II
Para comprender el terror y la angustia de que estaba poseída la inocente alma de Pablillo Muriel es preciso recordar que viviendo en la prisión con su padre, había oído repetidas veces en boca de éste, mezclado siempre con sus dolorosas quejas, el nombre del conde de Cerezuelo. Cuando tomaban las declaraciones a la desdichada víctima, aquel nombre execrable iba unido a todas las preguntas, y el inocente niño lo oía resonar perfectamente en lo interior del calabozo como una maldición. Figurábase al conde como uno de aquellos malignos monstruos de los cuentos domésticos que habían sido su encanto y al mismo tiempo su pesadilla en los días de libertad. Por el camino no pensaba en otra cosa que en el espantable rostro de la persona a quien iba a ser entregado. Se lo representaba de descomunal estatura, con barbas enormes, ojos fieros y una bocaza capaz de engullirse a todos los niños habidos y por haber. El pequeño Muriel tenía el vestido hecho jirones, y su semblante demostraba a la vez hambre y tristeza. Miraba con atónitos ojos cuantos objetos y personas se le presentaban, y no se atrevía a contestar a ninguna de las preguntas que los criados le hacían en el patio, compadecidos unos, insensibles otros a su situación. Permanecía reconcentrado, con una expresión melancólica, más bien de hombre que de niño, porque la cárcel había adormecido en él la viveza pueril, y tenía toda la gravedad que puede dar una desventura de diez años.
Cuando D. Lorenzo le llevó a presencia del conde, su terror, que había subido de punto al entrar en la casa, se calmó un poco. Mordiendo el ala del sombrero, y con los ojos humedecidos y bajos, moviendo los labios como quien llora, apenas se atrevía a mirar a su señor. Interrogado repetidas veces por éste, alzó los ojos y no encontró al conde tan horrible como se había figurado. No pudo menos de considerar, sin embargo, que aquella era la persona cuyo nombre repetían sin cesar los leguleyos que iban a la cárcel; era el autor de todas las desgracias del anciano; el que éste llamaba cruel, ingrato, tirano, palabras que un niño encerrado en una prisión y consumido por la miseria y el hastío puede comprender como cualquier hombre. Mostrábase afable el conde; Pablillo lo miraba sin decir palabra, mordiendo siempre el ala del sombrero, hasta que al fin comenzó a llorar con tanta aflicción que parecía no tener consuelo.
—Señor, voy a sacar de aquí a este becerro —dijo el mayordomo, tratando de llevarle fuera.
—Déjale, déjale. El infeliz está asustado; ¿qué le hemos de hacer?
—Éste tiene cara de ser una buena pieza, señor.
Pablillo empezó a calmarse, y su llanto se fue poco a poco resolviendo en un hipo angustioso. El conde le pasó la mano por el hombro, y le hizo nuevas preguntas, a que sólo contestó sí y no con movimientos de cabeza, que hacían precipitar de su rostro las gruesas lágrimas que lo surcaban. La niñez perdona pronto, y Pablillo dejó de ver en el conde el monstruo que se había figurado.
—¿Y qué quiere usía que se haga con este perillán? —preguntó Segarra—. ¿Le parece a usía bien que lo entreguemos al porquerizo de Torrelaguna?
—Hombre, no; dejémosle en casa —contestó el conde—. No quiero yo que se le maltrate...
—En la dehesa estará como un rey. Aquí no tenemos en qué ocuparle. Si fuera un poco mayor y sirviera para los carros... La verdad es que se nos ha entrado un engorro por las puertas...
—¿Y qué le hemos de hacer, Lorenzo? Yo no puedo rechazar... Ya ves que su padre... No quiero ser cruel; yo me muero mañana, y...
—Pues digo, ¡tendrá unas mañas el tal niño!... De tal palo tal astilla.
—¿Crees tú que saldrá malo? —preguntó el conde abdicando en el favorito no ya su opinión, sino hasta su lástima.
—Pues no hay motivos para suponer que sea un santo. Con poquito que se parezca a D. Pablo, que Dios haya perdonado...
—Dices bien —contestó el conde, tomando de nuevo su libro—. Hay que estar sobre aviso, no sea que este rapazuelo saque malas inclinaciones.
—¿Le parece bien a usía que le empleemos en arrear las mulas de la noria de arriba?
—Puede ser que Susana le quiera para su servicio.
—El muchacho es bastante tosco para paje; pero a bien que tirándole de las orejas para que aprenda... —dijo Segarra, haciendo lo que decía con tal puntualidad, que arrancó al rapaz un grito de dolor.
—Por de pronto que le den de comer, y ya se pensará lo que haremos con él.
Pablillo hubiera ido a consumir tristemente su existencia en compañía del porquerizo de Torrelaguna si Susana, que a la sazón estaba en Alcalá, no se hubiera propuesto hacer de él un paje. Aquel mismo día se determinó, cuando, después de alimentado, lo llevó D. Lorenzo al camarín de la señorita.
—A propósito, a propósito —dijo la joven contemplando al pobre muchacho, que aquel día no ganaba para sustos.
—Pero advierto a usía que es preciso estar sobre aviso con este muñeco. Yo me figuro que debe ser aficionadillo a lo ajeno.
—¿Sí? ¡Pues hombre, tienes buena cualidad! —exclamó Susana, encarándose con el rapaz y asustándole con su mirada.
—¿A quién quieres servir más, pelambrón, al señor que has visto hace poco, o a la señorita? —le preguntó don Lorenzo, dando más fuerza a su interrogación con un pellizco.
—Vamos, di —añadió la joven—, ¿a quién quieres servir, al señor que has visto, o a mí?
Pablillo frunció el ceño, se rascó el brazo izquierdo, donde había dejado la señal de sus dedos el terrible Segarra, se puso rojo, miró a Susana, después al suelo, se sonrió, y al fin dijo:
—A usted.
—¡A usted! ¿Habrase visto borrico igual? —exclamó el mayordomo, sacudiendo a Pablillo por un brazo—. «A usía» se dice otra vez; «a usía», ¿lo entiendes? ¿Ha visto la señorita qué muchacho más incivil?
—Eso no tiene nada de particular —dijo Susana, riendo del excesivo celo que mostraba por la etiqueta el señor D. Lorenzo.
Quedó convenido que Pablillo serviría de paje o rodrigón a la señorita, y ésta imaginó la librea que había de ponerle, discurriendo lo más extravagante y tónico para el caso. Mientras estos atavíos se preparaban, veamos cómo pasó el pequeño los primeros días de su nueva vida. Se creerá que el enemigo más terrible que iba a tener en aquella casa sería el Sr. D. Lorenzo Segarra, y no es cierto: el verdadero y más cruel atormentador de Pablillo iba a ser la tía Nicolasa, mujer de uno de los principales sirvientes de la casa, y gobernadora absoluta del ramo de escalera abajo, superintendenta de las cocinas señoriales, lavandera mayor y gran chambelán de gallinas, pavos, gansos y demás tropa volátil que llenaban el vasto corral. Ella entendía también de todas las provisiones menudas, tales como legumbres, hortalizas, huevos, etc., y presidía la matanza de los cerdos por Navidad. La tía Nicolasa tenía dos hijos y una hija, los tres de corta edad, y no puede formarse idea de su disgusto cuando se le encargó el cuidado de Pablillo: ella disfrutaba, y sin rival para sus niños, del patrocinio del conde; tenía aspiraciones con respecto al futuro engrandecimiento del mayor, que esperaba ver salir del corral para entrar en algún Seminario o en la Universidad cercana, y la idea de que un chicuelo advenedizo absorbiera la protección y el alto cariño de la señorita, la ponía furiosa. La circunstancia de ser elevado Pablillo a la encumbrada categoría de paje, cargo de que nunca fueron considerados dignos los rústicos engendros de la tía Nicolasa, acabó de exasperarla; pero no le fue posible manifestar su enojo, sino por medio de alguna reticencia en las barbas de Segarra.
A los pocos días le pusieron a Pablo una librea galonada, que Susana hizo llevar de Madrid; aprisionaron su pescuezo en un pequeño y rígido corbatín que no le permitía hacer movimiento alguno de cabeza; calzáronle lujosamente, completando el atavío con un gran sombrero, que el infeliz necesitaba sostener con las manos para que no se viniera al suelo. No sabía cómo manejar los brazos y las piernas; estaba metido en un potro y todo le estorbaba, especialmente el corbatín, que no le permitía mirar a los lados. Los chicos de doña Nicolasa estaban atónitos y confundidos contemplando tanta hermosura, y particularmente les deslumbraba el fulgor de los botones de la librea, que les parecían otros tantos soles colgados en el pecho de Pablillo. La madre se moría de envidia en presencia del paje, y le hubiera dado mil azotes si no se lo impidiera el respeto a los bordados escudos de la familia que llevaba en las solapas y en las mangas.
—Quítateme delante, espantajo —decía—. No parece sino que se ha entrado por las puertas el mico que traía el año pasado aquel de los títeres que vino de Madrid.
—¿No ve usted qué mal le sienta a este renacuajo un vestido tan lujoso? —decía D. Lorenzo.
—Ya lo creo. ¡Qué lástima de galones, que estarían mejor en la burra del tío Genillo!
Pero estas diatribas no pudieron calmar el estupor, el encanto de los chicos, que hubieran dado su existencia por ver sobre su cuerpo el más pequeño de aquellos resplandecientes botones. Sin hablar palabra lo rodeaban, con los ojos embelesados y exhalando tal cual suspiro, mientras Pablillo, en el centro del vasto círculo formado por toda la servidumbre, que había acudido a contemplarle, ya con burlas, ya con admiración, estaba lelo, estupefacto y trémulo, entre disgustado y orgulloso, sin mover brazo ni pierna, y cuidando de mantener derecha la cabeza para que el pesado alcázar de su sombrero no rodase por el suelo. ¡Infeliz, no sabía cuán caro había de costarle aquel repentino lujo!