IV
Cuéntase la rigurosa desdicha del caballero, seguida de sucesos increíbles.
Pasados bastantes días, cercana ya la inauguración ó apertura del
verano, cayó sobre el caballero Tarsis una fuerte desdicha que le puso
fuera de sí. La sacudida que agitó su alma le llevó del pesimismo á la
desesperación, y eran de oir sus voces iracundas, eran de ver sus gestos
de rabia, como de hombre que se pierde en un laberinto y no sabe qué
camino tomar para salir de él. Ello fué que cuando parecía pan comido la
boda del caballero con la chica de Mestanza, tan pelada de carnes como
guarnecida de riquezas, de pronto los padres de ella volvieron de su
acuerdo; vaciló por unos días la novia, fluctuando entre la obediencia
filial y un amor desabrido, hasta que al fin se le notificó oficialmente
al Marqués de Mudarra que no había nada de lo dicho, y que podía llamar
á otra puerta.
Indagado el motivo de tal infracción de la regla social, se puso en claro que los padres de la niña cedieron al consejo y halago de otros Padres, que así se llaman por serlo de las almas, y regidores de las conciencias. En una grave conversación que tuvo Tarsis con su excelso padrino Torralba de Sisones, confirmó éste lo que públicamente sonaba. “Desde que empezaron tus relaciones con esa que parece el espíritu de la golosina —le dijo—, te advertí que procurases poner en tus palabras el sentido más católico, y que no dejaras escapar en aquella casa concepto ni apreciación, ni siquiera chiste, que dañe á la única religión verdadera, ó al culto, ó á sus ministros. Sé que no me has hecho caso; no has sabido refrenar el flujo de las frases irónicas y punzantes para lucir tu ingenio. Bien merecido te está el desastre; porque del otro lado… yo lo supe hace un mes y traté de estar al quite… del otro lado los Padres trabajaban contra tí y en favor de un joven muy arrimado á ellos desde su tierna infancia. Pues ya sabes que te ha desbancado Luisito Codes, no necesito decirte de dónde ha venido tu desgracia, porque esos benditos Padres protegen á los chicos buenos, dóciles y observantes de la ley de Dios con celo y maneras devotas. Natural es que miren por esa juventud recoleta, y que traten de formar familias cristianas, ayuntando á los muchachos de conducta ejemplar con las chicas bien dotadas. Es una labor social muy meritoria que asegura la perfecta ortodoxia de la generación futura”.
Respondió Tarsis á estas razones con el desprecio y burla de los de Mestanza, de su dinero y de la niña descarnada y angulosa. Su amor propio se rehizo al instante, y recompuso con excelentes reflexiones el castillete de su dignidad. Pasados dos ó tres días volvió el padrino á la carga de sus consejos, encareciéndole que redujese á la mitad sus gastos, rebajando en mayor proporción sus apetitos y goces desaforados, y por fin de fiesta le dijo:
“Sujetándote á un plan de moralidad y economías, puedes esperar tranquilamente la ocasión de otra jugada como la que has perdido. Herederas ricas abundan. He tomado lenguas del género disponible, y sé que en todas las clases sociales las encontrarás. De una me han hablado que, á más de única y millonaria, es bonita de cara y cuerpo. Pero temo que no te agrade por su extracción demasiado baja. Su abuelo materno, á quien conocí mucho, tuvo la contrata de limpieza de pozos negros, y luego explotó la industria de aprovechamiento de animales muertos, en la cual ganó t cuanto quiso. El padre de la chica vino de Cuba, al terminar la guerra, con un capitalazo. ¿Cómo lo hizo? Acerca de esto se cuentan horrores. De la señora, es decir, de la madre de la rica heredera, se susurra si tuvo ó no tuvo en la Habana elegantes mancebías… Ahora tú verás. La muchacha es linda y discreta, si bien un poquito achulada, y escribe sin la menor idea de lo que es ortografía. Por si quieres conocer á esta familia, te advierto que este verano irán á Biarritz á darse pisto”.
No se entusiasmó aceleradamente el buen Tarsis con la extravagante proposición del padrino; pero tampoco la echó en saco roto, pues su idea fija era encontrar una mina que le proveyera profusamente de cuanto necesitase para vivir en la elegante holganza de caballero noble y pesimista. Dinero buscaba y quería, viniera de donde viniese. La sociedad no es aquí tan escrupulosa que repudie la riqueza por la ruindad ó porquería pestilente de sus orígenes… Las tristezas de su fracaso disimuló Tarsis en la vida de club, donde pasaba medio día y media noche abrevando su espíritu en el chorro de las conversaciones fútiles y perezosas. Se aburría variando la traza y colores de su irisado ensueño. Los amigos ya conocidos y los hermanos Pinel, sus directores políticos, constituían parte mínima de sus relaciones, muchas de las cuales eran flor de casino, que en él crecían y en él se cultivaban. De estos amigos, algunos eran peores que él; otros le superaban, si no en ingenio, en el buen gobierno de su hacienda. Los había riquísimos; los había que ociosamente y con toda elegancia vegetaban en disimulada ruina.
Transcurrió el verano, que el caballero pasó en las estaciones de moda, y ni en ellas ni en el dulce otoño de Madrid encontró el filón que buscaba. Las niñas ricachonas se le escabullían de las manos cuando hacía presa en ellas: la señorita de Porcuna, nieta del explotador de pozos negros, prefirió á un capitán de Ingenieros, y otra, muy bella, huérfana millonada nacida en Bogotá y recriada en la Argentina, le entretuvo por meses y le plantó al fin, prefiriendo á un desabrido diplomático. Y de este fracaso hubo de quedar más llagado y dolorido que de los otros, porque se prendó locamente de la bogotana, tan adorable por su gallarda hermosura como por su fino, seductor talento. Su nombre era Cintia, de dulce sabor pastoril y pagano, y le caía tan bien, que habría desmerecido su gentileza si la llamaran Manuela ó Francisca. En las americanas se advierte cierta inclinación á paganizar los nombres, cual si quisieran iniciar una graciosa escapada de las sombrías esferas del cristianismo. Así lo pensaba Tarsis, en cuya mente y corazón quedaron para siempre estampadas la imagen y asperezas de la hermosa colombiana.
Y corriendo los días aumentaron de tal suerte los infortunios del caballero, que llegó á tenerse por el más desdichado de los hombres. Golpe tras golpe iba perdiendo el caudal heredado, y cada vez que le visitaba el siniestro Bálsamo era para notificarle un nuevo desastre. Supo el triste caso de tener que malvender una de las mejores fincas rústicas de la casa para el pago perentorio de una deuda de juego, y recoger ó renovar parte de los pagarés usurarios. Viendo cómo se deshacía su fundamento social, sin que ni en sí mismo ni en el mundo exterior viera el remedio, el Marqués de Mudarra se fué abismando en tristezas y murrias que afectaron á su propio carácter después de influir en sus costumbres, en su elegancia y hasta en sus estilos de vestir. Esquivaba la sociedad, dándose de baja en sus visitas y relaciones, y á tal punto llegó en su requerimiento de la obscuridad, que en la primavera de aquel año muchos de sus amigos creyeron que se había condenado á emigración voluntaria ó forzosa.
El Marqués de Torralba y Ramirito Núñez, como buenos cristianos, no negaban al amigo la consolación de leales consejos; mas nunca le llevaron el desenlace de ningún conflicto, ni el alivio de sus ahogos. En tanto, pasaban meses sin que el gran Becerro entristeciera con su esmirriada persona la casa del que fué opulento amigo. ¿Para qué había de ir si estaba totalmente seco el manantial de los socorros? Por referencias fidedignas supo Carlos que Augusto padecía grave mal de miseria, y que recluido en su casa engañaba el hambre con las hartazgas de erudición. Día y noche trabajaba sin levantar mano en un prolijo estudio de la vida y sapiencia del famoso prócer don Enrique de Aragón, Marqués de Villena, reputado en su tiempo por letrado, astrólogo y alquimista, con ribetes de nigromante ó brujo. Despertó esto la curiosidad del caballero, á quien toda novedad distraía por momentos de su aplanante hastío, y allá se fué.
Nunca había estado Tarsis en la morada de Becerro, calle de Don Pedro, altísimo piso de una casa vieja y de grandes y desniveladas anchuras, que fué palacio de aristocracia hoy fenecida, ó aposentada en sitios más gratos. Llamó el caballero; le franqueó la puerta una persona que la obscuridad hizo invisible. Pisando baldosines rotos, que tecleaban con ruidillos que más parecían de risa que de llanto, llegó Carlos á la sala, toda libros, toda polvo, toda mugre, llena de cosas tuertas, cojitrancas y bizcas. Los estantes se caían de un lado, los rimeros de libros no tenían aplomo. Había desequilibrios inverosímiles, infolios que se balanceaban sobre rollos de balduque, papeles de mil formas acumulados sobre mesas perláticas, y sostenidos, para que no los arrebatase el aire, por una mano de bronce ó una pezuña de mármol. Ventana torcida y balcón ancho, desiguales en tamaño y forma, como un doble mirar oblicuo, daban paso á la claridad, verdosa del empaño de los vidrios.
Aunque en aquella caverna papirácea de inclinado techo, no había esqueleto ni lechuza, ni retortas sobre hornillo, ni lagartos rellenos de paja, Tarsis creyó hallarse en la oficina de nigromante ó alquimista que nos dan á conocer las obras de entretenimiento y las comedias de magia. En un costado de la estancia, tras una mesa que desaparecía bajo la balumba de libros viejos y rancios papeles, emergía Becerro, dejando ver tan sólo medio cuerpo. Extremada era la delgadez exangüe de su rostro. A su amigo miró con ojos espantados, tardando un rato en reconocerle.
“Augusto —le dijo Tarsis cariñoso, poniéndole la mano en el hombro—, no esperabas esta visita. Vengo á enterarme de tus trabajos, vengo á charlar contigo, vengo á”.. Después de breve pausa, el caballero puso unos duros sóbre la mesa, diciendo: “Aunque ahora estoy muy mal, chico, siempre hay algo para tí”.
—Gracias, Asur —dijo el sabio sin tomar el dinero—. ¿Para qué te has molestado? El oro, la plata y los billetes, han llegado á serme indiferentes. Sabrás que ya no como… Todo es cuestión de acostumbrarse, de hacerse á no comer. Es una educación como otra cualquiera. Algún trabajo me ha costado adquirir este supremo hábito del perpetuo ayuno, de la emancipación del alma… ¿Sabes ya que me ocupo del Marqués de Villena, primer apóstol de las ciencias físicas en España, y precursor de esa otra ciencia que nos enseña las leyes y fenómenos del universo suprasensible?.
Quedaron suspensos los dos amigos, mirándose uno á otro. Tarsis rompió el silencio, diciendo: “De ese Marqués de Villena se cuenta que era algo así como brujo, hechicero”. A lo que respondió José Augusto que tales denominaciones aplicadas por el vulgo son el reconocimiento que las almas inocentes hacen de las verdades no comprendidas… Pero antes de meterse en tan laberíntico terreno, Becerro dió conocimiento á su amigo de lo que ya tenía escrito de su magna obra, á saber, la condición y alcurnia del de Villena, su historia completa desde el nacimiento, su boda con doña María de Albornoz, sus desavenencias matrimoniales, el repudio de doña María, las locas ambiciones del prócer por obtener el maestrazgo de Santiago, su saber de humanista, de astrólogo, de químico; su figura, en fin, achaparrada, y su habla enfática y pedantesca… El amigo, con tan hábil pintura, acabó por conocerle como si le hubiera visto y tratado. Callaron de nuevo, y Tarsis, que anhelaba lo extraordinario y maravilloso, único alivio de su agobiada voluntad y solaz de su abatido entendimiento, llevó la conversación al terreno de las mágicas artes, que á su parecer, opinando como el vulgo, están relacionadas con la malicia y sutileza de Lucifer. Los hombres le estomagaban; anhelaba trato y conocimiento con los demonios.
Por toda respuesta, el sabio mostró á Tarsis un montón de librotes y le dijo: “Aquí tengo los autores españoles y extranjeros que tratan de magia y artes hechiceras, libros de tanta amenidad, que yo me los he leído cuatro veces de cabo á rabo, y aún he de gozar por quinta vez de tan entretenida y sabia lectura. Cógelos, apúralos hoja tras hoja, y pasarás ratos, horas, días, semanas y meses deliciosos”. Agradeció Carlos el obsequio, y se abstuvo de meter sus ojos en aquel zarzal. Con prodigiosa memoria y sin abrir los mamotretos, Becerro le hizo cuento y noticia de ellos, á saber: Andrés Cesalpino, Jacobo Sprengero, Juan Niderio, Abad Gunfridus, que escribieron en latín, y don Sebastián de Covarrubias, definidor castellano del hechizo; el Padre Martín del Río, y el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo, que refiere los artilugios maléficos de los indios.
Lo que mayormente colmaba el asombro de Tarsis era que, hallándose Becerro en absoluto ayuno, tuviese la lengua tan destrabada y el cerebro tan listo para verbalizar las ideas. Hablaba como una taravilla, con dicción clara y aliento fácil. Dudoso el caballero de la efectividad de tal prodigio, le interrogó de nuevo. “No sé ya lo que es comer —dijo Augusto con sequedad de palabra y de intelecto—. Tan olvidado tengo el comer, que ya no sé cómo se come. Serías feliz como yo lo soy, querido Carlos, si llegaras á este perfecto estado, que trae, entre otros beneficios, el de la abolición radical de la Economía Política y otras ciencias vanas inventadas por los glotones.
—He olvidado preguntarte por tus hermanas —dijo el de Mudarra, apurando su investigación—. ¿Dónde están esas nobles señoras?
—No podrás verlas, Carlos —replicó el sabio llevándose la mano á la frente para quitarse unas telarañas—. Viven y mueren en su grande elemento… No entiendes esto, ni lo entenderás mientras permanezcas en el estado de comercio mundial, ó sea de ignorancia”.
Tales desvarios despertaron más la curiosidad del visitante, que, sin decir nada al amigo, emprendió una inspección ocular por toda la casa, en busca de la explicación del misterio. Recorrió aposentos, rincones y pasillos, hallando en unos enormes fajos polvorosos de papeles impresos y manuscritos, en otros sillas y trebejos inútiles. En una estancia con estructura de cocina, no vió carbones, ni ceniza, ni aun señales de que se hubiera encendido lumbre en mucho tiempo; no vió pucheros ni cacharros, ni más que fragmentos de loza, utensilios rotos. Como sintiera el tembliqueo de los baldosines, indicio del paso de alguna persona, se fué tras el sonidillo, creyendo encontrar á quien le había franqueado la puerta; pero ni sombra ni rastro de persona vió por parte alguna.
Después de vagar un buen rato volvió á en centrarse en la sala, donde Becerro continuaba tal como le dejara, atento al papel en que escribía con firme pulso y sin levantar mano. No se detuvo allí el curioso, que ansiaba explorar la otra parte de la casa, y por una puertecilla que cerca de la mesa del nigromante se abría, pasó á un gabinete mejor apañado y dispuesto que lo demás de la vivienda. En él vio la cama sin sábanas, doblados por la mitad los colchones. Algo de inveterado y permanente en el doblez de los colchones revelaba que si el señor de la casa no comía, tampoco dormía… Fijóse Tarsis en dos cuadros y dos tablas de escuela flamenca, representando escenas religiosas con fondo de arquitectura y paisaje; y siguiendo su observación de izquierda á derecha, dió con sus miradas en un hermoso espejo con negro marco… Allí fué su estupor, allí su pasmo y sobrecogimiento.
Por un rato no dió el caballero crédito á sus ojos: se acercaba, retrocedía. Mas el cristal, que era de una limpidez asombrosa, no copiaba la imagen frente á él colocada. En vez de verse á sí mismo, Tarsis vió en el cristal, como asomándose á él, la propia y exacta imagen de la damita sud-americana, de quien estaba ciegamente enamorado. Miróle ella gozosa y risueña, mostrándose en la faceta más sugestiva y brillante de su hermosura, que era la dulce alegría. La suspensión del ánimo no fué tal que el caballero dejara de romper el silencio. “Cintia —exclamó casi pegando su rostro al cristal, sin que por esta proximidad se acercara también el de la linda bogotana—, Cintia, ¿eres tú de verdad, ó eres pintura, artificio de la luz en el vidrio, por obra del discípulo de Lucifer que vive en esta casa?
—Soy yo, Carlos de Tarsis. ¿Verdad que es gracioso vernos aquí? Yo no ceso de reírme…
—Sácame de esta horrible duda, Cintia. ¿Es esto un casa encantada?
—Encantada no. Yo estoy en mi casa. Acabo de levantarme.
—¿En tu casa de Madrid?
—Ño, tonto: estoy en París. Ayer compré este espejo en casa de un anticuario. Hoy, verás… me dan ganas de mirarme en él, y… ¡qué sorpresa, qué gracia, qué chiste tan modernista! Cuando creía ver mi cara en el espejo, veo la tuya.
—Esto me aterra, Cintia.
—A mí no. ¿Sabes, Carlos, que aquí me encontré con unas amigas argentinas muy simpáticas? No sabíamos qué hacer y nos hemos puesto á estudiar eso que llaman ciencias ocultas. Es divertidísimo, puedes creerlo. Tenemos una profesora que se llama Madame de Circe, y un adjunto chiquitín, Monsieur de Tiresias, que adivina cuanto hay que adivinar. Por las noches nos dan sesiones deliciosas en que oímos ruido de platos por el techo, y roce de manos que pasan arrebatando los objetos. Créelo: nos divertimos la mar.
—Mientras te oigo, hermosa Cintia —dijo Tarsis, abrumado de tristeza—, pienso que me he muerto, y que estoy vagando en el inmenso tedio de la inmortalidad, como astilla flotante en el Océano.
—Vivir y morir todo viene á ser lo mismo —replicó Cintia, mostrando la doble carrera de sus lindísimos dientes al desplegar los labio, en franca risa—. Ha sido para mí una suerte muy grande verte ahora, cuando creía que ya no te vería más, Carlos. ¿Es esto milagro, es esto hechicería? Sea lo que fuere, yo me alegro” de poder decirte que no me he casado. —¡Cintia!
—Que no me he casado con el diplomático. ¿Cómo quieres que te lo diga? Reñimos hace quince días por una simpleza… Un poco tarde, pero á tiempo aún, vine á conocer que no le quería. Es un cuco, un egoísta como todos… Vienen al olor de una rica dote…
—Cintia, tu riqueza te da derecho á despreciarnos. Quisiera que fueses un poco menos severa conmigo.
—Sí que lo seré… pero ahora, caballero Tarsis, no puedo entretenerme más… ¿Qué, qué ibas á decirme? He visto en tus labios una palabra que se ha retirado antes de sonar.
—Iba á decirte que nunca te vi tan bella como ahora te veo.
—¡Qué tonto! Estaré horrorosa. ¡Hace un rato que salí del baño! Me envolví en este ropón, y me acerqué al espejo para mirarme…
Aunque oprimía la vestimenta contra su busto para taparlo bien, aún exageró el movimiento pudoroso hasta no dejar ver más que la cabeza. El galán la contemplaba embelesado. La visión dijo: “Me parece, caballero Tarsis, que ya es hora de que te deje en paz… Retírate tú también por tu lado”. Se alejó sin volver la espalda, hasta quedar en término lejano; hizo con la mano un gracioso saludo, y desapareció como luz extinguida por un soplo.