Don Miguel de Mañara (Leyenda)
Diez veces había hecho vibrar el aire el grave y pausado sonido del reloj de la catedral de Sevilla; la plaza del palacio arzobispal apenas bastaba a contener la inmensa muchedumbre que se agrupaba delante de la iglesia del convento de la Encarnación, cuyas puertas estaban aun cerradas. Dentro del palacio, cuyas paredes cubrían esos riquísimos tapices que aun hoy se conservan como una maravilla del arte, reinaba una animación a la que el público no estaba acostumbrado. En el extenso patio de entrada se prevenían las literas[1] de su eminencia y una infinidad de pajes y familiares se movían de un punto a otro, subían y bajaban la ancha escalera, dando o recibiendo órdenes, comunicándolas a los servidores, e inspeccionando por sí mismos los preparativos indispensables para la solemne salida del prelado.
En tanto la muchedumbre que llenaba la plaza iba perdiendo la paciencia paulatinamente, y dirigía miradas ansiosas, ya al palacio del Arzobispo, ya a la cerrada puerta del convento. Los muchachos tomaban posiciones subiéndose a las rejas de las ventanas; las mujeres, abriéndose paso con los codos, adelantaban cuanto les era posible en dirección al monasterio, sin cuidarse de las murmuraciones o amenazas con que las saludaban las menos atrevidas, y renegando de tanta aglomeración de gente, ni más ni menos que si ellas no fueran unas de tantas curiosas; aquí resonaba un grito de dolor exhalado por la víctima de algún pie tan imprudente como pesado; allí se oía un requiebro, acá una grosería, más allá un insulto: en este lado un pillastre[2] se aprovechaba del descuido de un espectador para meterle dos dedos en la escarcela;[3] en otro, repitiendo la hazaña con menos fortuna, era sorprendido y abofeteado; y los que no tenían del lance[4] más noticias que el ruido, temiendo que el mal se hiciera contagioso, encomendaban su salvación a la fuga, y apretaban a correr en lamentable desorden, atropellándose los unos a los otros, pisando los más ágiles por una alfombra humana, que magullada[5] y dolida, llamaba a un mismo tiempo a Dios y al diablo; y la plaza tomaba el aspecto de otro campo de Agramante;[6] lloraban los chiquillos, gritaban las mujeres, se enfurecían los hombres, hasta que deshecha la alarma y restablecida la tranquilidad, aquel mar de cabezas volvía a su centro, y entonces un silbido prolongado y terrible, eso de mil bocas, ponía fin al ridículo de aquella escena de desolación y espanto, que volvía a repetirse cien veces, y las ciento por idénticos motivos.
Poco menos que incrustadas en la puerta del convento, hasta donde las había ido llevando el empuje de la multitud, más que sus propios esfuerzos, estaban dos mujeres tan viejas, tan encartonadas, tan semejantes, que parecían vaciadas en un mismo molde. Ambas no tenían del sexo bello otra cosa que el traje, y este era tan arrugado y raído, que desde luego podía tomársele por coetáneo[7] de sus verdes primaveras. Al verlas tan inmóviles, tan graves y tan circunspectas,[8] hubiérase creído que eran dos estatuas, a no haberse refugiado en sus ojos toda la movilidad de que carecían sus cuerpos. Al fin una de ellas, menos sufrida que la otra, rompió el silencio y dijo:
- ¡Jesús! Esto no se puede sufrir: si las madres no mandan al sacristán[9] que abra pronto la puerta, vamos a echar el alma por la boca.
- Es mucha verdad: yo no sé qué espera esa gente: ya sabe toda Sevilla que la iglesia del convento es como una cáscara de nuez: en ocupando sus sitios los convidados y los parientes de la novicia,[10] buenas noches: apenas cabrá una docena de personas.
- ¡Toma! por eso estoy yo aquí desde las cinco de la mañana, y me traje el almuerzo y mi sillita. Como esta profesión ha metido tanto ruido, que no se habla en Sevilla de otra cosa, y como por honrar a la novicia dice misa de pontifical el señor arzobispo, ni más ni menos que si fuese el día del Corpus…
- ¡Ya lo creo! Como que, según yo he oído, la novicia es nada menos que hija del duque de Alcalá.
- ¡Qué disparate, señora! Si conozco yo a su familia lo mismo que a los cinco dedos de mi mano. ¡Vaya un gusto en mentir que tiene la gente...!
- Pues yo se lo he oído asegurar al barbero de calle Linos.
- ¿Qué sabe ese monigote,[11] fuera de rapar[12] barbas? Créame vuestra merced a mí, que lo sé como el Padre nuestro. ¡Y qué gracia! Como que soy casi de la familia: figúrese vuesarced[13] que tengo un yerno, que ya murió, y era grande amigo de un palafrenero[14] del difunto D. Rodrigo de Pacheco y Carvajal, Veinte y cuatro de Sevilla y conde de Carrión.
- ¿De veras?
- Lo que vuestra merced oye: también dicen que doña Violante es hija del duque de Medina Sidonia, y otros afirman que es una dama de origen misterioso, a quien protege el señor
arzobispo, pero todo eso es cuento, y nada más que cuento: doña Violante no tiene más padre que el conde de Carrión, un señor muy bueno y muy noble, que estuvo casado muchísimo tiempo con la más hermosa mujer que vieron los nacidos, la hija segunda del conde de Olivares, y tuvo la ocurrencia de irse a morir apenas doña Violante tenía cinco años.
- ¡Pobrecilla!
- Es lo que se dice: cuando los padres se mueren, los niños debían ir por delante, más bien que quedarse en el mundo solos y tan pequeños.
- ¿Murió también la mujer de don Rodrigo?
- A los cinco meses cabales. Pues qué, ¿le parece a vuestra merced que si ella viviera, estaríamos ahora aquí esperando la profesión de su hija? ¡Buen genio tenía para consentirlo! Ya la hubiera casado con el galán más apuesto y mejor de toda la nobleza sevillana. Pero ya se ve, como doña Violente quedó sola, al cuidado de su hermano el nuevo conde, y los hombres, en punto a guardar mujeres, no ven más allá de las narices; el hermano no se ha andado por las ramas, la mete en un convento, y Cristo con todos…
- Yo he oído contar una historia...
- Sí: hay quien dice que Doña Violante se resistió mucho antes de consentir en el noviciado[15], y que al fin cedió a la fuerza, porque estaba enamorada.
- De Don Álvaro de Guzmán.
- Señora, ¿de dónde viene vuestra merced que tales noticias trae? De quien estaba enamorada perdida, era de Don Miguel de Mañara.
- ¡Avemaría purísima!
-Santígüese vuestra merced, que el caso bien lo merece, porque el tal D. Miguel es el diablo en cuerpo y alma: más libertino, más pendenciero[16] y más decidor, no puede haber otro en todos los dominios del rey. D. Fadrique, porque así se llama el hermano de doña Violante, se enteró de estas camorras,[17] y no perdonó medio para hacer que su hermana desistiese de aquella inclinación. Pero no hay como andar contradiciendo a las muchachas, para que ellas se aficionen más y más a lo mismo en que se las contradice: cuanto más Don Fadrique se oponía, Doña Violante amaba más a Don Miguel. Y era natural; a su edad, todas hemos hecho lo mismo.
- ¡Ay! ¿A quién se lo cuenta vuestra merced?
- Pues, como iba diciendo: al ver Don Fadrique que no adelantaba terreno, y que de la noche a la mañana Don Miguel de Mañara podía jugarle una de las suyas, se avistó en secreto con la abadesa[18] de este convento, y en seguida hizo saber a su hermana su firme decisión de que profesase. La pobre joven oyó esta sentencia, con la desesperación que era natural; pero,
¿qué había de hacer? Por más que pusiese el grito en el cielo, como las mujeres no tenemos voluntad propia, Lloró, suplicó, hizo mil demostraciones de sentimiento, pero todo en vano.
Don Fadrique seguía en sus trece, y a los pocos días, a pesar de los esfuerzos de Don Miguel de Mañara, las puertas del claustro de la Encarnación se abrieron para recibir a la novicia Doña Violante.
- Mucho es que Don Miguel no cometió alguna tropelía.[19]
- ¡Qué! Si dicen que estuvo a punto de volverse loco, porque amaba de todo corazón a Doña Violante, y no pudo obtener su mano, a pesar de habérsela pedido con grande empeño a Don Fadrique, en lo cual creo que este no anduvo muy acertado, porque al fin, más vale un mal matrimonio, que…. ya sabe vuestra merced lo demás. La misma oposición que encontraba, era parte para que Don Miguel prosiguiese con más tenacidad su aventura, y llegó a tanto su audacia, que sin respetar el santo asilo de estas vírgenes del Señor, seducía a los demandaderos[20] para que llevasen billetes amorosos, hasta la misma celda de Doña Violante: parece que la abadesa sorprendió un paquete tamaño: yo no sé si Doña Violante le contestaría, porque de esto las monjas han hecho siempre un misterio, y si yo sé algo, es porque a mí me lo cuenta todo la cuñada del sacristán. Lo cierto es que Don Miguel no limitaba sus diabólicos planes a escribir billetes: todas las noches de Dios se situaba en esta plazuela una banda de músicos, que, al compás de los más dulces instrumentos, entonaban coplas llenas de ingeniosas y delicadas alusiones al cautiverio de Doña Violante, y al amor del impío caballero.
¿Bajaban las monjas al coro? pues Don Miguel estaba en la iglesia, y buscaba con los ojos a la novicia para fascinarla con sus miradas. ¿Cantaban maitines?[21] pues allí veían a Don Miguel inmóvil como una estatua, ¿Asistían a misa? pues Don Miguel asistía también distrayéndola de su santa devoción con audacia tan increíble. Las madres dieron parte al arzobispo, pero su eminencia se lavó las manos, porque nada podía hacer en el asunto, y solo les recomendó que la novicia no volviese a bajar al coro y ellas redoblasen su vigilancia. La primera parte de este encargo era inútil, porque Doña Violante, cuyo corazón no es de piedra, combatida por tantas emociones y tanta pesadumbres, cayó en cama tan malita que estuvo a dos dedos del sepulcro.
- ¡Jesús y que crueldad! Yo la hubiese devuelto a su familia.
- ¡Qué habían de pensar en eso las monjas! Al contrario; hicieron todo lo posible para que Don Fadrique no conociese nunca la verdad. ¡Pues hubiera perdido el convento chica canonjía[22]! Y luego, que es lo que ellas dicen: como para sostener ese rebaño y mantener el culto en la iglesia, no cuentan con más recursos que las limosnas de los fieles...
- Eso también es verdad.
- Pues como decía de mi cuento, fue tanto lo que apenó a Don Miguel la noticia de la enfermedad que padecía Doña Violante, que apenas la supo se presentó en casa de Don Fadrique, decidido a someterse a cuantas condiciones le impusiera para obtener la mano de su hermana: pero Don Fadrique ni siquiera le recibió.
- Eso era un agravio.
- Y por tal lo tomó D. Miguel que juró tomar venganza arrancando la vida a su enemigo; pero en el negocio mediaron personas de respeto para los dos, y luego que como estaba por en medio el honor y hasta la existencia de doña Violante, no era cosa de atropellar por todo y se le echó tierra al asunto; pero D. Miguel que es testarudo si los hay y ama a la novicia más que a las niñas de sus ojos, no dijo esta boca es mía mientras duró la enfermedad; más apenas salió de ella doña Violante y se presentó de nuevo en el coro, volvió a las andadas con más tesón que nunca y acaso con más aprovechamiento.
- ¡Y profesa a pesar de todo lo que vuestra merced me está contando!
- ¿Y qué ha de hacer la pobre más que profesar? Don Fadrique es el hermano mayor y ya ve vuestra merced...
- ¿Pero D. Miguel de Mañara no ha podido impedirlo?
- ¡Qué, si no lo sabe! Hace quince días poco más o menos que se ausentó de Sevilla para un asunto de grande importancia, y D. Fadrique aprovechando esta ocasión, puso en juego su valimiento[23] para conseguir del arzobispo que abreviase el tiempo del noviciado. El buen señor, atento a la salvación un alma que está en tan grande peligro accedió a lo que se le pedía, y él mismo viene a recibir los votos de la novicia y presidir la ceremonia de la profesión. Buen chasco[24] se va a llevar D. Miguel cuando regrese y vea que durante su ausencia le han birlado,[25] como suele decirse, el santo y la limosna.
Aquí llegaban de su conversación las dos honradas comadres cuando abriéndose de repente la puerta del monasterio, en que ellas se apoyaban, estuvieron a punto de caer de espaldas sobre el pavimento de la Iglesia. El templo resplandecía como un ascua[26] de oro, inundado por la brillante luz de un sin número de antorchas: nubes de vaporoso incienso condensaban la atmósfera, y los ecos graves y profundos del órgano,[27] mezclados con el alegre repique de las campanas, ensordecieron el rumor gigante de la apiñada multitud que se estrechó para abrir paso a la brillante comitiva que acompañaba al arzobispo.
El príncipe de la Iglesia tomó asiento bajo el dosel[28] que le estaba preparado: el templo se llenó de curiosos; extinguiéronse los ecos graves y profundos del órgano; dejaron de repicar las campanas, y cien miradas anhelantes se fijaron en la reja del coro, como queriendo penetrar el velo que la cubría: al fin este se descorrió, y un nuevo torrente de luz fue a confundirse con el del ara.[29]
Las monjas, formando un semicírculo, en cuya extremidad derecha se veía a la abadesa, rodeaban a la novicia, vestida con todo el lujo deslumbrador, y adornada con todas las galas que el mundo ha inventado para dar mayor realce a la hermosura. Doña Violante, en cuyo rostro se retrataba la palidez de la muerte, hacía gigantescos esfuerzos de voluntad para impedir que el alma se escapase por sus labios desvanecida en suspiros. Dócil a un deseo que ella estaba muy lejos de compartir, había consentido en aquel sacrificio inmenso, y de lo íntimo de su corazón pedía a Dios que le conservase un resto de energía para realizarlo. Avanzó con paso vacilante hacia la reja del coro, y con voz que la conmoción hacía poco menos que ininteligible, extendiendo la temblorosa mano exclamó, acaso sin darse cuenta de sus palabras:
-Juro renunciar al mundo y sus pompas;[30] juro obediencia; juro vivir y morir en perpetua castidad, no quiero para mí más esposo que Jesucristo, a cuyo servicio juro consagrarme.
Pronunciadas estas palabras, que abrían, por decirlo así, una tumba para el alma de aquella mujer joven y hermosa, llena de vida, llena de esperanzas y rica de ilusiones, de aquella mujer que había nacido para el amor, y a quien la bárbara crueldad del egoísmo arrebataba en un instante todas las aspiraciones y todas las felicidades de la vida; la abadesa se acercó a ella, secó las lágrimas que brotaban de sus ojos, y empezó a despojarla de sus flores y brillantes que lucían entrelazados en su hermosa cabellera. Doña Violante, con la resignación de la víctima, que acepta el sacrificio comprendiendo toda su inmensidad, tenía los ojos fijos en el suelo y no los alzaba ni aun para despedirse con una mirada dolorosa de aquellas superfluidades[31] que tienen tanto atractivo para una mujer hermosa, y que eran ya los últimos ecos de un mundo que ella amaba, y en el que hubiera deseado vivir, porque en él había un corazón amante que latía al mismo tiempo que el suyo. Una de las madres se acercó a la novicia con una bandeja de plata, y cortó con mano despiadada la hermosa trenza de cabellos de la joven, que, al caer sobre el metal, produjo un sonido seco y sofocado, que arrancó un grito semejante al corazón de todos los espectadores. La joven involuntariamente abrió los ojos como para dar gracias a aquellas almas desconocidas que simpatizaban con su infortunio, y al pasear la vista por el concurso de los fieles, arrastrada como por una atracción magnética, la fijó en un hombre que acababa de penetrar en el templo, atropellando a la multitud. Al reconocerle, doña Violante dio un grito terrible, grito de desesperación arrancado del fondo del alma, y cayó sin sentido en los brazos de la abadesa. Volvióse a correr el velo, tornó á resonar el órgano y las monjas entonaron el Hosanna[32] con voz melodiosa y suave. Cuando despojada doña Violante de sus ricas vestiduras apareció otra vez en el coro, su palidez había aumentado; en sus ojos se notaba la vaguedad propia de los dementes, y al dar el ósculo de paz a sus nuevas hermanas, lo hacía sin conciencia de sus acciones, como obedece una máquina al motor físico que la impulsa. Al pronunciar los votos, había renunciado a un tiempo al mundo y a su voluntad: las violentas emociones porque estaba combatida habían paralizado en ella el ejercicio de la razón.
El desconocido, cuya presencia causó efecto tan deplorable en el ánimo de la joven, no era tampoco insensible a aquel espectáculo: una angustia cruel atormentaba su pecho, y sentía impulsos de arrojarse por sí solo a impedir la consumación de aquel sacrificio: no era un temor vulgar lo que le detenía: sobrábanle valor y audacia para arrostrar[33] todo género de peligros con ánimo sereno, porque hasta la misma muerte le parecía menos horrible, que los tormentos en que se despedazaba su corazón; más, sin embargo, permaneció inmóvil encadenado por una fuerza misteriosa, a la que no podía resistir, quizá dominado, sin darse cuenta de ello, por ese temor religioso que la augusta majestad de un templo infunde hasta en las almas de los más descreídos: su cólera era impotente para estallar, y solo se podía advertir en las chispas de fuego que centelleaban en sus pupilas.
Cuando se corrió el velo de la reja del coro, y desapareció a su vista aquella escena dolorosa, el caballero, lanzando un profundo suspiro, débil desahogo de su pecho, que había tenido el bárbaro valor de asistir al espectáculo de su desgracia, juzgó terminada la ceremonia, y salió a la calle: el puro ambiente de la atmósfera refrescó su cerebro, y devolvió a su ánimo la energía que momentáneamente había perdido.
- ¡Necio de mí! - exclamó: ¿Por qué no di crédito al mensajero de mi desdicha, y no emprendí mi viaje con la velocidad del rayo, pare llegar a tiempo, y arrebatarla a ese claustro odioso, que me la roba para siempre?... ¡Para siempre! ¡Horrible verdad!... Y, ¿por qué? ¿Qué obstáculo se ha opuesto nunca al capricho de Don Miguel de Mañara? ¿Quién puede arrebatarme un corazón que ya es mío? ¿Quién tiene derecho a privarnos de una felicidad que nos pertenece? ¡La religión! Y, ¿qué me importa a mí la religión? Yo no creo, yo no quiero creer en nada… Doña Violante será mía: yo romperé su clausura, cien veces, si fuera necesario. Juro a Dios, que, si la veo en los brazos de Jesucristo, de sus mismos brazos me atreveré a robarla.
Esta horrenda blasfemia, este impío juramento, eco de una desesperación horrible, llevó la tranquilidad al espíritu de Don Miguel de Mañara, confiado por una parte en el frenético amor que le profesaba doña Violante, y por otra en la singular fortuna que hasta entonces le había ayudado en todas sus empresas. Así es que al separarse del convento en que la joven acababa de renunciar a todas las pompas y afecciones del mundo, lo hizo con esa tranquilidad perfecta del hombre que se separa con una despedida cariñosa de la mujer que ama, y aguarda confiado la noche siguiente para cambiar dulces juramentos de fidelidad y ternura.
Constante en su propósito de rescatar para sí aquel corazón sobre el cual se creía con derechos, y que ya pertenecía a otro mundo; sorda su conciencia a la voz de los remordimientos que nunca había escuchado, D. Miguel de Mañara no era hombre que temiese al escándalo, ni retrocediese ante un sacrilegio. Para él las rejas que defendían la virtud de las vírgenes del Señor, no eran más que hierros de una odiosa cárcel, fáciles de ron-per, sin otra razón que su voluntad para todos irresistible. Idólatra de sí mismo ajeno a toda creencia religiosa, apasionado por carácter é impetuoso por temperamento, ni comprendía siquiera toda la extensión del abismo que unas cuantas palabras pronunciadas en presencia de Dios habían abierto entre él y doña Violante.
La pasión verdadera, anhelante por satisfacerse, dispone de argumentos irresistibles y de arbitrios infernales, contra los que rara vez prevalece la energía de la mujer, y menos a una voz interior se alza de continuo en su pecho aconsejándole aquello mismo que desea. Ni la austera severidad de las costumbres del claustro, ni la práctica constante de una contemplación religiosa, ni los más obstinados esfuerzos de una voluntad subyugada al influjo de una pasión frenética, fueron en doña Violante elementos de fuerza suficientes para que el deber triunfase en la lucha que estaba sosteniendo con el amor. Cuanto más procuraba elevar su pensamiento a otras regiones, más y más lo sentía encadenado al mundo. Quizás aquella infeliz mujer hubiera podido triunfar de su corazón si hubiese vivido abandonada a sí misma; el tiempo y la soledad son a veces bálsamos prodigiosos para cicatrizar las heridas del alma; pero en la iglesia, en sus paseos solitarios por los jardines, en el libro en que rezaba, a la cabecera del lecho en que dormía, hallaba siempre un billete, una flor, una memoria de D. Miguel de Mañara, que algún espíritu invisible ponía ante sus ojos o deslizaba en sus manos, para mantener en combustión continua el fuego voraz que enardecía hasta la última gota de su sangre. Diríase que estaba impregnado de amor hasta el ambiente que respiraba.
D. Miguel veía con infernal satisfacción acercarse el momento de su triunfo: la joven debía sucumbir y sucumbió. Una tarde que paseaba al pie de las descarnadas paredes del convento, vio en una de las rejas asomarse una mano y deslizar un billete. Mañara lo leyó con avidez,[34] y no pudo contener un grito de júbilo. Doña Violante consentía en la fuga que le había propuesto: aquella noche iba a cumplir su promesa, sacrílega de arrancar de los brazos de Jesucristo una de sus esposas.
La noche cubrió la ciudad con su manto de tinieblas: la luna se alzaba majestuosa en el espacio, seguida de su magnífico séquito[35] de estrellas relucientes; la brisa plegaba sus leves alas respetando la pureza de la atmósfera; era una de esas noches templadas y serenas, rodeadas de encanto y de misterio que incitan al amor en el voluptuoso clima de Andalucía; la hora de la felicidad de los dos amantes había sonado. D. Miguel, seguido de su escudero, acudía a la cita: un bulto sospechoso le impidió acercarse al monasterio. En vano estuvo esperando a que la calle quedase despejada: el bulto no se movía. D. Miguel, que no era hombre de mucha paciencia, acabó por perder la poca que le quedaba, y decidido a hacer desaparecer cuanto antes aquel obstáculo, avanzó hacia el desconocido. Al acercarse D. Miguel, pudo reconocer en aquel hombre al hermano de doña Violante. Mañara creyó con fundamento que algún miserable le había vendido, y en efecto, al volver la cara atrás para asegurarse de que no estaba cercado; observó que su escudero había desaparecido como una sombra.
Ya no era tiempo de retroceder, ni Mañara lo hubiera hecho por todas las consideraciones del mundo. Al contrario, era tan firme en una resolución tomada y tan dado su carácter a las empresas peligrosas, que casi se alegraba de la nueva complicación que ofrecía su aventura. Además, D. Fadrique también le había reconocido y avanzaba hacia él lentamente.
-Ya veis, señor D. Miguel, - le dijo- que estoy al cabo de vuestros planes. Mucho os habéis engañado al creer que mi hermana no tenía otros defensores que la reja del convento y la santidad de su estado, porque aún vivo y aún tengo espada que esgrimir por ella.
- Pláceme D. Fadrique que aceptéis la cuestión con franqueza; así como así nos odiamos, y ya es tiempo de romper los diques de este odio: me habéis robado una felicidad que me pertenecía, y yo la revindico: he aquí todo. Desnudad la espada y quede el campo por quien disponga la fortuna.
Ambos caballeros iban a desnudar las espadas, cuando a sus pies resonó el golpe producido por una llave, que cierta mano misteriosa había arrojado envuelta en un pañuelo. Movidos como por un solo resorte, D. Miguel y D. Fadrique dieron un salto para apoderarse de ella, pero este fue más ágil o más afortunado. D. Miguel bramaba[36] de cólera, y dijo a su adversario:
- ¡Por Cristo! dadme esa llave o vive Dios que os la arranco con la vida.
- ¡Solo a ese precio la conseguiréis! ¡En guardia, que me ahoga la sed de vuestra sangre!
Cruzáronse los aceros que hablaban por sus señores; los golpes eran frecuentes y terribles, ninguno de los dos combatientes aventajaba en destreza o en valor a su adversario: para un golpe bien dirigido, tenían siempre un quite afortunado; hasta que al fin Mañara, arrojándose sobre D. Fadrique con el salvaje empuje de la desesperación, consiguió aprovechar un instante de descuido y le atravesó el corazón de una estocada. Don Fadrique cayó al suelo sin exhalar un suspiro: su muerte había sido tan súbita como la que produce el rayo: Mañara se arrojó sobre el cadáver y sin detenerse a recoger su espada, ni temor a empaparse la mano en aquella sangre inflamada por la cólera, le arrebató la llave que había de abrirle las puertas del convento. Disponíase ya a cometer la profanación cuando le detuvo el rumor cercano de una ronda. No le faltaba valor para resistir, aunque fuera a todos los alguaciles del mundo; pero un escándalo podía comprometer el éxito de su empresa y se decidió a ocultarse: dobló la esquina del convento y viendo luz en la iglesia se dirigió a aquel punto: la puerta estaba entornada[37] y cedió fácilmente a su empuje.
Al penetrar Don Miguel en el templo un extraño espectáculo se ofreció a su vista: las paredes estaban cubiertas de paños funerales y rodeados de blandones se alzaban dos féretros en el centro de la iglesia. Las monjas arrodilladas en el coro entonaban con acento fervoroso preces por el descanso eterno de aquellas dos almas que habían comparecido en la presencia de Dios.
La augusta soledad de aquel sagrado recinto: aquellos dos catafalcos,[38] símbolo misterioso y terrible de la fragilidad humana; el canto fúnebre y monótono de aquellas vírgenes del Señor que elevaban al cielo su espíritu implorando perdón para las iniquidades de los hombres; en fin, las emociones violentas de aquella noche de crímenes, inclinaron hacia la contemplación el ánimo de Don Miguel y arrancaron una lágrima a sus ojos: cierta inquietud extraña, cierto terror vago e incomprensible se apoderaron de su corazón, y sin darse cuenta de sus acciones, cayó de rodillas y sus Iabios murmuraron una plegaria por el alma de aquellos tan felices que se habían libertado para siempre de las tempestades del mundo.
A su lado había una buena mujer rezando fervorosamente el caballero le preguntó:
- ¿Queréis decirme quiénes eran los muertos?
-Don Miguel de Mañara y Doña Violante Carbajal, contestó secamente la interpelada.
Don Miguel dio un salto y exhaló un rugido como la pantera herida: más reponiéndose muy luego creyó que aquella mujer estaba loca.
- ¡Por quién rezáis? preguntó a un anciano arrodillado al otro extremo de la iglesia.
-Por el descanso eterno de D. Miguel de Mañara y doña Violante de Carbajal.
D. Miguel se hizo repetir estos nombres una vez y otra: a su primera sorpresa sucedió un terror profundo: restregábase los ojos como para despertarse de un horrible sueño; se tocó a sí mismo para convencerse de que existía, tocó los objetos que le rodeaban, cerró una y otra vez los ojos para triunfar de aquella visión espantosa, pero al abrirlos volvían a fijarse en aquellas paredes enlutadas, en aquellos blandones de luz siniestra y amarillenta, en aquellos dos féretros que encerraban misterio tan horrible.
- ¡Bah! ¡se burlan de mí, exclamó, y yo me dejo engañar con la credulidad de un niño!
Avanzó con paso firme y resuelto hasta el catafalco: los ataúdes estaban abiertos, y el caballero miró a los dos cadáveres con ansiedad indescriptible. Un grito espantoso se escapó de su pecho: la mujer y el anciano habían dicho verdad: D. Miguel vio en aquellos dos ataúdes su propio cadáver y el de la mujer a quien amaba.
Sobrecogido de terror, temeroso hasta del ruido de sus pasos; sin valor para volver la espalda a aquel extraño prodigio, y sin cerrar los ojos por miedo de que en la oscuridad tomase proporciones gigantescas aquella visión espantosa, salió a la plaza y echó a correr despavorido.
En la calle de Placentines se encontró una ronda que le detuvo, pero muy luego el jefe de ella, deshaciéndose en disculpas, le dijo:
-Dispensad la imprudencia de mis alguaciles; os habían tomado por otro: Buscamos a D. Fadrique Carbajal.
- ¿Pues qué ha hecho? Preguntó D. Miguel, temiendo y anhelando la respuesta.
- Ha matado en desafío a D. Miguel de Mañara.
- ¡Mentira! ¡Yo soy el que decís!
Los alguaciles le miraron, prorrumpieron en una carcajada, y exclamaron a una voz:
- ¡Está loco!
D. Miguel, al separarse de la ronda, corrió un largo espacio, y al fin se detuvo como para reunir sus recuerdos, fortalecer su razón y convencerse de que todo cuanto le pasaba no era más que una pesadilla. Miró su mano derecha, y la vio empapada en sangre; faltábale la espada al cinto; llevaba en el bolsillo la llave que había arrebatado a D. Fadrique. Era evidente que le habían tomado por juego de una burla odiosa, a la que habían dado mayor fuerza las aberraciones de la imaginación exaltada. En aquel mismo instante pasó a su lado un caballero, que, como él, no llevaba espada, y tenía tinta en sangre la mano derecha.
-Alma que habitaste el cuerpo de D. Miguel de Mañara, yo soy quien te arrancó la vida, y yo te emplazo por tu sacrilegio ante el tribunal divino.
D. Miguel se fijó en aquel caballero que tan extrañas palabras le dirigió, y reconoció en él a D.
Fadrique Carbajal, sin embargo, no queriendo dar fe al testimonio de sus sentidos,
preguntó a algunos transeúntes:
- ¿Conocéis a ese hombre? ¿Qué ha hecho?
- Es el conde de Carrión; ha matado en desafío a D. Miguel de Mañara, le contestaron.
de Mañara, le contestaron.
- ¡Y a mí me conocéis?
- No.
- ¡Impostura! Yo soy ese D. Miguel de Mañara que decís: yo quien ha matado en duelo al conde de Carrión.
- ¡Já! ¡já! ¡Pobre hombre!... ¡Está loco!
- ¡Loco! ¡loco!... Acaso dicen verdad, exclamó D. Miguel; esto que me sucede no está en los límites de la razón humana; o yo he perdido el juicio o el cielo obra conmigo un milagro.
Cualquiera que haya visitado en Sevilla el famoso hospital de la Caridad, habrá visto en el patio de entrada y en la pared que da frente a la puerta, una inscripción grabada en mármol, que recuerda la vida penitente de D. Miguel de Mañara, fundador de aquel piadoso establecimiento. Si ansiosos por conocer la historia de aquel hombre singular que consagró toda su vida y toda su hacienda al servicio de los pobres desvalidos; que a pesar de su elevado rango no desdeñaba descender a los oficios más humildes si redundaban en provecho de la humanidad doliente, preguntáis a algún enfermero, o alguno de los infelices que descansan en el lecho del dolor, ellos os referirán, con corta diferencia lo mismo que yo he referido, y no pronunciarán una sola vez el nombre de D. Miguel de Mañara sin colmarle de bendiciones que parten de lo íntimo del corazón
“Fue un santo, os dirán; no podía ser otra cosa quien poseyó el secreto de dejar vivo en el mundo un sentimiento eterno de gratitud.”
Vehículo antiguo capaz para una o dos personas, a manera de caja de coche y con dos varaslaterales que se afianzaban
en dos caballerías, puestas una delante y otra detrás. ↑
Dicho de una persona: Pícara y hábil para engañar a los demás. ↑
Especie de bolsa que pendía de la cintura. ↑
Encuentro, riña. ↑
Contusión. ↑
Desorden, Discordia o división de pareceres. ↑
De la misma edad. ↑
Prudencia ante las circunstancias, para comportarse comedidamente. ↑
Persona que en las iglesias tiene a su cargo ayudar al sacerdote en el servicio del altar y cuidarde los ornamentos y de la limpieza y aseo de la iglesia y sacristía. ↑
Persona que, en la religión donde tomó el hábito, no ha profesado todavía. ↑
Persona ignorante y ruda, de ninguna representación ni valer. ↑
Rasurar o afeitar las barbas. ↑
Vuestra merced. ↑
Criado que lleva del freno el caballo. ↑
Tiempo destinado para la probación en las religiones, antes de profesar. ↑
Propenso a riñas o pendencias. ↑
Bronca, pelea. ↑
Superior de un monasterio. ↑
Aceleración confusa, desordenada e incluso violenta. ↑
Persona destinada para hacer los recados de las monjas fuera del convento, o de los presos fuera de la cárcel. ↑
Primera de las horas canónicas, rezada antes de amanecer. ↑
Empleo de poco trabajo y bastante provecho. ↑
Privanza o aceptación particular que alguien tiene con otra persona, especialmente si es príncipe osuperior. ↑
Decepción que causa a veces un suceso contrario a lo que se esperaba. ↑
Hurtar algo sin intimidación y con disimulo. ↑
Pedazo de cualquier materia sólida y combustible que por la acción del fuego se pone incandescente y sin llama. ↑
Instrumento musical de viento, compuesto de muchos tubos donde se produce el sonido, unos fuelles que impulsan el aire y un teclado y varios registros ordenados para modificar el timbre de las voces. ↑
Mueble que a cierta altura cubre o resguarda un altar, sitial, lecho, etc., adelantándose en pabellón horizontal y cayendo por detrás a modo de colgadura. ↑
Altar donde se celebran ritos religiosos. ↑
Fausto, vanidad y grandeza. ↑
No necesario, que está de más. ↑
Exclamación de júbilo usada en los salmos y en la liturgia cristiana y judía. ↑
Hacer cara, resistir, sin dar muestras de cobardía, a las calamidades o peligros. ↑
Ansia, codicia. ↑
Agregación de gente que en obsequio, autoridad o aplauso de alguien lo acompaña y sigue. ↑
Dicho de una persona: manifestar con voces articuladas o inarticuladas y con extraordinaria violencia la ira de que está poseída. ↑
Volver la puerta o la ventana sin cerrarla del todo. ↑
Armazón de madera, vestida de paños fúnebres, que se erige para la celebración de las honras de un difunto. ↑