fue primero gran amigo de Barbaraux y después de Robespierre, a quien sirvió mientras el uno tuvo razón y el otro vida. Furibundo jacobino, fue comprendido en las últimas proscripciones del Terror, y encerrado en la Abadía mucho tiempo, esperaba la muerte todos los días. La larga prisión, el pavor que le infundía la guillotina, la humedad del calabozo, le hicieron contraer una penosa dolencia. Cuando después de sano lo pusieron en libertad, estaba loco. Unos españoles le trajeron acá y en esta casa vive hace diez años.
—Es particular —dijo Muriel, preocupado con la historia del desdichado Zarza.
—Pero dejemos eso, y vamos a hablar de nuestras cosas —dijo Rotondo llevando al joven a una habitación algo decente, que abrió con llave—. Siéntese usted y hablemos. Fray Jerónimo de Matamala me decía que era usted un hombre de bríos y de ideas muy arraigadas. ¿Desea usted hacer fortuna?
—Nunca he sentido ambición de lucro —dijo Muriel—. Lo que me ha preocupado noche y día es un deseo muy grande de influir para que este país se transforme por completo y cambie parte de su antigua organización por otra más en armonía con la edad en que vivimos.
—Eso es lo que yo deseo —contestó Rotondo—. Pero usted será de esos que quieren hacer las cosas a sangre y fuego. ¿Eh?
—No sé; creo que es difícil antes de hacer las revoluciones decir cómo se han de hacer. Los medios se vienen a las manos cuando se está con ellas sobre la masa.
—Bien dicho. ¿Pero usted no cree que la astucia es mejor que la fuerza?
—La astucia no sirve de nada cuando es preciso destruir —dijo Martín—. Si usted quisiera echar al suelo esta casa, ¿emplearía la astucia?
—Ciertamente que no —contestó riendo D. Buenaventura—. Pero quiero decir... Aquí hay enemigos terribles... los frailes, los aristócratas. ¿No le parece a usted que atacando de frente tales enemigos hay peligro de ser derrotado? ¿La insurrección, cree usted que por ese camino...?
—No sé —dijo Martín—; si en el orden natural de las cosas está que España se transforme por ese medio, así pasará. Si no...
—Supongamos —dijo Rotondo— que hay aquí un partido que desea esa transformación; supongamos que ese partido es numeroso; ¿no sería el mejor camino aspirar a apoderarse de las riendas del Estado, y después...?
—¡Qué ilusión! Aquí no se apoderan de las riendas del Estado sino los guardias de Corps, que han agradado a alguna elevada persona. Con el absolutismo no hay salvación posible. Es preciso que todo el edificio venga a tierra, y no por medio de la astucia, sino por medio de la fuerza.
—Veo que es usted un hombre atrevido —dijo Rotondo con complacencia, sin duda, porque Muriel era como él lo quería—. Vamos a ver: ¿cómo arreglaría usted este asunto?
—No aspiraría a que mis ideas principiaran por apoderarse del mando. Las haría cundir por el pueblo para que éste obligase al rey a aceptar una Constitución, y si el rey se oponía... La Zarza le diría a usted lo que era conveniente hacer.
—Pues es usted un hombre decidido, y por lo mismo creo que está usted llamado a figurar... Hay aquí muchos hombres de corazón que están dispuestos a... —dijo Rotondo deteniéndose, como si temiera ser demasiado explícito—, dispuestos a hacer esa transformación que todos deseamos.
Muriel comprendió ya que aquel hombre conspiraba. El objeto y el fin político es lo que aún no conocía.
—Ya usted debe comprender —continuó D. Buenaventura— que el primer obstáculo que ha de echarse a tierra es ese miserable e insolente favorito que nos deshonra y nos arruina. Usted debe saber que hay un Príncipe de grandes esperanzas, que merece el respeto y la admiración de todo el reino. Carlos no puede seguir en el trono. Es preciso hacerle abdicar, y que se vaya con su mujer y su Manuel a otra parte. Es preciso acelerar el reinado del Príncipe.
Y se detuvo un momento leyendo en el rostro de Muriel el efecto que aquellas declaraciones le habían causado. El joven, que estaba silencioso y meditabundo, habló al fin, después de hacer esperar un breve rato a su interlocutor, y dijo:
—Bien; se trata de elevar al trono a Fernando. ¿Cree usted que con eso ganaremos algo? Todo quedará lo mismo. La cuestión es distinta. Esta gente no aprende nunca. Lo mismo Fernando que Carlos se opondrán a desprenderse de una parte de su poder. El absolutismo no abdica nunca. Hay que hacerle abdicar.
—Bien; pero poco a poco. Pongamos a Fernando en el trono, y después...
—Después quedará todo como está ahora.
—¿Quién sabe? El Príncipe es despabilado...
—¿Pero usted —dijo vivamente Muriel— está empeñado en algún complot? No puede ser menos. Las persecuciones de que me habló ayer, esto que ahora ha dicho...
—Diré a usted, amigo —indicó Rotondo cuando se hubo repuesto de la sorpresa que tan franca pregunta le produjo—. Yo deseo, como ninguno, el bien de mi patria. Yo no tengo ambición; soy medianamente rico. ¿En qué mejor cosa pudiera ocuparme que en procurar la caída del infame Godoy?
—¿Pero quién se ocupa seriamente en eso con plan fijo y ordenado? Porque yo creí que la animosidad que contra él existe no pasaría de la impopularidad para llegar a la insurrección.
—Sí llegará —dijo Rotondo—, llegará; por eso buscamos gente decidida; jóvenes que se asocien a tan grande idea.
—¿Luego hay conjuración? ¿Pero es simplemente para quitar al que nos gobierna y poner a otro, quizá peor? ¿No hay en eso ninguna idea política, ningún plan de reforma?
—Eso después se verá —dijo D. Buenaventura contrariado de encontrar a Muriel menos complaciente de lo que creyó al principio—. Por ahora...
—Yo creo que de ese modo no adelantamos un paso.
—¿No se asociaría usted al pensamiento? ¿No comprende usted que cuantos aspiren a reformas políticas deben empezar por quitar de en medio la corrupción, la venalidad, la insolencia, la ignorancia, que están personificadas en ese ruin favorito?
—Así parece —repuso el joven, los ojos fijos en el suelo y como abstraído—. Pero... ¿y si no se consigue nada? ¿No sería mejor desde luego...?
—Usted sueña con un cataclismo: pues lo habrá. Se puede unir el nombre de Fernando a una idea de reformas. Bien; si usted lo quiere así...
Don Buenaventura se apresuraba, a cambiar de rumbo. Era preciso fingir cierta conformidad con las ideas exageradas del ardiente joven.
—En nuestra bandera —añadió— cabe todo eso. Como usted ha dicho antes muy bien, una vez que se está con las manos sobre la masa es cuando se sabe qué medios se han de emplear.
—Bien —dijo Martín con expresión que demostró a don Buenaventura la dificultad de que ambos llegaran a avenirse—. Pero todo hombre que toma parte en una conjuración, debe saber cuál es el objeto de ésta. Si hay unas cuantas personas decididas que trabajan con objeto de derribar a Godoy y para hacer aceptar al nuevo rey una Constitución, yo soy de ésos. Si no, tan sólo sería instrumento de ambiciosas miras, contribuyendo a conmover el país, sin hacerle beneficio alguno.
—Sí; deben hacerse esas reformas —afirmó Rotondo ya bastante atolondrado—; pero antes... ¿no le entusiasma a usted la idea de ver por tierra al célebre Manuel?
Muriel no contestó; estaba profundamente pensativo. D. Buenaventura casi se sentía inclinado, a pesar de su natural reserva, a ser más explicito, confiándole pormenores de la conspiración; pero temía revelar secretos importantes a una persona que no se había mostrado desde el principio muy favorable a la idea. Le mortificaba que Martín no se hubiera entusiasmado con su pequeño plan revolucionario, porque los informes que el padre Matamala le había dado del joven, hacían esperar que fuera más dócil a las sugestiones de quien le ofrecía posición, fortuna y gloria. Creía que la imaginación del filósofo provinciano se excitaría con facilidad ante un porvenir de luchas y triunfos. Su desengaño fue grande al ver que picaba más alto. Rotondo, en medio de su despecho, conoció la superioridad, y experimentó, respecto a él, un sentimiento en que se mezclaba cierto respeto a la conmiseración. Al mismo tiempo sentía el haber comenzado a tratar con un hombre que rechazaba sus proposiciones; no podía menos de deplorar la impericia del padre Jerónimo, que le había mandado un filósofo, cuando no se le había pedido sino un charlatán. Quiso, sin embargo, hacer el último esfuerzo, y dijo:
—Estoy seguro de que le pesará no seguir mis consejos.
—Si usted me entera con más franqueza de ciertos pormenores; si usted me dice quiénes son las personas altas o bajas que se interesan en la misma causa; si usted me da noticia de las influencias extranjeras que pueden intervenir en semejante asunto, tal vez yo me comprometa.
—¡Oh! Me pide usted demasiado —replicó el otro en el colmo de la confusión, al ver que el que exploraba como instrumento quería ser motor.
Aquel orgullo irritó un poco al Sr. de Rotondo, que cada vez sentía crecer al humilde recomendando del padre Matamala. El brazo quería convertirse en cerebro. Lo que podía ser útil podía trocarse en un peligro. Era preciso batirse en retirada por haber dado un paso en falso.
—No puedo hacerle a usted ese gusto —continuó—. Lo que usted me pide es demasiado.
Parecía que era ya imposible la avenencia después de la pretensión de uno y de la negativa del otro. Arrepentíase Rotondo de su ligereza, y para no romper bruscamente sus frescas relaciones con el joven exaltado por temor de que su enemistad le perjudicara, le dio a entender que esperaba convencerle en una segunda conferencia.
—El no podernos arreglar hoy, no quiere decir que no lo intentemos otra vez —dijo con disimulada amabilidad—. Yo ando perseguido como usted sabe; no podré ir a su casa con frecuencia. Pero si usted quiere, aquí nos veremos. Esta casa no es mía; pero la tengo alquilada, y aquí me reúno con ciertos amigos para desorientar a mis perseguidores. Nadie me ve entrar ni salir. Estamos seguros. Si usted desease verme algún día... ¡Ah! Ya recuerdo que me necesita usted para que le recomiende al señor conde de Cerezuelo.
—Es verdad: hemos de vernos... —dijo Martín con frialdad.
—En la otra cuestión espero convencerle a usted —añadió D. Buenaventura levantándose, como para hacer ver a Martín que no había inconveniente en que se marchara.
—Lo veremos —murmuró Martín deseoso ya de salir de aquella casa.
Atravesaron el corredor en dirección de la escalera. Al pasar por delante de la puerta del cuarto donde se espaciaba en su magnífica y elocuente locura el desdichado La Zarza, el joven se detuvo a contemplar de nuevo aquel raro ejemplar de la insensatez humana. El loco había cesado de perorar con la sombra de Robespierre, y se ocupaba en redactar su inacabable informe con la misma diligencia que antes. Cuando advirtió la presencia de aquellos dos bultos que le interceptaban la luz, se volvió hacia ellos, y con terrible voz exclamó: «¡Todos, todos a la guillotina!».