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El tiempo o la muerte: “Creed en Dios” Cantiga provenzal

El tiempo o la muerte
“Creed en Dios” Cantiga provenzal
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  1. El tiempo o la muerte: realidades o artificios de la imaginación
    1. Créditos
  2. Índice
  3. Prólogo
  4. Primera parte - El espejismo del tiempo
    1. Precedentes fundacionales - Don Juan Manuel (1282-1348)
      1. Cuento XI de El Conde Lucanor
      2. Preguntas de lectura y bibliografía básica
    2. José María Blanco White (1775 – 1841)
      1. "El Sultán de Egipto, Cuento Turco imitado en Español"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía
    3. Jorge Montgomery (c. 1804-1841)
      1. "El serrano de las Alpujarras"
        1. Pregunta de lectura y bibliografía esencial
    4. Juan Valera (1824-1905)
      1. "El pescadorcito Urashima"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía esencial
    5. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
      1. "Creed en Dios" Cantiga Provenzal
      2. Preguntas de lectura y bibliografía esencial
  5. Segunda parte - El sueño de la vida
    1. Precedentes fundacionales - Cristóbal Lozano (1609-1667)
      1. "El estudiante Lisardo" (Soledades de la vida y desengaños del mundo)
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    2. Luis García de Luna (1834-1867)
      1. "Don Miguel de Mañara" (Leyenda)
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    3. Emilia Pardo Bazán (1851-1921)
      1. "La borgoñona"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    4. Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891)
      1. "El amigo de la muerte" - Capítulo I
      2. Capítulo II
      3. Capítulo III
      4. Capítulo IV
      5. Capítulo V
      6. Capítulo VI
      7. Capítulo VII
      8. Capítulo VIII
      9. Preguntas de lectura (caps. I-VIII)
      10. Capítulo IX
      11. Capítulo X
      12. Capítulo XI
      13. Capítulo XII
      14. Capítulo XIII
      15. Capítulo XIV
      16. Capítulo XV
      17. Capítulo XVI
      18. Conclusión
      19. Preguntas de lectura (Caps. IX-Conclusión) y bibliografía preliminar
    5. Leopoldo Alas, "Clarín"
      1. "Mi entierro: discurso de un loco"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    6. Transición al siglo XX - Miguel de Unamuno (1864-1936)
      1. "El que se enterró"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar

“Creed en Dios” Cantiga Provenzal

“Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell. Noble o villano,[1] señor o pechero,[2] tú, cualquiera que seas, que te detienes un instante al borde de mi sepultura, cree en Dios, como yo he creído y ruégale por mí.”

Parte I

I

Nobles aventureros, que puesta la lanza en la cuja,[3] caída la víspera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez[4] en la profesión de las armas; si al atravesar el que bravo valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.

II

Pastores, que seguís con lento paso vuestras ovejas que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut en el rigor[5] del verano, y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruídas[6] arcadas del monasterio, cuyos musgosos[7] pilares besan las ondas, oídme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad; si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles[8] y margaritas con que embellecer su retablo,[9] venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.

IV

Tú, noble caballero, tal vez el resplandor de un relámpago; tú pastor errante; calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes a lágrimas, todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca[10] y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido, y solo queda la piedra. En esa tumba, cuya inspiración es el monte de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.

Parte II

I

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía, que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vida, escondiéndose al fin entre unas zarzas.[11]

––¡Allí está! ¡allí está! gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se había escondido al asqueroso reptil. Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó entre las breñas y se remontó a las nubes. La serpiente había desaparecido.

II

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pareció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios. Desde este punto la juventud del primogénito de Fortcastell solo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba Santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.

III

Un día en que salió de caza, y que, como era su costumbre, hizo entrar a guardarse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos,[12] arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes,[13] en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera[14] y sin temer a los violentos arranques de sus carácter impetuoso, le conjuró en nombre del cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.

––¡Déjame en paz, viejo loco! Exclamó Teobaldo al oírle; déjame en paz; o ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.

IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle:

––Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si

muero a tus manos borrará mis culpas del libro de su indignación para escribir tu nombre y hacerte tu crimen.

––¡Un Dios que castiga y perdona! Prorrumpió[15] el sacrílego barón con una carcajada. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo,[16] tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.

V

Ya después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles[17] que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta[18] riendo con una risa de Satanás y el venerable sacerdote, murmurando una plegaria, eleva sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto[19] una vocería horrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de ¡Al jabalí! ––¡Por las breñas!

––Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.

VI

––¿Por dónde va el jabalí? Preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta.

––Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas, le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar[20] del caballo, que partió a escape. Tras él partieron todos.

Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido[21] en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.

VII

Temblado iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida[22] sobre el cuello al fogoso brugo,[23] de había empinado sobre los estribos, y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que solo divisaba a intervalos[24] entre los espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.

Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.

VII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló la saeta, que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido.

––¡Muerto está! exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo; ¡muerto está! en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo, comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, cayó al suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre. Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse; cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.

IX

Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó[25] las barbas, presa de la más espantosa desesperación.

––Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme, exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas; se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.

––El cielo me lo envía, dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.

X

El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque, dio un bote[26] increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un escape tan rápido, que temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.

Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate[27] ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber a dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.

XI

Cuando, recobrando el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las montañas; alegres campiñas,[28] cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y obscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar; todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que envuelto en una niebla obscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.

Parte III

I

Nobles caballeros, sencillos pastores hermosas niñas que escucháis mi relato, si os maravilla lo que os cuento; no creáis que es una fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición, y la leyenda del sepulcro, que aún subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.

Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravillosos. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía del desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me aparté un punto de la verdad a sabiendas.

II

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría, sin salir del término de su señorío.[29] Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que le arrastraba sin que supiese a dónde, a través de aquellas nieblas obscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.

El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos[30] y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.

III

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas[31] túnicas con orlas[32] de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera, y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.

Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar de lava, y oyó mugir[33] el trueno a sus pies como muge el océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.

IV

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel[34] de plata sobre la superficie de un lago azul.

Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos[35] espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador[36] himnos de alegría. Vio los hilos de luz imperceptible que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal[37] sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.

V

Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra; vio bajar muchas, y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de abril.

Después las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio, como cortinas de gasa[38] trasparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares, y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.

VI

Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus limbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin coronada de estrellas vestidas de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre de Dios, la Reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.

VII

Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se asienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad, el eterno silencio viven en aquellas regiones, que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos; ráfagas y penetraba hasta la médula de sus huesos; ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.

VIII

Atravesaba esa fantástica región adónde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.

Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes[39] de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces que palpitaban aún en el éter[40] luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.

IX

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos, y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas,[41] maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramento sacrílegos de la impiedad.

Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.

––¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! Decía aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.

X

Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran el Señor, cubierto el rostro con las triples alas y postrados a sus pies. Él quiso mirarlo.

Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz obscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar, y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.

Parte IV

I

La noche había cerrado, y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muertos su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.

Un silencio de muerte reinaba a su alrededor; un silencio que solo interrumpía el lejano bramido[42] de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas, y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.

––Habré soñado, dijo el barón: y emprendió su camino al través del bosque, y salió al fin de la llanura.

II

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo, sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche.

–– Mi castillo está lejos y estoy cansado, murmuró; esperaré el día en un lugar cercano, y se dirigió al lugar.

–– Llamó a la puerta.

––¿Quién sois? Le preguntaron.

––El barón de Fortcastell, respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra.

––¿Quién sois y qué queréis? Tornaron a preguntarle.

––Vuestro señor, insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen; Teobaldo de Montagut.

––Teobaldo de Montagut! dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento!... ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas[43] insulsas.

III

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado con los sillares[44] de las derruidas almenas;[45] el puente levadizo,[46] inútil ya, se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín[47] por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía[48] lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza y sobre un pedestal de granito se eleva como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.

––¡Y este es mi castillo, no hay duda! Decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba. ¡Aquel es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domina, el señorío de Fortcastell… En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes[49] y apareció en su dintel[50] un religioso.

IV

––¿Quién sois y qué hacéis aquí? Preguntó Teobaldo al monje.

––Yo soy, contestó este, un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio de Montagut.

––Pero… interrumpió el barón, Montagut ¿no es un señorío?

––Lo fue, prosiguió el monje… hace mucho tiempo… A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediera en el feudo, los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos ¿quién sois?

–– Yo… balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio; yo soy… un miserable pecador, que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad,[51] y a pedirle que le admita en el seno de su religión.

  1. Vecino o habitador del estado llano en una villa o aldea, a distinción de noble o hidalgo. ↑

  2. Plebeyo, que no es noble. ↑

  3. Bolsa de cuero asida a la silla del caballo, para meter el cuento de la lanza o bandera. ↑

  4. Honor, estima o consideración que se adquiere o gana con una acción gloriosa. ↑

  5. Excesiva y escrupulosa severidad. ↑

  6. Derribadas, destruidas. ↑

  7. Pertenecientes o relativo al musgo ↑

  8. Tipo de planta herbácea. ↑

  9. Estructura de Piedra, madera u otros materiales que cubre el muro situado detrás del altar, compuesta de obras escultóricas o pictóricas con motivos religiosos. ↑

  10. Dicho de una cosa: Poco trabajada, sin pulimentar o hecha con materiales de escasa calidad. ↑

  11. Arbusto espinoso. ↑

  12. Libre, atrevido. ↑

  13. Halcón con gran tamaño, que vive ordinariamente en el norte de Europa. ↑

  14. Ira, enojo, enfado. ↑

  15. Pasado de prorrumpir que significa: proferir repentinamente y con fuerza o violencia una voz, un suspiro u otra demostración de dolor o pasión vehemente. ↑

  16. Dardo o lanza corta y arrojadiza. ↑

  17. Raza de perros. ↑

  18. Arma portátil que dispara flechas y proyectiles impulsados por la combinación de un muelle en forma de arco y una cuerda. ↑

  19. Espacio, generalmente cerrado comprendido dentro de ciertos límites. ↑

  20. Cada una de las dos cavidades simétricamente colocadas entre las costillas falsas y los huesos de las caderas. ↑

  21. Acoger a alguien, ponerlo a cubierto de persecuciones o de ataques, preservarlo de algún mal. ↑

  22. Freno del caballo con las riendas y todo el correaje que sirve para sujetarlo a la cabeza del animal. ↑

  23. Larva de un lepidóptero pequeño y nocturno que devora las hojas de los encinares y robledales. ↑

  24. Espacio o distancia que hay de un tiempo a otro o de un lugar a otro. ↑

  25. Pasado de mesar, que significa: arrancar el cabello o la barba con las manos o tirar con fuerza de ellos. ↑

  26. Salto que da una pelota u otro cuerpo elástico que sale despedido al chocar contra una superficie dura. ↑

  27. Espuela para picar al caballo provista de una punta aguda con un tope para que no penetre demasiado. ↑

  28. Plural de campiña, que significa: espacio grande de tierra llana labrantía. ↑

  29. Territorio perteneciente a un señor. ↑

  30. Denso, oscuro, nebuloso. ↑

  31. Largas. ↑

  32. Orilla de paños, telas, vestidos u otras cosas, con algún adorno que la distingue. ↑

  33. Producir gran ruido. ↑

  34. Antigua embarcación de considerable dimensiones, generalmente de vela. ↑

  35. De fuego o que tiene naturaleza de fuego. ↑

  36. Creador ↑

  37. Enorme, de dimensiones extraordinarias. ↑

  38. Tela de seda o hilo muy clara y fina. ↑

  39. Plural de ¡ay!, cual expresión se usa para expresar diversos movimientos de ánimo, y más ordinariamente aflicción o dolor. ↑

  40. Esfera aparente que rodea a la Tierra. ↑

  41. Inclinado a la lujuria, libidinoso, lascivo. ↑

  42. Voz de toro, del ciervo y de otros animales salvajes. ↑

  43. Coplas o composición en verso ligera y festiva. ↑

  44. Piedras labradas, por lo común en forma de paralelepípedo rectángulo, que forma parte de un muro de sillería. ↑

  45. Cada uno de los prismas que coronan los muros de las antiguas fortalezas para resguardarse en ellas los defensores. ↑

  46. Que se levanta o puede levantar con algún artificio. ↑

  47. Óxido rojizo que se forma en la superficie del hierro por la acción del aire húmedo. ↑

  48. Pasado de tañer, que significa: tocar instrumento musical de percusión o cuerda, en especial una campana. ↑

  49. Herraje articulado que se fijan las hojas de las puertas y ventanas al quicial para que, al abrirlas o cerrarlas giren sobre aquel. ↑

  50. Pieza horizontal superior de puertas, ventanas y otros huecos, apoyada en sus extremos sobre las jambas y destinada a soportar cargas. ↑

  51. Superior de un monasterio. ↑

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Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
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