III
—Algunos —continuó La Zarza— entraron en el cuarto inmediato donde estaba la Austriaca. Yo no sé lo que allí pasó; pero, según me dijeron, hubo mujeres que se enternecieron ante la reina y otras que la insultaron. También el Capetillo hubo de ponerse el gorro frigio. ¡Qué irrisión del Destino! En otra ocasión, su madre hubiera creído que sólo el aliento de un hijo del pueblo haría daño al ilustre niño, y en aquella ocasión el desdichado se sofocaba entre la multitud, recibiendo de sus pulmones el aire plebeyo de la miseria en que vivimos. «Ya hemos destronado a Luis XVI», dije yo a Legendre, el carnicero, cuando bajábamos la escalera de las Tullerías. «Sí —contestó él—, le hemos puesto la caña en las manos y el Inri en la frente». —«¡Qué pequeña es la majestad mirada de cerca —decía Camilo—; es como las decoraciones de los teatros! Desde fuera, ¡cuán hermosas! Nosotros hemos entrado hoy entre bastidores, y nos hemos complacido en dar de puntapiés a los figurones de cartón que antes nos parecían magníficas estatuas».
Concluida la demostración, la muchedumbre se desbandó, no sin aclamar antes a Petión, al rey Petión, a quien llevamos en hombros un buen trecho. ¡Oh, qué días aquellos! Después han pasado muchas cosas, y algunos, no pocos, de los héroes de aquel acontecimiento, han perecido después por haber hecho traición al pueblo. Éste es inexorable. Sus largos sufrimientos lo disculpan del sistema de no perdonar. Aquel mismo Petión fue proscrito un año después. Los más eminentes de entre los girondinos, los héroes del 10 de agosto, subieron al cadalso. ¡Traidores! Yo recuerdo bien el día en que esto sucedió.
—Cuéntalo, cuéntalo —dijo vivamente Muriel, a quien impresionaba la relación del infeliz demente.
—No —contestó—. ¿Crees que puede perderse el tiempo en conversaciones? Tú eres un holgazán, Saint—Just; tú no tienes más que lengua. Te pasas el día charlando, cuando la República está en peligro. Es preciso salir de esta situación. El informe de Robespierre que estoy escribiendo ha de poner término al Terror por el exceso del mismo. Todos los malos ciudadanos perecerán bien pronto. Es preciso escribir ese informe. Robespierre viene; ya siento sus pasos. Escucha.
Al decir esto, el infeliz prestaba atención señalando al exterior, donde no se sentía ruido alguno. Por el contrario, el silencio era grande, y unido a la obscuridad que allí reinaba, hacía más imponente la escena. Muriel no pudo menos de sentir cierto calofrío al ver que el loco, inmutado el rostro, se volvía hacia uno de los ángulos de la sala, como si hubiese allí alguna persona a quien miraba con atención.
—¡Ah, Robespierre! —exclamó el loco señalando hacia el sitio donde su enferma fantasía veía la imagen del célebre convencional—. Robespierre, el día ha llegado; no lo dejes pasar. No tiembles; coge con mano fuerte el Poder que está en las uñas de una Asamblea envilecida. ¿Estás airado, hombre divino?... ¿Qué tienes? Maximiliano, Maximiliano, valor. Es preciso un esfuerzo más; la guillotina espera las últimas víctimas.
Muriel observaba aquello con espanto, y los informes objetos que en el cuarto había, la escasa luz, la impresión causada en su ánimo por el anterior relato, parecían contribuir a hacerle partícipe de la alucinación del desdichado La Zarza. Éste continuaba hablando con el espacio y se paraba a intervalos escuchando, como si le contestara el supuesto fantasma.
—¡Hombre divino! —continuaba el viejo—. El pueblo te adora. No temas a esos infames de las Comisiones. Tú triunfarás. No lo crees, y me señalas tu cuello manchado de sangre. No, tú no irás a la guillotina. Si vas, yo te acompaño; morir contigo es asegurar la inmortalidad. Los jacobinos son tuyos. Aquella tribuna es tu trono. El pueblo correrá a defenderte. Preséntate en la Convención con tu informe, y ¡ay del que se atreva a ser tu enemigo!
Alzaba tanto la voz y se agitaba tanto en su diálogo con la sombra, que Muriel ya se sentía mortificado con aquel espectáculo. Solo en tan vasto y solitario edificio, cuyos únicos habitantes parecían ser una gallina, una vieja y un furioso; en aquella habitación sombría, ocupado por el recuerdo vivo de una época histórica interesante y terrible a la vez; oyendo las desentonadas voces de un hombre que hablaba con la Historia, con la muerte, con lo desconocido. Martín no pudo resistir a un sentimiento supersticioso. Su imaginación creyó ver surgiendo de la ennegrecida pared del fondo la imagen de un hombre con desencajados ojos, ancha frente, puntiaguda nariz y labios rasgados y finos, que avanzaba lentamente sin que sus pasos se sintieran; mirándole con terrible expresión y señalando su propio cuello, del cual salía un chorro de sangre que inundaba la habitación. Muriel se levantó cubriéndose el rostro con las manos y salió de allí. No había dado dos pasos por el corredor, inundado de luz, cuando ya reía de su supersticioso miedo. La gallina cacareaba en el patio, y la vieja la reprendía por su desenvoltura.
Un rato estuvo apoyado en el antepecho del corredor, entregado a sus meditaciones. Desde allí oía los gritos del insensato, cuya manía más le causaba asombro que risa. Trataba de explicarse el origen de tan rara demencia, y al mismo tiempo quería representarse de nuevo las escenas que acababa de oír contar, cuando de pronto siente una mano sobre su espalda. Estremécese todo; se vuelve rápidamente, y ve una cara animada por dos ojos muy vivos, de nariz pequeña y puntiaguda, frente espaciosa y labios muy delgados, que se rasgaban en una singular sonrisa, la misma cara que creyó ver poco antes en el fondo obscuro de la habitación. Dio un grito de espanto, pero ¡ay!, ¡qué tontería!, era el Sr. de Rotondo.
Esta serie de impresiones fue rápida como un relámpago. Sentir el peso de la mano en el hombro, volverse, dar un grito de espanto al ver aquella cara y después reconocer a D. Buenaventura, fue obra de un segundo. ¡Cuántas veces nos ocurre que al primer golpe de vista no reconocemos la fisonomía que más acostumbrados estamos a ver! Estos errores son instantáneos, y cuando la aparición nos coge de improviso, que es cuando generalmente ocurre el fenómeno, nos preguntamos: «¿Quién es éste?». Y es nuestro amigo más conocido, tal vez es la persona en quien vamos pensando en aquel momento.