II
Atravesó el Zocodover y se dirigió a la posada que estaba inmediata. Entró, subió a su cuarto, pidió una luz y preguntó si había vuelto D. Lino, a lo que contestaron negativamente. Quedándose sola se acercó al lecho donde dormía Pablillo y le estuvo mirando con gravedad sombría un buen espacio de tiempo. Después se sentó junto a una mesa y escribió dos cartas. La primera la meditó mucho; borró muchas palabras para trazarlas de nuevo. La segunda era breve y la escribió pronto. Metió la primera dentro de la última, y a ésta, después de cerrada y sellada, le puso el sobrescrito, dejándola sobre la mesa.
Después se puso de nuevo el manto, se acercó otra vez a Pablillo y lo contempló con muy distinto semblante y expresión de la vez primera. La ternura transformó su semblante, quitándole la sombría seriedad que antes advertimos, y besó repetidas veces al pobre chico, bañándolo con sus lágrimas de amor, las primeras que en el largo curso de esta historia hemos visto salir de aquellos grandes e imponentes ojos, hechos a turbar y estremecer con su mirada.
Salió del cuarto y de la posada, llegó al Zocodover, lo atravesó sin cuidarse de la gente que en él había, y bajó hacia el Miradero, tan derecha en su camino que cualquiera hubiera creído que iba a alguna parte. Parecía que se dejaba llevar por alguien. Tenía, sin duda, una resolución y caminaba a ella con paso firme y resuelto. Al llegar al Miradero, sitio de descanso en la agria cuesta que baja al llano y a la Vega, se detuvo y se sentó en el muro que sirve de antepecho a aquella plazoleta irregular. ¿Por qué se detuvo? Sin duda no se atrevía.