II
—Señora condesa —le dijo complaciéndose en acentuar el título—, vengo a consultar con usted un grave asunto. No he querido decir nada a la familia porque esto es cosa que usted sola debe saber. Ante todo, le suplico que no vea en mis palabras nada que pueda ofenderla. Usted debe saber que el Sr. D. Martín tiene un hermanito, el cual se había extraviado, y no era posible encontrarlo.
—Sí —dijo Susana con la mayor viveza—, ¿ha parecido?
—Pues contaré a usted. Me han encargado una comisión sumamente delicada. Ese niño ha parecido en Aranjuez, en casa de los Sres. de Sanahuja, que le recogieron. Nuestra amiga doña Engracia le vio, supo por él que era hermano del Sr. D. Martín, y deseando hacer una obra de caridad, me lo envía para que yo se lo entregue al interesado. He aquí mi aprieto, señora condesa; el niño está en mi casa, adonde ha llegado esta mañana, y como yo no sé dónde está el Sr. D. Martín, vengo a que usted me lo indique, si lo sabe, y siempre en el caso de que esto no le cause molestia.
Don Lino calló y aguardó la respuesta, no sin cierto temor de oír un ex abrupto. El semblante de Susana se alteró, recobrando de improviso su animación. Sus miradas volvieron a ser lo que habían sido antes: expresivas y deslumbradoras; se levantó y dio algunos pasos. Todo anunciaba en ella que la lucha había concluido, y que al fin tomaba una resolución decisiva. Para el abate no pasó inadvertida aquella inopinada resurrección.
—Voy, voy, voy —dijo para sí—; voy a llevarle ese niño. Es un deber; ya no lo dudo. Cumpliré mi palabra, y seguiré mi destino. Yo necesito verle y presentarle a su hermano, hallado al fin y recogido por mí. Este es un aviso del Cielo, que me da resuelta la cuestión. Sí... es un aviso del Cielo. Iré; es preciso ir. Me asombro ahora de haber dudado un momento.
Después, sentándose de nuevo, dijo en voz alta:
—Don Lino, tengo que pedir a usted un favor.
—¡Ah!, algún encargo; ¿quiere usted que le traiga otra caja de pastillas de casa del Mahonés?
—No; no es eso.
—Disponga usted de mí por esta tarde, porque ahora tengo que ir a casa de las escofieteras de la calle de Milaneses para decirles de parte de doña Robustiana, que no pongan a las papalinas cintas verdes, sino azules.
—No es para hoy; será para mañana. Quiero que me acompañe usted a una parte.
—Señora condesa —dijo el abate muy asustado—. Recuerde usted las circunstancias... Usted no podrá salir de aquí.
—¡Que no puedo salir! —contestó Susana con un arranque de soberbia que asustó a Paniagua.
—Pero... quería decir... Si la familia lo sabe, ¿qué creerá de mí?
—Usted irá, irá conmigo —dijo Susana en un tono que no consentía réplica.
—¿Es a alguna casa conocida?
—No es en Madrid.
—¿Tenemos que ir fuera? Pero señora condesa, considere usted...
—Usted va conmigo; usted va conmigo sin remedio. No hay otra persona que pueda hacerme este inmenso favor. No será usted capaz de desairarme.
En efecto, Paniagua no era capaz de decir que no a nada, y después de mil súplicas encantadoras, después de mil coqueterías irresistibles, prometió a Susana acompañarla al punto que ésta tuviera por conveniente.
—Pues bien —dijo ésta—: mañana al anochecer aguardeme usted en su casa, y esté preparado para un viaje. Tenga usted un coche preparado, cueste lo que cueste.
—¿Y qué hago con ese chicuelo que me han enviado?
—Ha de ir con nosotros.
—¡Ah! —dijo el abate asustándose otra vez—. Pero señora condesa, repare usted... la familia, el doctor...
Se entabló de nuevo la disputa; pero al fin cedió D. Lino, impotente para negar lo que se le pedía de un modo tan apremiante. Convino en prepararlo todo y en aguardarla a la noche siguiente.