VII
De la venida de don Gaytán de Sepúlveda, con otros inauditos sucesos que verá el que leyere.
Al siguiente jueves (que lo narrado fué un martes), llegó á la
delantera de la casucha un hidalgo viejo montado en una yegua pía. Era
don Gaytán de Sepúlveda, á quien la gente del país designaba con la
forma arcáica de su nombre de pila, sin duda por ser él un viviente
arcaísmo. Andaba don Cayetano de Sepúlveda al ras de los setenta años, y
se mantenía terne y activo de todos sus órganos, excepto de la vista,
por lo que usaba gafas muy fuertes de présbita, montadas en concha y con
vidrios laterales. Su rostro afilado más parecía de dómine que de lo
que era, un ricachón de quien se decía que traspalaba las onzas; mas
como ya no hay onzas, debía decirse que apilaba los fajos de billetes de
Banco. Llevaba un sombrero negro, achambergado, y un capote de barragán
que no soltaba hasta el cuarenta de Mayo, ó más. Era terrateniente,
fuerte ganadero y monopolizador de lanas, banquero rural, y de añadidura
cacique ó compinche de los cacicones del distrito; hombre, en fin, que á
todo el mundo, á Dios inclusive, llamaba de tú…
Acudió Gil á tenerle el estribo, al punto que salían á recibirle José y Eusebia, ambos con sonrisa de conejo, que es mixtura de risa y temor. Pasaron el visitante y sus amigos á la cocina. La plática fué breve, pues don Gaytán era hombre que ahorraba la saliva tanto como el dinero, y excesivamente modesto en todo, había suprimido el lujo de las vagas conversaciones. Después de darse y tomarse varias explicaciones, don Gaytán sacó un papelejo escrito y dijo á Caminero: “Amigo, ahorremos palabras. Fírmame esto, y se acabaron tus afanes. Y para redondear la cifra, que no me gustan picos, ya lo sabes, toma estas trescientas veinticinco pesetas. Ea, ya estás salvado por hoy… Mañana, Dios, que á los buenos no abandona, acabará de sacarte el pie del lodo”.
Firmó José, que por hallarse con el agua al cuello no veía nada más allá del momento presente. Mirándole trazar la embrollada rúbrica, don Gaytán masculló esta frase: “Y ya no tienes para qué escribirle á Bálsamo, que ya sabes que soy su poderhabiente para todo. Ya le diré yo que has pagado. Descansa, hijo, y ve tirando, que el que tira llega, y el que cae se levanta”.
Tanto José como Eusebia tuvieron que mostrarse agradecidos, porque si bien el viejo zorro les hipotecaba el mañana con el aumento de una deuda ya muy crecida, habíales quitado del pescuezo la cuerda que les ahogaba. Invitóle el ama á remojar el gaznate con vinillo blanco, del que siempre tenía corta pro visión para casos como el que aquel día se pre sentaba. Aceptó el viejo con gusto, y mientras se relamía entre sorbo y sorbo, sacó súbitamente de la memoria un asunto de interés que se le había olvidado. “Ya decía yo —exclamó— que algo se me trascordaba. Es que quiero pediros un favor. Tenéis aquí un jayán que vale por dos; ese Gil, de quien decíais que es una bestia para el trabajo y un ángel por la fidelidad. Como ahora, José, tu primer cuidado debe ser meterte en las economías, cédeme ese chicarrón, que á mí me hará buena obra, ya sea en Tagarabuena, donde no falta labor, ya en Micereses de Suso, donde tengo la cabaña. Tú le trataste de agostero, y lleva mes y medio contigo. Págale cuatro duros, que es lo que por hoy le debes, y yo me cargo con lo restante hasta San Agustín ó más, que según lo que él vale por su estampa y alzada, así como por su buen natural, pienso que lo tomaré para el año entero”. Rascándose la mollera, por lo duro que se le hacía ceder tan buen criado, Caminero dijo á su mujer: “¿Qué te parece, Usebia?” Y Usebia, haciéndose cargo de que no podían dar un no al ricacho camandulero, se violentó terriblemente para contestar: “Por mí, que se lo lleve”. Y al punto salió á la puerta de la casa para echar fuera un gran suspiro, que se levantó como tempestad dentro de su pecho.
Ajustada la cesión del esclavo, don Gaytán quiso antes de marcharse dar un golpe de vista á las tierras de Tordehita. Como José había de ir á Nafría y Gil al molino, Eusebia tuvo que acompañar al maldito vejestorio, y lo hizo muy á contrapelo por la gran ojeriza que le había tomado. Al volver de la visita campestre, que fué muy del gusto del hidalgo, éste bromeó con Eusebia, recordándole el feliz tiempo en que la tuvo de servicio en su casa de Tagarabuena, siendo ella mocita. En tales añoranzas, paróse el viejo; palpó con atrevida mano las mejillas y papada de la rústica jamona de buen ver, y con risilla desdentada soltó estos cínicos piropos: “No pasan años, Usebilla, y aún estás muy lozana, y como quien dice, tentadora de un santo. Si quieres que holguemos un ratico, me hallarás en Nafría de hoy en ocho”.
—¡Oxte, que pico… Oxte, que restregó, señor! Déjeme quieta.
—Respingona, párate un poco. Es un proponer. A Nafría puedes ir con el pretexto de llevarme unos pollos… que en buena ley nada harías de más, Eusebia, por el favor que habéis recibido de mí. Ea, no cocees, hija, que se te corre la albarda. Ten entendido que no estoy viejo ni cansado más que de la vista… Tú piénsalo, que de pensar las cosas nada se pierde…
Aceleró Eusebia el paso para zafarse de tal impertinencia, y volvieron á la casa, donde don Gaytán montó en su yegua y se fué bendito de Dios. Quedó concertado que Gil se reuniría con su nuevo señor en Nafría, entrada de la sierra, para seguir luego juntos hacia Tagarabuena… La despedida del mozo fué harto triste, porque él había tomado ley á sus amos, y éstos le querían, el ama con cariño más hondo y con mayor pena de la despedida, por ser pena y cariño disimulados.
Hallándose Gil en el obscuro establo dando á las vacas el último pienso que de sus manos habían de recibir, llegóse á él Eusebia con el propósito manifiesto de llevarle su ropa bien arregladita y el oculto de darle los íntimos adioses. Lo primero fué entregarle, para merienda en el camino, dos huevos asados en la ceniza, escogidos entre los más gordos; un cuarterón de pan, y sobre ello estas tiernas palabras: “Dos penas tuve contigo: la de no poder quererte á cara levantada, y la de ofender á mi marido, que es un santo. Santo él y yo pecadora, ahora viene el que te nos vayas, dejándonos á José y á mí muy desconsolados: á él, porque te quería para mulo de trabajo; á mí, porque te quiero para animal de mi gusto… Adiós, mi pino de oro; adiós, mi barragán florido”.
Al decirlo, echábale Eusebia los brazos y acariciaba los graciosos rizos que ornaban la frente de Gil… Este correspondió á las ternezas del ama, que maldiciendo la ausencia no quería dar por finiquitos sus criminales amores, y así le dijo: “Si te deja en Tagarabuena ese perro de don Gaytán, irás alguna vez al mercado de Pedralba, y allí nos encontraremos y podremos venir juntos hasta la espesura de Jos castaños de Algodre, donde loqueábamos sin que nos viera nadie: sólo Dios nos veía… y la burra y el Moro.” Gil asentía galanamente á todo, y ella, soltando y secando lágrimas, le despidió con las postreras ternuras: “Adiós, hijo. Dios te guíe, la Virgen te acompañe y á los dos nos perdone. Tras de tí se me quiere ir el alma. ¡Ay! Aquí me quedo penando por no verte y por la perrada que hago á mi José, que cuando el cuco canta él se rasca la cabeza… Adiós mil veces, pedazo de gloria, estrella de tu ama.”
Partió Gil atristado, mas con espera de mejor acomodo; que en él renacían vagas ambiciones. Y nunca fué más verdadero el viejo refrán Más mal hay en el aldegüela del que se suena, porque en la vecindad de la Usebia, y en todo el lugar, corría el vientecillo de que despedían al mozo por barraganía, y que cuando José Caminero salía al campo, los pájaros, cantando el cucú, le decían su mal… Llegó Gil á Nafría, donde pasó la noche: allí tenía don Gaytán un hato de doscientas cabezas. El nuevo amo partió de mañana, llevando consigo á Gil en un caballejo ropero, y al paso llegaron á Tagarabuena y de allí á Micereses, que es el cruce de la cañada real de Burgos con otros caminos pastoriles por donde los ganados subían á la sierra. El lugar y todo su contorno embelesaron á Gil; que si como tal Gil había visto poco mundo, como Tarsis refrescaba en su memoria las viajatas por Europa, y nada de lo que en ellas gozó igualaba en belleza á lo que miraba entonces. Bien es verdad que según se vean las cosas, así toman mayor ó menor relieve en nuestro espíritu. No es lo mismo admirar la naturaleza desde la ventanilla de un tren ó desde la terraza de un hotel, que contemplar un trozo de laderas y monte con absoluta libertad de espíritu, sintiéndose el espectador tan bravio y salvaje como lo que contempla, y siendo, en verdad, parte ó complemento del paisaje, sér de su sér, pincelada de su pintura, rima y cadencia de su poesía.
Los vellones de niebla que se desgarraban al calentar del sol, iban descubriendo las altas rocas y las mansas colinas, con un juego caprichoso que demostraba el bello desorden y las armónicas irregularidades de la Naturaleza. Por momentos se despejaban las cimas antes que los bajos; por momentos se iluminaba lo próximo mientras se encapuchaban los oteros lejanos. Cuando todo quedó desnudo de vapores, se vió brillar el verde húmedo de las diferentes matas y del intrincado follaje arbóreo que matizaba las pendientes, dejando calvas aquí y allí, ó escondiendo el cauce torcido de los regatos que bulliciosos bajaban rezongando entre piedras. Tal era Micereses de Arriba, desde donde Gil veía extenderse hasta lo infinito la llanada de Castilla, inmenso blasón con cuarteles verdes franjeados de bordadura parda, cuarteles de oro con losanges de gules, que eran el rojo de las amapolas. En medio de este campo iluminado de tan nobles colorines, aparecían desperdigados en la lejanía pueblecillos de aspecto terroso con altas y puntiagudas torres, como velas de fantásticos bajeles que navegaban hacia el horizonte.
Comió Gil con los pastores en medio del campo, donde sesteaban otras doscientas ó más ovejas, parte pequeña de la riqueza pecuaria de don Gaytán. Con fraternal confianza se sentaron todos en el santo suelo musgoso, formando rueda en torno del cazolón, y con cucharas de palo despacharon el condumio, que por la sazón del aire serrano y del bárbaro apetito, á todos supo á gloria. Luego trincaron, pasándose de uno en otro á la redonda un voluminoso zaque, y á todos les quedó el dejo de una pueril alegría. Y á medida que se aclaraba en el alma de Gil la conciencia de su anterior naturaleza, crecía su gusto de la vida villana, y en ésta, más que la ocupación labradora, le agradaba la pastoril, por gozar en ella de absoluta independencia de espíritu.
Al rabadán del hato que allí pastaba conoció Gil en Aldehuela. Sin más que el breve trato y yantar en Micereses de Suso, quedaron muy amigos. Llamábanle Sancho, y era un hombrachón como un castillo, de condición leal y ruda cortesía. Todo fué satisfactorio para Gil-Tarsis en aquel día risueño, porque el amo destinó á Sancho á la mayoralía de otro rebaño más copioso que no tardaría en venir por la Cañada Real á Micereses de Abajo, y con él iría Gil en calidad de zagal de segunda. Al atardecer partieron ambos á pie, y por el camino Sancho iba instruyendo al mozo de sus obligaciones, y dándole una ilustrada conferencia sobre el ordenamiento de los grandes rebaños, que vienen á ser como ejércitos, con su general en jefe, al que obedecen los pastores que rigen los distintos cuerpos ó masas ovejunas, con su impedimenta de vituallas y ropa, su vigilancia y guardería de perros, y su arte de campaña para ir por el camino más corto á los prados más suculentos.
Al amanecer de un claro día, hallándose Gil con su amigo en un sitio llamado la Cuernanava, por donde pasa el ancho camino pastoril, vió venir el rebaño grande de Gaytán, ó de los Gaytañes (que era cofradía de hijo y padre), el cual desde lejos se anunciaba por el grave son de les zumbos. Delante venía el mayoral con las manos colgadas del palo que sobre los hombros traía, y á un lado marchaban dos enormes carneros barbudos y bien cornados, de cuyos pescuezos pendían los cencerros ó campanos zumbantes. Seguía la grey apiñada, balando y apretándose unas reses con otras, como friolentas, pues ya dejado habían la riqueza de sus lanas en los esquileos de Santo Tomé de Nieva. Como un tercio de ellas eran merinas, las demás manchegas. Avanzaban poco, porque en los bordes de la cañada y en la cañada misma encontraban qué comer. Los pastores y zagales acudían á las que salían de Alas, trayéndolas con voces y amenaza de palos al apiñado conjunto que ondulaba marchando. Arreciaban los balidos; repicaban los cencerros con helénica armonía rústica de nacimiento del Niño Dios. Los perros diligentes corrían por los flancos de la comunidad restableciendo el orden y trayendo á filas, con ladridos y achuchones, á las ovejas desmandadas. En el centro del lanoso cotarro andante, se destacaba el caballo ropero cargado de morrales, en que traían el repuesto de aceite, vinagre y sal, que llaman cundido, el corto dinero para sus gastos, las sartenes y cazolones para sus comidas. Era un animal selvático y paciente, todo crinoso y peludo, contento de su suerte y servidor fiel de la cuadrilla, hombres y cuatropea.
Llegó la grey á un sitio llamado Sesmo de Trogeda, donde se cruzan la Real de Burgos con la Real de Soria; tomó por una chaparrada, después entró en el concejo de San Bartolomé del Querque, siguieron por la Hoya de Horcajada; de la Cañada Real pasaron á un camino transversal, que en lenguaje mesteño se llama cordel, y por él llegaron á Micereses de Yuso, donde pararon ya bien entrado el día. Allí tenían pasto abundante las ovejas, y los hombres descanso, conversación y un vislumbre de esparcimiento social.
Hízose allí el cambio de personal, quedando Sancho de generalísimo, con Gil á sus inmediatas órdenes, y después de mediodía siguieron su Camino por el Mojón de los Enebrillos, y por un largo y yermo campo, llamado Iloluengo, llegaron al sitio en que habían de pasar la noche, que era un otero verdegueante, salpicado de peñas, al que llamaban descansadero, sitio de abrigo y amenidad. Se hizo alto á prima noche, á punto que salía la luna, redonda y amarilla, dando al cielo gala, y á la tierra dulce y templada claridad.
Cenando las sabrosas migas, Sancho prosiguió la información que de la vida pastoril venía dando á su compañero. “Este oficio —le dijo— es el más holgado y menos enfermizo que conocen los hombres, y con ser tan antiguo como el roncar, no se ha encontrado cosa más arrimada á lo natural que esta vida nuestra. Probes sernos hogaño, tan probes como cuando adoramos al Niño Dios en el Portal de Belén. Pero la probeza es nuestra honra y nuestra paz. La mesma sopa y las mesmas migas que comíamos entonces comemos ahora, y la mismísima licencia de los amos tenemos para comernos la oveja perniquebrada, y alguna sobrera que en días de recio queramos matar… Desventajas tiene el oficio por un lado, y es que viva separadico de su mujer el pastor que la tenga, y que á todos nos falte calor y trato de hembra; pero, si bien lo miras, es por otro lado ventaja que estemos libres del quebradero que trae la vida con la mujer en casa, y del sobresalto de tener que cuidar de ella. Mejor es que Dios tome sobre sí ese cuidado, y nosotros vivamos en descanso, fiados en que la honra de ellas está á cargo de la Santísima Virgen y del Santo Angel de la Guarda”.
Todo esto le pareció muy bien á Gil, el cual estuvo de acuerdo con su jefe en que la ausencia y privación de mujer no había de ser absoluta, porque alguna vez entraban y se detenían en poblado. En lugares y villas ó en sus aledaños, milagro había de ser que no les salieran haldas á que agarrarse. Y á esto dijo Sancho con humor sentencioso y castizo: “Con lobos y con mujeres— toparás más que quisieres”.
Dentro de una gran rastrojera, cercada de piedra y que á los Gaytañes pertenecía, se acomodó el ganado. Algunos pastores se guarecieron en el chozo que en el extremo más elevado del cerco había. El ambiente era tibio y sereno. Gil, que gustaba de tumbarse al aire libre en noches plácidas de verano bajo un cielo esplendoroso, eligió para su descanso un lugar blando de hierba ya seca, al amparo de una peña que lo guardaba del Norte. Al rato de mirar al Armamento, echó la boina sobre sus ojos, y pensando que pensaba, lo que hizo fué dormirse… A una hora que le pareció la del alba por la claridad que vió en la faja de Oriente, despertó el zagalón sobrecogido, como si alguien le llamara. A un tiempo creyó sentir un golpecito en su cuello y una voz que le nombraba. Pero á su lado no había nadie. Despabilado y en pie, persistió la ilusión de la voz… Gil volvió sus miradas de nuevo hacia el resplandor creciente de la aurora.
Hacia aquella parte subía el terreno por escalones naturales de césped y de rocas bajas, y como á las diez varas de suave subida se veían enormes piedras de extraña forma, qué más parecían estar allí por colocación que por natural asiento. Unas había que semejaban deformes cuadrúpedos, otras osamentas de monstruosos animales de fauna desconocida. No faltaba cierta simetría en la erección de estos bultos de piedra sobre un suelo plano. Al fondo de aquel ingente propileo, vió Gil dos colosales monolitos plantados como columnas, y sosteniendo sobre sus cabeceras otro témpano horizontal. Pasando bajo aquel pórtico, vió una rampa, en la cual aglomeraciones musgosas parecían vestigios de una escalera. Subió el pastor hasta llegar á un túmulo, que también podía ser trono, y en éste… ¡Ay! Si no le engañaban sus ojos, si no era un durmiente que se paseaba por los espacios del ensueño, lo que vió era una mujer, una señora sentada en aquel escabel, y la maravilla de tal visión fué completada con otra maravilla de la Naturaleza. Precipitó el sol su salida, y sus rayos se esparcieron por el cielo en deslumbrador semicírculo y en disposición tan peregrina, que parecían salir de la cabeza de la señora, ó que ésta coincidía propiamente con el padre sol.
Del estupor y sobresalto que embargaron el ánimo del pobre Gil, cayó éste de rodillas, casi tocando la orla del vestido de la dama, y próximo á ella pudo advertir que se hallaba en presencia de la matrona que vió en la noche de su encantamento, escoltada por las ninfas ó amazonas galanas que danzaban con claqueteo de crótalos, y que á él le zarandearon de lo lindo… Reconoció la faz de augusta nobleza, los cabellos blancos, la severa vestimenta, la mirada benigna, el sonreír afable… Sintió Gil renovado el miedo intensísimo de aquella hora fatídica del encanto, y no sabía sacar de su oprimido pecho palabra alguna. La dama entonces, sin énfasis de teatro, sin tonillo de aparición fantástica, antes bien con el llano y gentil lenguaje que emplear podría cualquier señora viva de la más ilustre clase social, le dijo: “Sosiéguese el buen Tarsis y no se asuste de mi presencia, ni vea en ella un caso sobrenatural para regocijo de niños y pastores inocentes… Yo soy quien soy; mi reino no es el cielo, sino la tierra, y mis hijos no son ángeles, sino hombres”.
Oyendo estas palabras, Gil se fué recobrando de su pavura. A una señal cariñosa de la dama se puso en pie, y otra señal, maternalmente imperativa, le indujo á sentarse en un pedrusco frontero al que la prodigiosa figura ocupaba. Con nuevos alientos, pudo sacar de su pecho estas graves expresiones: “Señora, la gloriosa majestad que en tu semblante y modos se manifiesta, me dice que eres reina, divinidad, espíritu que por su propia virtud se hace visible”.
Y ella dijo: “Reina es poco, divinidad es demasiado; espíritu y materia soy, madre de gentes y tronco de una de las más excelsas familias humanas. Adórame si vivo en tu sentimiento; pero no me rebajes á la condición de imagen erigida en altares idolátricos”.
Se adelantó Gil con piadosa efusión á besarle la mano, y ella, requiriendo la del pastor como apoyo para levantarse, dijo así:
“Vieja soy, hijo mío; pero mi ancianidad no es más que la expresión visible de mi luenga vida. Debajo de estas canas llevo escondida mi juventud para cuando sea de mi gusto mostrarla. Vivo en todos y en cada uno de los dominios que poseo. Si hoy me has visto en este triste collado, es porque aquí suelo venir atraída de fuertes querencias atávicas. Yo también he tenido infancia. Estas piedras adustas me vieron mozuela, más bien niña, ofrendando á dioses que ya se fueron para no volver. Soy más vieja que las lenguas, más vieja que las religiones, y he visto pasar pueblos como pasan tus ovejas por mis cañadas seculares… Pero ya es hora de que me dejes y te incorpores á tu rebaño, que ya está el buen Sancho disponiendo la marcha. Vuelve á tu majada, hijo mío, y si deseas verme y hablarme con descanso, yo deseo lo propio, ya que estás encantadito para bien tuyo y mío, como te diré… Andaréis todo este día y parte de la noche, hasta llegar á beber en aguas de mi Duero. Pasando el río por mi San Esteban de Gormaz, seguiréis por el camino que va de este pueblo á mi querida ciudad de Hotzema, que ahora llamáis Osma. En un punto, que yo escogeré, de ese largo camino me hallarás… Adiós, Tarsis. No te entretengas, Sancho te busca: vais á partir. En el chozo tienes tu desayuno, pan con torreznos. No dejes de tomarlo (con elegante humorismo), ni por hablar conmigo creas que eres sólo espíritu. Hay que comer, hijo. Yo también como. (Mostrando un pan celtíbero de centeno y miel.) Adiós, hijo. Tu Madre no te olvida”.