II
En efecto; a la mañana siguiente muy temprano los dos entraban en la casa del reverendo, que acababa de levantarse y se ocupaba en dar la última mano al primer capítulo del tomo XV sobre la Devoción al Señor San José. Rotondo dejó allí a Martín y partió a afeitar no sabemos qué encumbrado conspirador.
—Ya me había hablado de usted con muchos elogios el Sr. D. Buenaventura —dijo D. Pedro Regalado, levantando la pluma y quedándose con la mano suspensa en la actitud con que suelen pintar a los padres de la Iglesia.
—¿Ya le habrán dicho a usted que debe salir esta misma noche para Aranjuez y Toledo?
—Sí, señor, y pienso salir.
—Dicen que tiene usted buen ánimo y mucho... pues... Veremos si se logra el objeto apetecido. Yo tengo miedo, francamente.
—Al fin será; lógicamente tiene que suceder lo que ahora se desea, porque el estado del país así lo muestra. La turbación de los tiempos es tal que no puede menos de estar cercana una gran catástrofe. Yo la creo inminente, inevitable.
—Cierto, cierto; esto no puede seguir así mucho tiempo. El timón está en muy malas manos y la nave se va a estrellar contra las rocas —dijo Corchón con pedantería, creyendo que esta figura tenía alguna novedad.
—Basta abrir los ojos para comprender que aquí es necesaria una transformación radical. Si España sigue mucho tiempo más sorda a la voz del siglo, no podemos decir que vivimos en Europa. Usted conocerá perfectamente los vicios de esta época, los antiguos cánceres que devoran a nuestra sociedad y la precisión en que estamos los hombres de la actual generación de poner remedio a tantos males.
Corchón miró a Muriel con cierto estupor, como no comprendiendo bien lo que había oído; pero no hallándose dispuesto a pasar por ignorante, dijo:
—Efectivamente; la gente de hoy no es como la gente antigua. Ahora los filósofos y sus pestilentes ideas han venido a revolver estos piadosísimos pueblos, y Dios sabe adónde nos llevarían si no atajásemos el mal antes de que tome desarrollo.
—La gente de hoy es peor que aquélla, porque ha perdido todas las calidades de los antiguos, sin adquirir otras nuevas.
—Es lo que le digo a usted —continuó Corchón animándose—, la peste de la Filosofía... Pero ya la arreglaremos nosotros. Como triunfe nuestra causa y veamos en un patíbulo al inicuo Guardia... Porque, ¿usted qué cree? Este vil Gobierno es el que ha puesto las cosas como están. Cuando reine el Príncipe verá usted cómo se levanta la religión otra vez y tenemos a los filósofos guardaditos en las cárceles del Santo Oficio para que expliquen sus teorías a las ratas y a las telarañas.
—¿Pero la causa del príncipe Fernando lleva por norte acabar con los abusos y extinguir poco a poco la tiranía y la corrupción que nos consumen?
—Nuestra causa es la destrucción de Godoy y de los suyos, y el esplendor de la santa religión y de sus venerables ministros, menoscabados con estas ideas y estos modos de gobernar que ahora corren.
—¿Y ahora se creen menoscabados los ministros de la religión? —dijo Martín con expresión de burla—. Si la sociedad es suya, si ellos disponen de nuestras haciendas y de nuestra libertad a su antojo. Yo creo que usted se equivoca, Sr. D. Pedro Regalado. La causa del Príncipe no puede tener por fin aumentar los abusos y corromper más lo que ya está harto corrompido.
—Usted es el que se equivoca —observó el inquisidor poniéndose encendido como un tomate y tomando el tono solemne que le era habitual siempre que decía algún disparate—. Usted es el que no sabe lo que pretende el partido fernandista. ¡Oh!, nosotros triunfaremos; pero yo aseguro que la herejía, la filosofía y el masonismo van a quedar enterrados para siempre. ¡Qué tiempos! ¿Pues se puede creer que aquí en nuestra querida España haya llegado el Santo Oficio al miserable estado en que hoy se encuentra, convertido en máquina inútil, sin fuerza ya para dirigir el mundo y guiar a los pueblos por el camino del bien? Si le digo a usted que esto es insoportable. Pero ya vendrá, ya vendrá...
—Pues si el partido fernandista es lo que usted dice —contestó Muriel—, será más aborrecido, más bárbaro y más digno del desprecio universal que el de Godoy. Yo creo, Sr. D. Pedro Regalado, que usted no está en lo cierto. Esto se acabará para que venga una cosa mejor. Si viniera lo que usted dice era preciso creer que no había Providencia, y que vivimos al acaso en este mundo, sujetos al capricho de una fatalidad absurda.
Al oír esto el padre Corchón, vaciló un momento entre la ira y la cobardía. Estuvo aturdido algún tiempo, porque Martín se expresaba con decisión y elocuencia; pero luego se repuso, gracias a su petulancia, que era tanta como su astucia, y dirigiendo al revolucionario una de aquellas miradas terroríficas que él guardaba para las grandes escenas del procedimiento, inquisitorial, le dijo:
—Usted no sabe con quién está hablando. Usted no sabe sin duda quién soy, o si lo sabe no puedo creer que tenga sano el juicio. Por ser un joven sin experiencia se le pueden perdonar sus irreverentes palabras; ¿pero qué ha dicho usted? ¿Usted sabe lo que ha dicho?
—Que si el partido fernandista representara la Inquisición montada a la antigua, la amortización y el Gobierno absoluto, sería el partido de la barbarie, merecedor de que todos sus hombres fueran tenidos por locos o por imbéciles.
—¡Locos o imbéciles! —repitió Corchón levantándose colérico de su asiento—. ¿Y sufro tales irreverencias? Joven, ¿sabe usted con quién está hablando, sabe usted quién soy yo?
—Ya lo supongo —contestó Martín en tono de desprecio—. Pero usted, Sr. Corchón, no sabe lo que se dice. La causa del Príncipe representa, y no puede menos de representar, la adopción de los principios de gobierno fundados en la libertad, la extinción de los privilegios y el fin del mundano poderío de un clero fanático y, por lo general, poco ilustrado, eterno obstáculo de nuestra prosperidad y esplendor.
—¡Qué buena pieza me ha traído aquí D. Buenaventura! —dijo Corchón furioso—. ¿Y esta es la gente que nos ha reclutado? ¡Un filosofastro! ¡Por San José bendito, y qué lindos mozalbetes hay en este Madrid! ¿Pero usted no me conoce? ¿Usted no sabe quién soy?
—No le conocía a usted más que de nombre por lo que de usted me habló el padre Matamala, y en verdad, yo creí que fuera el Sr. Corchón hombre de más provecho. Pero también es verdad que para inquisidor está que ni pintado. El Santo Oficio no merece más.
—¡Pero usted ha venido aquí para burlarse de mí! ¡Ah!, si no fuera porque se ha determinado que vaya usted a Toledo con cierta comisión, ¿cómo se había usted de escapar, cómo?
—Sí, ya comprendo con cuánto placer me echaría usted mano; pero por hoy, padre, no puede ser —dijo Martín con cruel ironía.
—¡Oh!, nosotros triunfaremos, y después... —indicó don Pedro con ira.
—Ustedes no pueden triunfar sin mi ayuda.
—¿Cómo? ¿La causa de Dios no puede salir victoriosa sin la ayuda del demonio?
—No; así está determinado —repuso Martín con serenidad—. ¡Desgraciado país si no estuviera llamado a salir de tales manos! Si la conspiración del partido fernandista no tiene más objeto que el que usted acaba de decir, ¿están seguros de que al llevarse a cabo no ha de ir más allá de la línea que le han trazado?
—Señor mío —dijo el padre Corchón echando a su interlocutor una de aquellas miradas que tiene la ignorancia presuntuosa para su uso particular—. Usted se toma en mi presencia unas libertades... La culpa tengo yo, que le admito a platicar conmigo. ¿Usted sabe quién soy? ¿Pero usted lo sabe bien? No puedo consentir que se mezcle usted en mis asuntos, y cada vez me admiro más de que una persona como el Sr. D. Ventura haya puesto en autos a hombres de tal estofa. Y usted estará muy consentido en que lo vamos a dejar meter su cucharada en este negocio.
—Lo mismo me importa —dijo Martín levantándose—, no tengo entusiasmo por la idea fernandista. La revolución que yo he soñado no cabe en estos espíritus pequeños, únicamente animados de un femenino rencor hacia un hombre. Hoy, al conocerle a usted, pierdo otra de mis ilusiones, y a cada paso que doy, el vacío que hay en derredor de mi pensamiento es más grande y más espantoso. Sólo la desesperación, el abandono en que me hallaba y los vejámenes que recibía pudieron impelerme a prestar el concurso de mi acción a este ridículo movimiento político que habéis imaginado. Ya no puedo volver atrás, ni lo quiero tampoco, que una vez perdida la fe, y conociendo la escasez de elementos que aquí existen para cosa más alta, yo me entrego al Destino; y siguiendo a los que de cualquier modo y con un fin cualquiera conmuevan esta sociedad, iré a presenciar sus convulsiones, sin esperanza de que de esta lucha salga nada útil ni bueno. Yo no aspiro a nada: ya ni siquiera aliento el firme deseo de salvar a mi pobre amigo de los tormentos del Santo Oficio. Un día llegará en que todo me sea indiferente, sociedad, hombres; porque cuando se aspira a fines elevados y se tiene el sentimiento de la patria y de la civilización, cuando se da el primer paso y se tropieza con tales hombres, con el egoísmo, con la ignorancia, con la envidia, el alma se oprime y se desea no haber nacido.
—¿Pero usted no me conoce; usted no sabe quién soy? —repitió el padre Corchón confundido y absorto.
—Sí, he venido a conocerle y me voy satisfecho —repuso Martín—. No necesito saber más. Adiós.
Y diciendo esto, Muriel volvió la espalda y se retiró lleno de cólera, dejando al padre con medio palmo de boca abierta. Este, creyendo juzgar al otro de la manera más benévola, dijo para sí que no podía menos de estar rematadamente loco.