II
—Vengan usías muy enhorabuena a honrar esta casa —dijo Vicenta.
—¡Ay qué obscuro está esto! —indicó Susana dando algunos pasos hacia el centro del corrillo.
—Pus que le traigan el teneblario de Jueves Santo —dijo Paco Perol.
—Una silla, una silla pa la señora condesa. Naranjera, levántate tú.
—¡Miste!, que me levante. Pa eso hamos sido las primeras.
—Estos usías a la moderna me apestan —gruñó por lo bajo la Fraila.
—¿Me he de quedar en pie? Pluma, búsqueme usted una silla.
—¡Ah, señora, no la encuentro! —contestó el petimetre, escudriñando por todos lados.
—Caballero, ¿quiere usted quitarse del corrillo, que me estorba? —dijo Damiana, tirando a D. Narciso del faldón de su casaca.
—Vaya una silla —contestó el tío Suspiro, alargando el mueble por encima de las cabezas.
Susana se sentó. El marqués quedó en pie detrás de ella, y Pluma a su derecha, también en pie.
—No se acerque usted tanto —dijo éste a la Fraila—. Va usted a estropear el vestido de la señora.
—¡Pos me gusta! —contestó la castañera—. ¿Por qué no se está en su casa?
—¡Pos no está poco espetada la madamita!
—No sé cómo gustas de la compañía de esta gente —dijo el marqués a Susana.
—Esto me divierte —contestó ella sonriendo—. ¿Me da usted una pastilla?
—¿Eh? —dijo la Fraila empujando a Pluma—. ¿No ve usted, hombre de Dios, que me está pisando?
—Si usted no se arrimara tanto...
—Ya me ha dado usted dos pinchazos con el demonche del espadín.
—Pues aguante y baje la voz, que molesta a la señora.
—Dale con la señora —contestó la Fraila—, aquí toas somos señoras, porque caa uno es caa uno y denguno es mejor que naide.
—Caramba con los usías —murmuró Pocas—Bragas—, ¿y quién los meterá a venir a esta junción?
—Velay; y mosotros maldito si vamos a las suyas.
—¡Qué despreciable gentualla! —dijo Pluma a Susana en voz muy queda.
—¡Eh, so espantajo! —exclamó la Fraila, dirigiéndose a Pluma—. ¿Querrá usted quitarse de enfrente de la luz?
—¡Ah, ustedes perdonen! —repuso el petimetre devorando su enojo y temeroso de que aquella distinguida sociedad hiciera alguna de las suyas.
Y al apartarse a un lado, el movimiento le impelió hacia adelante con tal fuerza, que maquinalmente puso sus manos sobre los hombros de la Naranjera.
—¡Eh, eh! ¿Le parece a usted que tengo yo cara de bastón?
—Es que me caía —balbuceó el joven aturdido.
—Mucha facha y poca substancia —dijo Cuchara.
—Si tiene cara de espital.
En efecto; Pluma, sin duda a consecuencia de sus desastrosos amores, estaba tan pálido y ojeroso que daba compasión.
—No soples fuerte, Monifacia, que va a echar a volar ese caballero.
—Vamos, vamos a bailar y fuera disputas —dijo la Pintosilla, queriendo cortar la chacota que se disparaba contra D. Narciso.
—Pa otra vez estamos mejor sin usías —manifestó la Fralia, encarándose con la Pintosilla.
—Pues eso no es cuenta tuya —respondió la dueña del bodegón con mal humor—, que yo soy reina en mi casa y convío a quien me da la real gana; y el que no quiera verlo, que se plante en la calle.
—Es por el orgullo y el aquel de decir que viene a su casa gente de tono —añadió la Fralia—. Si siempre has de ser Vicenta la Pintosilla, bodegonera y castañera, y estas visitas pa maldita de Dios la cosa sirven, si no es de estorbo.
—Poquito a poco, y cuidado con la lengua —dijo Vicenta, amoscada ya del descortés recibimiento hecho a sus comensales.
—Ya ves entre qué gente nos hemos metido —susurró el marqués al oído de Susana.
—Haya paz y no encharquemos la fiesta —exclamó el tío Suspiro.
—Es que ésta me anda siempre buscando la sin hueso —continuó la Fraila más agitada, porque entre ella y la Pintosilla existía un resentimiento antiguo.
—Vamos callando, que se me van llenando las narices de mostaza, y... arreparen que están en mi casa.
—Como que estoy por tomar la puerta de la calle —dijo la Fraila—, porque a una no le gusta que la falten, y más esta soberbiona, que hasta ayer era...
—Gomita, gomita la palabra, o si no aquí tengo yo unas tenazas... —contestó la Pintosilla poniéndose en medio del corrillo y amenazando con sus dedos a la castañera.
—Ponte en facha; ¡quiá!, si no tengo ganas de reñir contigo —dijo la otra con desprecio.
—¡Castañera de esquina! —exclamó la Pintosilla con mayor desdén.
—Y a mucha honra, que si no soy de portal es porque no tengo arrimos ni busco comenencias ajenas... Pero no quiero reñir contigo, que si quisiera aquí tengo esta manita derecha que sabe dar unos sopapos...
—Pues yo —dijo la Vicenta poniéndose en jarras—, con la izquierda que te hiciera un poco de viento, te había de echar fuera todas las muelas.
—¿Sí? Estoy bien aquí, Pintosilla, y no quiero echar un paseo por tus costillas.
—Ven si te atreves, y a mí en mi casa nadie me tose, porque soy yo muy reseñora.
—Y yo soy más —dijo la Fraila, levantándose y poniéndose también en jarras—. Y si te pie el cuerpo julepe, aquí estamos.
—Aguarda a que esté de humor, que esta noche no tengo ganas de despacharte al otro barrio —contestó Vicenta con insolente sonrisa y meneando el cuerpo con ademán provocativo.
—Sal, naaja —gritó la Fraila con repentino movimiento y sacando a relucir el reluciente acero de una navaja—. Sal pa darle un besito en la cara a mi señorona.
Un grito unánime resonó en el bodegón. La Fraila se colocó en actitud hostil frente a su rival; pero ésta, lejos de inmutarse, permaneció en la misma postura y dijo con cierta calma jovial, que era la desesperación de la castañera:
—Tente y guarda el alfiler, que el te disparo mis armas de fuego...
—¿Qué armas? —preguntaron algunos, creyendo que la Pintosilla iba a sacar un par de pistolas de debajo de sus enaguas.
—Mis ojos, bestia, que si disparan matan más que cuatro balas.
—No quiero vaciarte.
—Ni yo abrasarte viva.
—Vamos, vamos, se acabó la disputa. Dense las manos y pelillos a la mar, y cada uno se rasque su sarna, que las dos son buenas —dijo el tío Suspiro.
—¿Qué te parece? —dijo el marqués a Susana—. ¡A buena parte hemos venido!
—Si no se hacen nada... —contestó Susana, que no se había alterado gran cosa con aquel principio de epopeya.
—Me he quedado sin sangre en el cuerpo —declaró Pluma, serenándose un tanto cuando vio que la Fraila guardaba el arma homicida.
—Pues esto se acabó —dijo la Pintosilla—, y pues ya me sajogué, sepan que a mi casa viene quien yo quiero, y el que no esté a gusto cierre el pico o a la calle.
—Pues a ver, una tirana, Paco Perol, que esto se acabó.
—Unas seguidillas para que las oiga esta madama.
Ya Cuchara tenía la boca abierta para empezar la seguidilla, cuando se abrió la puerta y entró Sotillo; a poca distancia le seguían Martín Muriel, Alifonso y D. Frutos.