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El tiempo o la muerte: "El serrano de las Alpujarras"

El tiempo o la muerte
"El serrano de las Alpujarras"
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table of contents
  1. El tiempo o la muerte: realidades o artificios de la imaginación
    1. Créditos
  2. Índice
  3. Prólogo
  4. Primera parte - El espejismo del tiempo
    1. Precedentes fundacionales - Don Juan Manuel (1282-1348)
      1. Cuento XI de El Conde Lucanor
      2. Preguntas de lectura y bibliografía básica
    2. José María Blanco White (1775 – 1841)
      1. "El Sultán de Egipto, Cuento Turco imitado en Español"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía
    3. Jorge Montgomery (c. 1804-1841)
      1. "El serrano de las Alpujarras"
        1. Pregunta de lectura y bibliografía esencial
    4. Juan Valera (1824-1905)
      1. "El pescadorcito Urashima"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía esencial
    5. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
      1. "Creed en Dios" Cantiga Provenzal
      2. Preguntas de lectura y bibliografía esencial
  5. Segunda parte - El sueño de la vida
    1. Precedentes fundacionales - Cristóbal Lozano (1609-1667)
      1. "El estudiante Lisardo" (Soledades de la vida y desengaños del mundo)
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    2. Luis García de Luna (1834-1867)
      1. "Don Miguel de Mañara" (Leyenda)
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    3. Emilia Pardo Bazán (1851-1921)
      1. "La borgoñona"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    4. Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891)
      1. "El amigo de la muerte" - Capítulo I
      2. Capítulo II
      3. Capítulo III
      4. Capítulo IV
      5. Capítulo V
      6. Capítulo VI
      7. Capítulo VII
      8. Capítulo VIII
      9. Preguntas de lectura (caps. I-VIII)
      10. Capítulo IX
      11. Capítulo X
      12. Capítulo XI
      13. Capítulo XII
      14. Capítulo XIII
      15. Capítulo XIV
      16. Capítulo XV
      17. Capítulo XVI
      18. Conclusión
      19. Preguntas de lectura (Caps. IX-Conclusión) y bibliografía preliminar
    5. Leopoldo Alas, "Clarín"
      1. "Mi entierro: discurso de un loco"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar
    6. Transición al siglo XX - Miguel de Unamuno (1864-1936)
      1. "El que se enterró"
      2. Preguntas de lectura y bibliografía preliminar

Introducción

Quería yo, lector benigno (tal quiera Dios que sea) conciliarme tu buena voluntad, y disponerte a mirar con indulgencia las páginas que siguen, antes que de principio a su lectura. Para este fin no tratare de desarmar a la crítica afectando una humildad impertinente, e indicando yo mismo mis propios defectos: ni menos he de insinuar el mérito ni ponderar el trabajo de una obrita de tan poco bulto y tan superficial como la presente. Lo que si hare es ofrecer a tu consideración la circunstancias de que en un tiempo en que apenas se ven sinos mera traducciones (por no decir malas) te presento en el género romántico una producción original. Pero no lo es tanto que no pueda rastrearse el origen y semblanza de las ficciones que contine, si se discurre por el vasto campo de la literatura, y se reconocen sus escondrijos. Nil sub sole novum. No obstante, si alguna vez he imitado, también he inventado otras, mas nunca traducido. No se crea que al escribir estas novelitas he aspirado a la gloria literaria, bien sé que esta no se alcanza por tan fáciles caminos; y el incognito que guardo prueba cuán lejos me considero merecerla. Tampoco me ha estimulado el interés; pues ¿Qué beneficio podría resultarme de un trabajo tan humilde? Mi objeto solo ha sido el de agradar y divertir, y el de animar con mi ejemplo a los que con más acierto y mejor pluma puedan cultivar este ramo, que en el día va haciendo tan grandes progresos y tanta aceptación tiene en la Europa. Con este preliminar, y con tales títulos a tu benevolencia, me aventuro, lector discreto, a poner en tus manos este ensayo, esperando formaras de él un juicio favorable, y que si no puedes elogiarle por su mérito, le perdonaras a los menos por su brevedad. Pero antes de pasar adelante, conviene referir una aventura que tuve en la biblioteca real, que, aunque parece no tener analogía con el asunto principal, no deja de venir al caso, y podrá intitularse.

El serrano de las Alpujarras

Son muy conocidas las montañas de las Alpujarras, famosa en la historia como que fueron teatro de la sangrienta y dilatada guerra que sostuvieron los moriscos contra el segundo Felipe. Los habitantes de estas sierras conservan hasta el presente tradiciones muy curiosas de sucesos ocurridos en aquellos contornos, de combates, hazañas y grandes hechos de armas. Aún saben señalar el sitio mismo donde halló muerte el intrépido don Alonso de Aguilar[1], cuando puesto de espalda contra un peñasco, hizo frente a un enjambre de moros, matando muchos de ellos antes que sucumbiese a la multitud que le acosaba: aquí enseñan los Silos[2] en que los africanos depositaban sus municiones y pertrechos de guerra; allí la cueva misma que sirvió de albergue al desventurado Aben-Humeya,[3] cuando la fortuna le fuera adversa. Todo en este territorio clásico respira historia, todo recuerda los tiempos de la caballería, y las pasadas gloria de la antigua España. Pero a vuelta de muchos hechos históricos andan mezclado algunos cuya verosimilitud no todos quieren admitir por ciertos visos[4] que tiene de fábula. En efecto, se asegura que desde el seno de aquellas montañas suelen salir voces extrañas y espantosas, y que a veces, como si se batieran dos ejércitos, se oye el estrepito de las armas y las carreras de los caballos. Aún hoy día afirman algunos haber visto allí, unas figuras que parecieran moros. De aquí ha nacido el misterio y el temeroso respecto con los que los naturales hablan de aquellas sierras y este podrá ser el origen de las admirables cosas que se dice haber ocurrido en ellas. Sea de esto lo que fuere, a mí no me basta en los anales de aquellos pueblos, y que no me toca averiguar verdades, sino contar de la misma manera que me la refieren.

Desde la falda, pues, de una de estas sierras descuella el pequeño, pero antiguo pueblo de Cadiar,[5] que si en otro tiempo fue celebre por el valor de sus moradores, y por haberse proclamado en sus cercanías a Aben-Humeya, el jefe de los moriscos sublevados,[6] no lo será menos ahora por la parte que le toca del suceso que voy a referir. En este pueblo vivía antiguamente un labrador sencillo, llamado Andrés Gazul, hombre de buena condición, y de un carácter sumamente dócil y pacífico, y sobre todo era un marido obsequioso y obediente. A esta última circunstancia debe de atribuirse, sin duda, aquella humildad de espíritu por la que vino a ser tan bien querido de todos y que le concilió la estimación general; ¡raro ejemplo de lo que puede la disciplina conyugal! Pues vemos que no hay genio tan fuerte y duro, que no ceda y se ablande al pasar por el crisol ardiente de la tribulación doméstica. Así, pues, era el tío Andrés el querido de su pueblo. Las comadres le protegían tomando su parte contra la implacable Gertrudis (que así se llamaba su mujer) en las frecuentes camorras que esta le suscitaba. Las solteras hallaban en él un árbitro imparcial en sus rencillas amorosas, y un mediador que componía las pendencias y restauraba la paz. De los muchachos, apenas había uno que no fuese partidario suyo, pues le acompañaba en sus juegos, les contaba cuentos y batallas de moriscos[7] y cristianos, en que los últimos siempre ganaban; y, en fin, sufría con paciencia todas sus aventuras. Así le querían ellos, así, cuando se presentaban en sus corrillos, le recibían con aclamaciones. En una palabra, hasta los perros, cuando pasaba Andrés, se abstenían a ladrarle.

Por desgracia se reconocía en la índole de Andrés un defecto fatal, y era una aversión insuperable a todo género de trabajo provechoso. No obstante, en algunas ocasiones se hacía notable su constancia y aplicación; pues se sabe que era hombre que llevaba los días enteros discurriendo por aquellas soledades, trepando montes y atravesando barrancos con la escopeta al hombro, sin más objeto que matar una perdiz o malherir algún conejo. Otras veces se le veía al pie de un arroyo convertido en pescador, sosteniendo una caña tan larga y pesada como una garrocha de picar; y estaba así, desafiando los rigores de un cielo abrasador, para volverse a fin sin sacar para el desayuno. Jamás solicitó en vano ningún vecino los auxilios de Andrés: al uno le podaba una parra[8], al otro le sembraba un campo, y en todo tiempo se hallaba dispuesto a intervenir en los negocios ajenos; pero en cuanto a cuidar de los suyos propios, ni a mirar por su hacienda, eso no había forma de que lo hiciese. “¿para qué, decía Gazul, me tengo de afanar en cultivar mi heredad, si me ha cabido en suerte un terreno pestífero, el más ingrato de toda monarca? Allí donde había de crecer el trigo, prosperaban los abrojos; donde pensaba coger garbanzos medran las malezas con admirable lozanía.[9] Si me hace falta el tiempo seco, luego diluvia; si necesito del agua, la tierra se abrasa de calor.” Por estos términos discurría Andrés, y mientras tanto su patrimonio se le iba de entre las manos, habiendo ya menguado tanto que solo le quedaba un huertecillo que escasamente le proporcionaba algunas hortalizas.

Los hijos de Andrés (pues también lo tenía) eran copia fiel de su padre, y seguían puntualmente sus huellas. Al mirar su desaliño, y al verlos tan traviesos y bravíos, cualquiera hubiera dicho que no pertenecían a nadie.

El amigo fiel y constante compañero de Andrés, era un podenco que se llamaba Tarfe.[10] Ambos corrían la misma fortuna, y uno y otro vivían sujetos a la férula de la tía Gertrudis; la cual tenía una ojeriza singular al pobre perro, pues le miraba como la causa de los extravíos de su marido, y como participe de sus excesos; y así se los hacia conocer por el duro trato que le daba. Era Tarfe un animal generoso, sin que le faltase valor y demás prendas que corresponden a un perro bien nacido. En los lances y en los peligros habría quedado siempre con honor: tan solo la cólera de Gertrudis aterraba su valentía. Lo mismo era entrar en cuidado por su casa, que ya desde los umbrales perdía su altivez; se le humillaba la cerviz, bajaba la cola, y se ponía en recelo a estudiar el semblante de su señora: notaba un movimiento de ira, veía alzar una escoba, un mano de almirez, y al punto lanzando un aullido, se precipitaba fuera la puerta.

Pasaban los años, los tiempos eran cada vez peores, y al paso que la hacienda y los interese de Gazul iban de menos en menos, las reconvenciones y clamores de su esposa iban de más a más. En medio de esta angustia, Andrés, muy lejos de pensar en la enmienda, procuraba el alivio de sus penas concurriendo a la tertulia del boticario, donde los hombres grave y principales de Cadiar, el alcalde, el escribano y el sacristán, tenían sus sesiones, y desplegaban los primores de su elocuencia sobre asuntos de economía rural, horas calculando el producto de las cosechas, horas pronosticando mudanzas en el tiempo, menos cuando alguna vez manoseaban la reputación de algún vecino. Creía Andrés seguro en este sagrado, y al abrigo de la persecución conyugal, pero se engañaba; porque aún de esta fuerte posición sabia desalojarle la formidable Gertrudis, presentándose allí mismo reprender a su relajado consorte.

La situación del miserable Gazul rayaba en la desesperación; y no quedándole ya más alternativa para huir de las labores de su heredad y despotismo de su mujer, que la caza, echó una tarde la escopeta al hombro, y en compañía de Tarfe, se fue para los montes. En esta ocasión, habiéndose alejado más de lo regular, se internó hasta lo más solitario y escabroso de la sierra; y después de haber hecho resonar un largo rato las cavidades de aquellas rocas con el repetido estruendo del arcabuz,[11] cuyos ecos retumbaban en el hondo valle, llegó insensiblemente a la cima de un escarpado cerro que dominaba todo el país circunvecino.

Rendido de tanta fatiga, determinó Andrés descansar allí un momento, y contemplar entre tanto el grandioso espectáculo que la naturaleza le presentaba. Tendió la vista, y por una parte se descubría toda la extensión de las alpujarras, erizadas de riscos y peñascos hacinados los unos sobre los otros y semejantes a las alborotadas olas de un mar embravecido. Por otro lado, se divisaba debajo de sus pies su lugar nativo y en torno de él se veía girar un raudo vuelo de águila real, ya remontándose pausadamente hasta las nubes, ya precipitándose por los espacios aéreos con la rapidez del rayo. Mas adelante se extendía un anchuroso valle, matizado de innumerables huertas y sembrado; y allá en la lontananza se columbraban, en medio de su deliciosa vega, las altas torres, los regios alcázares, y dorados chapiteles[12] de ínclita Granada.

Pero todo era casi perdido para Andrés, porque la disposición de ánimo en que se hallaba, o por mejor decir rudeza de su entendimiento, le hacían casi insensible a tan majestuosa perspectiva. Aquí fue cuando Gazul se abandonó por primera vez a las reflexiones más melancólicas, recapacitando allá en su mente los sinsabores y trabajos de su vida. Absorto estuvo algún rato en estos tristes pensamientos; y en tanto tocaba ya el sol el término de su carrera, y las lenguas sombras que caían de las montañas se extendían hacia el horizonte. Por fin, lanzando un suspiro, tornó Andrés en sí; y al disponerse a volver a su cabaña para evitar los gritos y reconvenciones de su esposa, oyó una voz que desde lejos parecía pronunciar su nombre. Volvió la cabeza a una y otra parte, y no viendo en aquellos silenciosos sitios objeto alguno viviente, creyó sería ilusión, más al punto resonó otra vez la misma voz, prorrumpiendo distintivamente en el grito de “¡Andrés! ¡Andrés Gazul!”

Un temor secreto se apoderó del pusilánime[13] de Gazul en este momento, pues en un punto y de tropel asaltaron su memoria todos los misterios y portentos de aquella sierra, y temblaba de que también a él le sucediese alguna terrible ventura. En esto Tarfe, que no se separaba de su lado, empinando las orejas y erizando el lomo, dio un ladrido sordo, y se puso a mirar receloso por las montañas abajo. Volvió Andrés la vista en aquella dirección, y vio una figura extraña que a pasos lentos se venía por las laderas del monte arriba, la cual, alzando la mano y la cabeza, le hizo señas de que bajase. Obedeció Gazul, ya fuese por miedo o ya por su natural condescendencia, y al acercarse a aquel objeto, vio un anciano venerable, vestido de una ropa talar, blanca como el armiño. Las hebras argentadas de su barba le llegaban hasta la cintura: traía un báculo en la mano; y una especie de turbante le cubría la cabeza. El anciano, con aire de autoridad y rostro grave, hizo nueva seña a Andrés para que le siguiese. Hízolos este así, y por parajes apenas pisados de planta humana fue siguiendo, sin desplegar los labios, a tan misterios personaje.

Anduvieron algunos pasos, y habiendo dado la vuelta al monte, fueron a desembocar en un rambladizo que se formaba de la reunión de uso cerros empinados que ceñían este recinto, figurando así un anfiteatro espacioso y sombrío. ¡Cual sería el asombro de Andrés al descubrir repentinamente en este sitio una lucidísima comparsa de caballeros moriscos bizarramente vestidos! Las marlotas recamadas de oro y plata, los turbantes de diversos colores, las relucientes cimitarras, y, en fin, el lujo exquisito de sus arneses deslumbraba la vista, llenando al pobre Andrés de una confusión inexplicable. Quería ya el temeros labrador volver sobre sus pasos para retirarse e incontinenti los moriscos le rodean, le detienen, y le saludan a la usanza mora, cruzando las manos sobre el pecho y haciéndole profundas zalemas[14]. En seguida le despojan de la rustica zamarra, la montera y las albahacas, y le visten un magnífico caftán[15] forrado de pieles de marta, y bordado de oro con franjas de lo mismo. Un precioso cinturón, guarnecido de piedras finas, ciñe su cuerpo, y a su lado pende un corvo alfanje damasquino de inestimable precio. Unos borceguíes de finísimo tafilete adornan los pies del serrano; y, por último, colocan sobre su cabeza un ancho turbante de tocas verdes y blancas, bandeadas de oro con muchas sartas de perlas. Sobre el turbante ondeaba un penacho blanco, y una media luna de diamantes centelleaba sobre su frente eclipsando la luz del día.

Ocupaba el centro del anfiteatro una antigua y frondosa encina, cuyas ramas, paramentadas de colgaduras de damasco sembradas de medias lunas, formaban un soberbio dosel. Al pie del árbol se había tendido una alfombra primorosamente labrada al gusto asiático, y encima de ella estaba colocado un ancho y mullido almohadón de terciopelo con borlas de oro y bordados exquisitos.

Crecía por momentos la admiración de Andrés a la vista de tan esplendorosa escena; pero subió de todo punto al ver que le conducen al dosel, que le sientan sobre el almohadón, y que habiéndole hecho nuevamente el más rendido acatamiento, suena un ruidoso golpe de música de cajas, timbales y clarines, y prorrumpen todos a una en la aclamación de “¡viva Aben-Humeya!”

En seguida se le acercan unos mancebos que le sirven variedad de dulces y sorbetes, le presentan el opio,[16] y deponen a sus pies una hermosa trípoda en que ardían los aromas más preciosos del Arabia.

“¡Cielos santos!” se decía el atónito serrano, ¡qué visiones son estas! ¡yo rey de Granada, yo musulmán! Pecador de mí, ¿no soy yo aquel infeliz labrador Andrés Gazul, el desventurado y asendereado marido de la áspera Gertrudis? Iba y venía nuestro Andrés en estas reflexiones, ya figurándose que era un sueño cuanto veía, ya atribuyéndolo todo a encantamiento, sin acertar en cosa alguna. Entre tanto los respetos más sagrados acaso hubieran cedido a los impulsos de la ambición; pero ya los efectos narcóticos del opio y los vapores de la trípoda le iban embargando los sentidos, y un letargo irresistible pesaba sobre sus parpados: así es, que inclinó la cabeza, cerró los ojos, y quedó sepultado en un profundo sueño.

Andrés, al despertarse, se halló en la cima del mismo cerro, y precisamente en el propio sitio, desde donde había visto al anciano de la barba blanca. Era un bello día de primavera: el nuevo sol comenzaba a herir con sus rayos de oro las altas cumbres de las Alpujarras, y las alegres avecillas celebraban ya con gorjeos su luminosa y vivificante presencia. Quedó Gazul suspenso algún instante, se estregó los ojos y empezó a mirar cuidadoso en derredor de sí. El extraño suceso de la víspera, y los objetos que había visto, ocupaban tan intensamente su imaginación, que no cesaba de buscarlo con la vista, pero en vano: todo se había desvanecido. “¿Será posible, dijo Andrés, que se me haya pasado la noche entera durmiendo en este monte? ¿pero qué han hecho los moriscos? ¿qué se hizo la dignidad y la pompa regia en que me vi? ¡luego todo ha sido ilusión! ¡y cuanto he visto no fue sino sombras vanas, solo ficciones de las fantasías!” Reparando en su vestido, vio que era la misma ropa rustica que solía llevar. A su lado estaba la escopeta, carcomida la caja, y el cañón amohecido: allí cerca halló también el zurrón[17] enteramente apolillado.

Pensó el pobre hombre perder el juicio: pues era tal el tropel confuso de ideas que le acometían, que cuanto más discurría sobre el caso, mayores dudas se acumulaban en su pensamiento. En esto echó de menos el perro; y no viéndole, se persuadió que se había descarriado en seguimiento de alguna pieza; dio un silbido, le llamó una y otra vez por su nombre, pero fue en valde: el eco solamente respondió al silbido y a la voz, y Tarfe no aparecía. Entonces determinó Andrés volver a visitar el lugar de la escena pasada, por si de esta suerte hallaba el hilo de tan intricado laberinto, y la solución de tantas dudas. Al ponerse en pie sintió tal rigidez en todas sus coyunturas, que el cuerpo parecía haber perdido su natural agilidad. Tomó la escopeta entre las manos, y cabizbajo y pensativo echó a andar por la misma senda que antes le había conducido al azaroso anfiteatro. Tropezando y cayendo por entre aquellas asperezas, pudo llegar a duras penas hasta el paraje donde debía estar la entrada del encantado país que buscaba; pero en su lugar encontró, con harta sorpresa, un peñasco enorme que le parecía tajado a cincel, y que le cerraba el paso. Un muro impenetrable le impedía seguir adelante; y para volver atrás, las dificultades vencidas y por vencer le aterraban y retraían. En este conflicto, y viéndose solo entre aquellas breñas, se le oprimió el corazón; y no sabiendo que partido tomar, miraba ansiosamente a todas partes por si hallaba algún consuelo en tanta pena. Volvió a llamar a el perro más no tuvo otra respuesta que el graznido de un ominoso cuervo, que desde lo alto de un elevado risco parecía que se burlaba de su turbación. Por fin, cobró animo nuestro serrano y haciendo un esfuerzo lo logró, no sin algún peligro, salir a terreno más igual, dirigiendo desde allí los pasos hacia su pueblo.

Estando ya cerca de él, encontró varias gentes que iban y venían; pero le causaba mucha novedad no conocer a ninguno; tanto más cuanto apenas había vecino en Cadiar con quien no tuviese alguna relación o intimidad. Todas eran caras nuevas: hasta los trajes parecían diferentes de lo que solían llevar; y todos invariablemente, al pasar por su lado, señalaban la mano, y le miraban con admiración y curiosidad. Esta acción tantas veces repetida dio lugar a que Andrés hiciese involuntariamente lo mismo, y bajando al propio tiempo los ojos, echó de ver con espanto que la barba le había crecido más de un palmo.

A la entrada del pueblo se vio en un instante rodeado de una multitud de muchachos, que luego le levantaron una grita descomunal, y se fueron detrás de él, burlándose de su facha extraña y de su deforme y canosa barba. Hasta los perros que solían ser antes tan amigos suyos, ya no lo reconocían, y saliéndole al encuentro le ladraban con desapacible porfía. No daba un paso sin hallar nuevos motivos para admirarse. Muchas de las casas que tan frecuentadas y conocidas tenia, habían desaparecido, y en su lugar se veían otras diferentes. Las caras que se asomaban a las puertas y ventanas también eran nuevas para él. En suma, las casas, las calles, los vecinos y el pueblo, todo para el desconsolado Gazul era nuevo, extraño y desconocido.

En medio de tan grandes novedades empezó el triste villano a entrar en aprensión, y sospechó que se le había trastornado la cabeza. Ya le parecía que él, y su pueblo, y el mundo todo, estaba hechizado; y tras un profundo suspiro: “Válgame Dios, exclamó, ¿en qué vendrá a parar todo esto? ¿no es este mi pueblo, de donde no hace más de un día salí? ¿no son aquellas sierras las Alpujarras, o será que todavía estoy soñando?” y acordándose entonces del anciano de marras. “¡Ah! Ese viejo maldito, siguió diciendo, ese barbón hechicero, es quien tiene la culpa de todo: nunca yo le viera, ni menos me fiara de él, que no me hallaría hoy en paso tan riguroso.”

Después de algunos rodeos que hubo de hacer para encontrar su propia casa, dio al fin con ella, y fue acercándose a la puerta no sin algún recelo, pues temía a cada instante oír los agudos acentos de la tía Gertrudis. Estaba la pobre choza hecha una ruina, el techo desmoronado, rotas las ventanas, y la puerta por el suelo. Por allí cerca andaba a sombra de tejado un perro flaco, ruin y hambriento, y muy parecido a Tarfe. Le llamó Andrés por su nombre; pero aquel no hizo más que enseñar los dientes, y volviendo las espaldas, siguió su camino. “¡Tú también, dijo Andrés, tú también me desconoces perro ingrato!” Entró dentro de la casa, y la halló desierta y abandonada. Dio voces; pero nadie le respondía: pasó a la cocina, y de la cocina al corral, y del corral a la cuadra, y volvió a llamar a su mujer y a sus hijos. Resonaron por un momento las paredes con su voz, y luego al punto todo era soledad y silencio.

Ya no pudo permanecer por más tiempo en este sitio, y saliéndose, se fue en busca de la casa de su amigo el boticario; pero también había desaparecido, y en lugar de la botica vio que se había construido un mesón.[18] A la puerta había un grupo de soldados y estudiantes, gente aciaga para nuestro aventurero; pues lo mismo fue llegar este allí, desgreñado y mugriento, con la escopeta al hombro, y una turba de muchachos en su alcance, que se movió entre ellos una gresca cual no se puede ponderar. Los soldados le preguntaban si venía a sentar plaza, los estudiantes decían si se habría desprendido de algún tapiz. Quien le tenía por un loco escapado de su jaula, quien por un jefe de bandoleros; y todos, en vez de responder derecho a las preguntas que le hacía Andrés, le aburrían con sus impertinencias, en términos que poco faltó para que del todo perdiese la paciencia el pacífico Gazul.

En esto salió el mesonero diciéndole: “Ea, buen hombre, apacígüese, y díganos lo que le sucede, qué quiere, de donde viene, y qué amigos o conocimientos tiene en este pueblo, que de todo daremos razón lo mejor que supiere.” Procedió Andrés entonces a preguntar por el boticario, por el escribano, y por otros amigos suyos, nombrándolo por su nombre y apellidos. “¡Jesús! Exclamó el mesonero, mire hermano lo que dice, porque todos, o la mayor parte de las personas que acaba de nombrar murieron cerca de veinte años.” “pues yo juraría, dijo Andrés, que ayer los dejé sanos y buenos en este pueblo, del cual soy hijo y vecino, y de donde dé no ha más de un día que salí; pero desde entonces acá todo ha mudado, pues ya aquí nadie me conoce, ni yo veo ni conozco a ninguno de tantos amigos y parientes como antes tenía.”

Aquí fue el prorrumpir en quejas el mísero Gazul, y el lamentarse de su suerte, pues se miraba solo y aislado en el mundo, sin amigos, sin casa y sin familia. Cada palabra que le decían en satisfacción de sus preguntas era un golpe que le traspasaba, acrecentando a un mismo tiempo su pena y confusión; pero al fin exclamó en tono desesperado: “¿Y aquí no habrá nadie que conozca a Andrés Gazul?” “Cómo si le conocemos, dijeron dos o tres de los circunstantes, desde aquí le podéis ver: miradlo ahí plantado en aquella esquina, donde está tomando el sol y fumando su cigarrillo ni más ni menos como lo hacía su padre que paz haya.” Miró Andrés y en efecto, vio un hombre de hasta unos treinta años, que se le semejaba tanto que parecía su mismo trasunto[19]. Figuraba se él cuitado estarse viendo a sí mismo, y con esto se acabó de confundir, de manera que llegó a dudar de su propia identidad.

En esto se presentó el alcalde, y le preguntó que quien era y como se llamaba. “Dios lo sabe, respondió Andrés; yo ya no soy yo mismo, soy aquel que está allí, y él debe ser yo. Ahora solamente se que anoche era Andrés Gazul; pero me quedé dormido en el monte, y ya no soy el mismo que era, ni el pueblo el mismo en que vivía, ni las casas, ni las gentes, ni ninguna cosa es hoy lo que era ayer.” Los que así le oían desbarrar se persuadían de que el pobre hombre estaba fuera de sí, y unos a otros se lo daban a entender por señas, meneando la cabeza y tocándose la frente con el dedo. Ya trataban de quitarle la escopeta y de asegurarse de su persona, cuando llegó felizmente allí una mujer joven que, haciéndose lugar por entre la gente, se empeñó en que había de ver al viejo barbudo que tanto movía la curiosidad de todos. Traía esta mujer en brazos un niño, que al ver a Andrés se asustó y empezó a llorar. “calla, Andresillo, le dijo la madre, y no temas, que el buen viejo no te hará daño.” El aire de esta mujer, su metal voz, y el nombre de la criatura, fijaron desde luego la atención de Andrés, despertando en su ánimo los más tiernos recuerdos: así es que no pudo menos de preguntar cómo se llamaba.

“Aldonza[20] Gazul,” respondió ella. “y tú padre,” preguntó Andrés. “¡Ah! Mi pobre padre se llamaba Andrés Gazul, y murió siendo yo niña. Hace veinte años que se fue un día a cazar a la sierra, y desde entonces acá no le hemos vuelto a ver, ni de él se ha tenido la menor noticia. El perro que le acompañaba s volvió solo a casa, pero mi padre sin duda ya no existe.”

Solo una cosa le faltaba saber a nuestro Andrés, pero titubeaba al preguntarlo: “dónde está tu madre,” dijo.

“¿Mi madre, la tía Gertrudis? También hace muchos años que murió.”

“Allá se la tenga Dios en la gloria,” dijo Andrés; pero con cierto tono socarrón que dejaba dudar si lo decía de alegría o de sentimiento. En seguida tomando entre sus brazos a Aldonza y a su niño: “Yo soy vuestro padre, dijo: yo soy Andrés Gazul, hija mía; y aquel que veo allí debe ser mi hijo, pues tanto se parece a lo que era yo cuando tenía su edad, que según tu cuenta hará ya veinte años, aunque para la mía no han pasado ni tampoco veinte horas.” Entre tanto salió de entre la multitud una vieja decrépita, que, acercándose a Andrés, se puso a mirarle de hito en hito, y después de un rato exclamó: “Él es, no hay que dudar, es el mismo Andrés Gazul: pero, compadre, ¿qué se ha hecho en tanto tiempo que no le hemos visto?” no tardó mucho Andrés en contar todo el suceso, puesto que para él habían sido los veinte años lo mismo que una noche, como que todo este tiempo lo había pasado durmiendo sin interrupción.

La admiración y el espanto se apoderó de los que escuchaban, viendo las maravillas que contaba de la sierra, con todo aquello de visiones de moriscos y demás que allí le avino. Pero no faltaron algunos espíritus incrédulos y rebeldes que se resistían a darle crédito; y ya le empezaban a tratar de loco y de embustero, cuando dio la casualidad de pasar por allí el sacristán, hombre sabido y leído, que hablaba por sentencias, citaba textos, y solía disparar latines. Este grave sujeto, les aseguró que podía ser muy cierto cuanto refería Andrés, pues ya sabían ellos las cosas extrañas que se contaban de aquella sierra, y como en ella se habían vistos las sombras de don Alonso Aguilar y del rey de los moriscos rebeldes; y que tuviesen por cierto que cuando en las tempestades se oían los truenos allá en la sierra, no eran truenos, sino el ruido de los desaforados golpes que estos dos se daban el uno al otro en las crudas batallas que trataban entre sí.

Satisfechos todos con razones tan convincentes, dieron a Andrés la enhorabuena de su regreso, aconsejándole que no volviese más a visitar aquella montaña, y su hija se lo llevó a su casa, donde vivió por muchos años con ella y con su marido, que era un hombre labrador hombre de bien y acomodado. Entre tanto, se daba Andrés no poca importancia con la relación de sus aventuras, que de puro repetidas se le llegaron a olvidar. Así vivió hasta verse en una edad avanzada, lleno de consideración, y respectado como patriarca y coronista de su pueblo. Por último, murió en medio del sentimiento general; y este es el día que en Cadiar se conserva afectuosamente la memoria de Andrés Gazul, el serrano de las Alpujarras.

  1. Considerado un bandolero y pirata morisco del siglo XVI. ↑

  2. Sótanos. ↑

  3. Fue el líder de la revolución morisca contra Felipe II. ↑

  4. Aspectos o apariencias. ↑

  5. Pueblo localizado en la falda de las sierras de Las Alpujarras, España. ↑

  6. La revolución de los moriscos en España fue una rebelión contra Felipe II porque este dictó la pragmática sanción de 1957, la cual limitaba los derechos culturales de los moros quienes formaban gran parte de la población del reino de Granada. ↑

  7. En el contexto histórico español, musulmanes convertidos al cristianismo. ↑

  8. Planta que cuelga de su propio albor. ↑

  9. Tierra lozana o joven. ↑

  10. Nombre de personaje cervantino. Se encuentra en la segunda parte del Quijote. ↑

  11. Rifle o escopeta. ↑

  12. Almohadillas. ↑

  13. Bueno para nada y cobarde. ↑

  14. Saludo o reverencia. ↑

  15. Túnica. ↑

  16. Sustancia con propiedades analgésica. ↑

  17. Bolsa de cuero. ↑

  18. Establecimiento donde se sirve comida. ↑

  19. Imitación ↑

  20. Aldonza Lorenzo (idealizada por don Alonso Quijano como Dulcinea). Personaje femenino del Quijote. ↑

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