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El Caballero Encantado: XXII

El Caballero Encantado
XXII
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XXII

Befiérense, con el vía-crucis del caballero, las escenas de pobretería en el corral de Pitarque.


Cuando Gil, don Quiboro y la pareja de mendigos entraron en el corralón, de traza y vestigios de claustro, ya había en éste gente pobre. En uno de los grupos reconoció Gil á los volatineros que había encontrado en el camino de Matalebreras; mas por el pronto no quiso darse á conocer. Formaban ruedo junto á su carro, en actitud de preparar la cena. Luego se hizo cargo del local paseando en redondo, y vió desde fuera la taberna, lonja y demás aposentos. Al volver junto á don Quiboro, recogiéronse, por indicación de éste, en el ángulo más próximo á la puerta, donde unos sacos de paja les brindaban cómodo asiento. Liándose en su manta, el maestro dijo á su incógnito amigo: “Aquí estamos como en atalaya. Por causa de mi corta vista no veo más que el resplandor de las hogueras que algunos encienden ya para guisar. Sirvan los buenos ojos de usted para descubrir ollas ó sartenes, y ver si hay entre tanta gente un alma buena que nos convide”.

—Sí habrá, señor don Quiboro —replicó el caballero—, y en último caso, nos convidaremos nosotros…

Antes que terminara la frase, fué tocado en el hombro por un sujeto, en quien al punto reconoció á su compañero de la cárcel de Sigilen za, Tiburcio de Santa Inés, el cual, soltando el chorro de su locuacidad, contó que se había escapado de la prisión por un patio interno, al cual pasó aprovechando descuidos del alcaide, y favorecido por un empleado del Ayuntamiento, amigo suyo. No creyó Gil prudente explicarle el cómo, dónde y cuándo de su recobrada libertad. A la pregunta de don Quiboro, “¿quién es este señor?” respondió Tiburcio: “Yo soy una víctima de la justicia; á mí me han despojado de mis bienes los infames Gaitones, plaga de esta tierra, valiéndose de leyes retorcidas y aplicadas al mal… Antes de contarles mi caso, si quieren oirlo, dígame, señor anciano, si es usted de la curia, pues tal me ha parecido por sus gruñidos, sus guedejas y el metal apagado de la voz. Si es de la justicia, abrenuncio y me voy al lado de enfrente.

—Cálmese, buen hombre —dijo con hueca voz don Alquiborontifosio—. Yo no soy de la justicia; soy de más abajo; pertenezco á la última fermentación de la podredumbre del Reino… Ya ve usted por mi pelaje cómo acaban los que, enseñando á la infancia, allanamos el suelo para cimentar y construir la paz, la ilustración y la justicia… Siéntese á nuestro lado y cuéntenos lo que quiera, sin dejar de echar una miradita á las ollas y calderos, que á mi parecer ya están puestos á la lumbre. Si esto es ilusión, no me la quiten los hombres de buena vista”.

En los sacos de paja se sentó Tiburcio, á quien mejor que á nadie cuadraba el mote de Pobrecito hablador, y con fácil vena dió principio á su cuento, que no es fábula muerta, sino historia viva: “Una huertecilla heredé de mi padre, y un prado muy bueno, y con ambos predios lindaba otra huerta de mayor cabida, perteneciente á Zacarías Escopete, consuegro de don Crisanto Gaitón… Hace un año dió Zacarías en la tecla de que yo le había de dar paso por mi huerta al carro que le llevaba el abono para la suya… Me resistí; no había memoria de tal servidumbre. Los amigos me aconsejaban que cediera, pues de no hacerlo, el vecino me causaría mayor perjuicio, por ser yo pobre y él un ricacho que hace de la justicia lo que le viene en gana… En mal hora me resistí, parapetándome en mi derecho. El parapeto de nada me sirvió, y el maldito Escopete me puso la demanda… Todos los vecinos se prestaron á declarar que en ningún tiempo habían visto que mi huerta fuera paso de servidumbre para la del otro… De nada me valió el testimonio de medio pueblo, y el juez municipal nombrado, como toda autoridad, por el Gaitón, á quien parta un rayo, sentenció condenándome á dar paso al carro y pagar las costas”.

—¡Vaya por Dios! —exclamó don Quiboro—. Con apelar usted al juez de primera instancia, que forzosamente había de revocar sentencia tan absurda, estaba usted salvado.

—¡Que si quieres! Eso es lo justo; pero váyale usted con justicias á los hombres malos que sin más ley que su egoísmo oprimen al pobre.

—Tiene usted razón. Por eso ha dicho la sabiduría popular: No vive el leal más que lo que quiere el traidor. Siga.

—El juez de primera instancia, que es también hechura del Gaitón, fué y ¿qué hizo? Pues confirmar la sentencia y condenarme también en costas… Encontréme, como el otro que dice, con la soga al cuello. Del Juzgado me avisaron que fuese á pagar las costas, que eran doscientas treinta y tantas pesetas… ¡Ay, Dios mío, qué apuros! En la casa del labrador pobre suele haber frutos para ir comiendo; pero tal cantidad de pesetas no las hay sino en contados días… Dejé pasar el tiempo en espera de la fiesta del pueblo… buena ocasión para vender unos novillos… Cuando más descuidado estaba yo, el juez municipal recibe un oficio del otro juez más alto, ordenándole que me embargara las fincas por valor de quinientas pesetas, y el hombre no anduvo perezoso para la diligencia. Vino á mi casa y me embargó el huerto, y por si no era bastante, el prado… Nada, que por caridad no me embargó los zapatos y la camisa… ¿Qué hice? Pues salir á buscar quien me prestara dinero para levantar el embargo… ¡Qué dinero ni qué niño muerto, si el poco que hay lo tienen los ayudantes del verdugo, es decir, los criados del cacique! Viendo este desamparo, me dije yo: “Esperaré á la feria del Corpus, donde podré vender con estimación mis dos novillos… ¡Que si quieres! No se me arregló el negocio, y esos villanos sacaron mis propiedades á subasta. Acudieron licitadores, echados á socapa por el consuegro del Gaitón, y pujando, pujando, elevaron el valor de mi huerto y prado á mil cincuenta pesetas, más del doble de lo que el Juzgado había pedido. Nunca mandan embargar de menos, sino de más, con idea de que sobre lo que se ha de comer la curia. Pero el juez municipal consultó al de primera instancia si desde luego debía entregar al embargado la demasía… A todo esto, yo, algo consolado, decía entre mí: "Si has perdido dos finquitas, te queda dinero para vivir á gusto una temporada"”.

—Inocente era usted, amigo. Como si lo viera, el juez grande ordenó al chico que le mandara todo el dinero, inspirándose en aquel aforismo que dice: Cobra y no pagues, que somos mortales.

—Así fué… Venga el dinero, y luego, si algo sobra, se devolverá. Esto dijo el juez grande.

—Pero usted reclamaría…

—¡Oh, sí!, reclamar es el oficio del español. Reclamé, y más me valdrá no haberlo hecho. Pasa tiempo. Viendo que nada me devolvían, fui y dije al secretario del juez municipal si algo sabía de mi asunto. Respondióme que no, y que me avistara con el escribano del Juzgado… Yo, tan tonto, me fui á Sigüenza… ¡pero qué tonto! El escribano me dijo que viera al otro escribano, que éste acaso tendría el dinero sobrante… Vi al otro, y me dijo que no sabía nada… Volví al primer escribano… nada sabía tampoco… Y con toda mi paciencia me fui á ver al señor juez, el cual no recordaba el caso. Insistí. Díjome al fin que reclamara en forma. Corrí en busca de un abogado, el cual puso un escrito con muchas retóricas y perfiles, pidiendo que se hiciera tasación de costas, y pagadas éstas con el importe de los bienes vendidos, ¡atiza!, se me devolviera, ¡vuelve por otra!, el remanente, etcétera…

Disparado este cañonazo, me volví á mi pueblo, Rebollosa de Jadraque, y aguardé… naturalmente sentado… y en muchos días no supe nada. Preguntábanme los amigos, y yo les respondía como los escribanos: no sé nada, y no sabiendo nada estuve no sé cuánto tiempo. Así se trata en España al buen ciudadano, después de zarandearle para que vote, para que pague, para que grite: ¡viva el Rey, viva la Constitución!, á quien debemos llamar la Pepa, por lo que ella vale, y ¡viva la Libertad!, que también es buena castaña pilonga… Después de muy larga espera, un día veo entrar en mi casa al secretario del Juzgado municipal. Me brincó el corazón… Ya estaba yo viendo las quinientas pesetas pasando de sus manos á las mías. ¡Jesús!, tan me lo creí, que pensé convidarle á unas copas… Y como le vi meter mano al bolsillo, echéme á reir de gozo, y… Nada, que si apuesto á tonto, no hay quien me gane… Pues lo que sacó del bolsillo aquel perro fué un papel de uno de los escribanos del Juzgado grande, en que le decía que hiciera el favor… ¡para favores estábamos!… que hiciera el favor de decirme que á la mayor brevedad… ¡á prisita que llueve!… me presentase á pagar veintinueve pesetas más sobre el importe de la tasación de costas pedida por mí… y que si no iba pronto… ¡ni que fuéramos á sofocar un fuego!… que si no iba pronto, me embargarían otra vez… Y aquí se acabó mi cuento. Colorín colorao… Y se acabó, porque la pillería de los Gaitones y Escopetes me despojó de mi propiedad, ayudada de la Justicia, que aquí es la máscara que se ponen los malos para que el latrocinio parezca ley. Así los lobos se disfrazan de pastores, y los cepos y trampas están hechos con trazas legales para que fácilmente caigamos, y en ellos dejemos hacienda y vida. ¡Ay, señores, de la pena que tengo, ya ni llorar sé!”.

Oyó este triste lamentar don Alquiborontifosio con grave actitud de meditación, cerrando los ojos, y pasado un ratito dejó caer de sus labios esta opinión estóica: “Si sobre las pro piedades perdidas, señor mío, tuvo usted que poner veintinueve pesetas de añadidura para que le dejaran en paz, es usted fiel intérprete de la doctrina de Jesucristo, que dijo: Al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa. (San Mateo.)

—¿Eso dijo Nuestro Señor Jesucristo? —replicó Tiburcio pasmado y confuso—. Pues ahora me entero. Vea usted cómo es uno santo sin saberlo.

—Santos sin saberlo somos muchos acá —dijo don Quiboro con amargura que le salía del alma—, y entre ellos me cuento, sin alabarme. Santos somos por la resignación, y porque no hacemos daño á nuestros enemigos.

—No soy yo de esos tan puros —dijo Santa Inés—. Acúsome, señor, del pecado de ira. Una piedra tiré al Giitón que me despojó de lo mío; mas como no le acerté en la cabeza, poco mal le hice. Ayer, recobrada mi libertad, me acogí al sagrado de los Padres Recoletos, que tienen su casa entre Sigüenza y Baides. Recibiéronme con cariño; me ofrecieron hablar al señor Gaitón, y conseguir de él que me perdone la pedrada, con lo que basta para echar tierra al proceso. Los buenos Padres me protegerán para que tenga yo un modo de vivir. Haránme santero de un Niño Jesús muy milagroso que han traído de Roma. Vea usted cómo: ponen el Niño en una linda urna, vestidito de raso con lantejuelas. La urna es también cepillo; por encima tiene una hendidura para meter los cuartos; por de dentro una cajita escondida entre florecicas de trapo. Yo voy por los pueblos con mi Niño Dios, y las personas buenas ó atribuladas que desean algo se lo piden con devoción, y echan luego el memorial, que es perra grande ó chica, cuando no peseta, metiéndolas por la raja de arriba… Bueno: pues de la limosna, los Padres me dan tercia ó cuarta parte, según sea la recaudación, y siempre que yo vaya al convento á rendir cuentas, comeré con los legos en la cocina… y ha de saber usted que se dan buen trato.

—¡Oh, feliz mortal! —exclamó don Alquiborontifosio, mostrando en risa franca sus desdentadas encías—. ¡Qué bien te viene el sabio dicho popular: Al cornudo, Dios le ayuda!”.

En esto, Gil, que alejádose había del grupo, atraído de una visión y esperanza de condumio, volvió alegre con un platón de migas y cuchara, y mostrándolo al maestro le dijo: “Ya nos ha favorecido la Providencia. Esto debemos á las buenas almas de aquellos volatineros que conocí en el camino de Matalebreras.”

Gozoso y agradecido cogió don Quiboro el plato con una mano, y con la otra lo bendijo, echando sobre las calientes migas estas palabras sacerdotales: “Dios ayuda al cornudo y al testarudo… Comamos, hijo, y participe usted también, señor santero del Niño Jesús”.

Y el caballero, mientras los tres comían pasando la cuchara de mano en mano, celebró así el hallazgo de las migas: “Buenas son y sabrosas, aunque no tanto ni tan abundantes como las que catamos usted y yo en aquella casa de Boñices… ¿No se acuerda?”.

Quedó un rato suspenso el buen don Quiboro, y de su asombro resultó este vivo diálogo: “Dijo usted que me había visto en Boñices; mas no mentó la cena de migas en casa de la Fabiana. ¿Era usted de los mozos que alborotaron con jarana y demagogia? Como apenas veo, no he podido retener su fisonomía”.

—Yo no alboroté, don Quiboro. Fíjese bien en mi cara, y me reconocerá como el escudero de doña María.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—Porque no vino á pelo, ni yo quería envanecerme como servidor de tan alta Señora.

—Y ahora, según creo, ha dejado usted el servicio de doña María, como los demás hidalgos y campesinos que vivían á su lado. Mejor que yo sabrá usted que á la gran Señora no le ha valido su nobleza y santa condición. Los renegados gobernantes hanla echado del castillo de Clavijo porque, al decir de ellos, no le correspondía vivir allí.

—Dispense, don Quiboro, si me río de usted por su ignorancia en lo tocante á mi Señora.

Doña María no vive en Clavijo, y tiene por vivienda la redondez de la tierra española. Y como todo es suyo, los mandones no pueden echarla de ninguna parte si no es de sus propias almas, que á eso tiran ellos. Daránle mil pesadumbres y le amargarán la vida; pero no pueden decirle: “Madre, ahí te quedas”, ó “Madre, pasa de largo”.

—Por mi fe, que no lo entiendo. Habla usted como un demente, ó esa Madre que nombra no es nuestra doña María. Yo le aseguro, porque lo he visto, que la Señora que cenó con nosotros en Boñices anda hoy errante por caminos y atajos, como usted y como yo. Salí de Boñices huyendo del hambre y la muerte, y á media legua más acá encontréme con doña María, acompañada de dos labradores que me obsequiaron con mendrugos y una sardina de cuba que sacaron de sus morrales. La Señora, compungido el rostro y encorvadita de cuerpo por la carga de sus penas, me contó lo que há días viene padeciendo por las ingratitudes de sus desatinados hijos, que á la cuenta son un sin fin de hijos, y por la porquería dominante en lo que ella denomina sus reinos ó estados, que eso no lo entendí, ni sé lo que puede significar, así me maten… Un rato seguí con ellos charloteando de nuestras desdichas. Por lo tardo de mi andadura tuve que quedarme atrás. Ellos siguieron… Esto pasó ayer tarde, horas antes de llegar á Guijosa, donde usted y yo nos hemos conocido…

Tal confusión produjo en la mente del caballero lo que acababa de oir, que no sabía si creer al honrado vejete, ó tenerle por donoso embustero. Por momentos llegó á pensar que era un genio maléfico de orden inferior, de estos que tienen poder para desfigurar someramente las cosas, y secundar con hechicerías á la menuda las obras transcendentes de los grandes encantadores. Pensó que invitándole á unas copas, podría obtener de él revelaciones interesantes, con su poquito de magia blanquinegra. Instintivamente echó mano al bolsillo del pantalón, donde creía tener una bellota, con la cual pudiera comprar el vino, y los dedos ¡oh caso estupendo!, encontraron buen número de ellas, que el tacto apreció en la docena mal contada. “Ya no puedo dudarlo —se dijo—: mi Madre está cerca… tal vez aquí”.

Con loca impaciencia recorrió en un instante todo el patio, examinando los grupos de hombres y mujeres. Metiéndose después en la taberna, miró todas las caras. Dos ancianas vió, y ninguna era la suya. Compró un jarro pequeño de vino, con casco y todo; añadió salchichón y medio pan, y al salir y cruzar frente al portalón, vió que por éste entraban tres hombres atados codo con codo, conducidos por una pareja de la Guardia civil. Tembló á la vista de los tricornios; pero no viendo en ninguno de los guardias cara conocida, recobró su tranquilidad. Y examinados al punto los tres presos, sólo uno hirió con fulgurante rayo su atención. Era Becerro, el gran erudito, el evocador de la Historia, el prodigioso mágico y demoniurgo, por quien las cosas pasadas vinieron á lo presente, y el hoy anticipó las visiones de un mañana remotísimo.

¡Oh, Pepe Augusto!, ¿qué fatales vicisitudes te llevaron al estado de abyección en que te vió tu amigo en el corral de Pitarque? El caballero no daba crédito á sus ojos, y pensó que la presencia del sabio, atraillado con criminales por la Guardia civil, era un caso de mentirosa hechicería… Corrió á llevar á don Quiboro el jarro de vino, el pan y salchichón, y no se detuvo á recrearse con la sorpresa y alegría del pobre viejo, que se apresuró á reparar su organismo dando parte á Tiburcio de Santa Inés… Viendo Gil que los guardias penetraban en la taberna, llevando por delante la cuerda viviente, allá se fué, con idea de interrogar á Becerro y cerciorarse de la realidad de su persona. Los de la Benemérita tomaban un bocado y bebían, sin perder de vista á los presos, que en un banco se sentaron, obsequiados caritativamente por el fámulo que allí despachaba. Metiendo el cuerpo entre los curiosos, llegó Gil hasta su amigo, y tocándole en el hombro, así le dijo: “¿Cómo usted aquí, señor Becerro, atado y entre guardias?”.

Miróle el sabio, receloso y desconfiado. No le conoció. Gil pudo observar la escualidez hipocrática del rostro de su amigo, que más parecía momia semi-viva que persona moribunda. De sus ojos manaban lágrimas rojas, y en sus mejillas, lívidas manchas é hinchazones revelaban la mano y cinceles duros de algún escultor de ecce-homos. La cabeza descubierta mostraba en desorden los cuatro pelos que le reservaba Naturaleza, y el vestido que mal cubría su esqueleto era todo andrajos y jirones recamados de lodo. Contestando al desconocido piadoso, así habló el ínclito Becerro:

“Sea usted quien fuere, señor, pues mi cabeza no está para el reconocimiento de personas, yo le agradezco su bondad, y á usted me confío para que me compadezca, si es que hay todavía compasión en el mundo. Dice usted que me conoció en Numancia. Allí estaba yo, en efecto, y de allí vengo. Aconteció que el paternal Gobierno, hostigado por las oposiciones, resolvió meterse en el sagrario de las economías… y naturalmente, yo fui la primera víctima del régimen de moralidad económica. Amaneció el día fatídico en que recibí el cartel de mi cesantía. Echáronme á la calle, dándome veintidós pesetas, que en aquel crítica momento había yo devengado, y como soy hombre que no gusta de pedir favores á nadie, me abstuve de solicitar mayor auxilio para mi retirada de los campos numantinos. Hice con mi ropa un apretado envoltorio, y me puse en camino, gozoso de recorrerlo á pie hasta Madrid, con lo que viajaba en libertad, y á mi antojo podía estudiar en la tierra castellana cuantas ruinas gloriosas me salieran al paso. La libertad es mi gozo, y ella me compensaba del trago amarguísimo de mi cesantía. Salí una mañana, y á las dos leguas plus minusve de mi salida de Garray, topé por mi desgracia con unos golfos, digamos más propiamente alumnos de Anacreonte, que en la puerta de un ventorro jugaban y reían con dos descocadas hetairas, de las que expulsó Scipión, mandándolas con viento fresco á correr por el mundo. Ello fué que me engatusaron aquellos perdidos, y ellas me poparon y me hicieron mil carantoñas con manos perfumadas de olor sabeo.

Debí perder mi natural sentido, ó adormecerme en vapores de alegría, porque cuando la infernal caterva se alejó de mi\ noté que me habían quitado la ropa y las veintidós pesetas… menos dos reales que había gastado en comprar pan… Dejáronme limpio de numerario, sin más tesoro que el inagotable de mi resignación”.

—Pero usted, amigo mío, ¿por qué se dejó zarandear de tal gentuza? —Dijóle el caballero—. ¿Eran acaso plebe celtíbera, ó de la maleante familia de los pelendones?

—Para mí que eran túrdulos —replicó Becerro gravemente—, de éstos que se corren hacia el Norte para corromper á los austeros arevacos. Fueran lo que fuesen, yo, con la buena compañía de mi resignación, seguí mi camino pensando cómo podría llegar á Madrid tan desguarnecido de pecunia… En esto, andados tres cuartos de legua, según mi cálculo, me picó el hambre con tal ahinco, que las piernas se me negaron á dar un paso más. Saqué de mi bolsillo el pan, único bastimento que la divertida chusma me dejó. Como el pan seco es alimento desabrido, y como en aquel punto me viera próximo á un campo ameno plantado de cebollas, pensé que no cometía delito entresacando de las mil y mil plantas una ó dos que me conditaran el paso del pan desde la boca al estómago… Entré en el surco, y me acordé de que la tierra ha sido dada á la humanidad para su sustento… Cogí dos cebolletas, y disponíame á hincar en ellas el diente, cuando salió un hombre fiero, que me pareció gigante de tres altos, y la emprendió conmigo á coces y bofetadas, llamándome ladrón, hi… de no sé qué, y… Vamos, no quedó término infamante que no me dijera, después de quitarme las cebollas… Lo demás de este desventurado pasaje de mi vida, se lo contaré en dos palabras. Estando entre las garras de aquella bestia, llegó la pareja y me prendió y condujo á la cárcel de no sé qué pueblo. En tres ó cuatro cárceles he pasado sucesivamente mis amargas noches, y por fin heme visto traído en esta conducta con los dos compañeros que atados conmigo vienen, y que han sido presos por cortar leña en montes que llaman del Estado. No sé á dónde me llevan. Al cuadrillero que me interrogó por primera vez he dicho que mi deseo es ir á Madrid, pues allí tengo amigos que serán fiadores de mi honradez… No sé tampoco dónde estoy, ni si esto que parece quintana ó mercado romano, algo semejante al zoco de los árabes, es buena dirección para Madrid, ó si lo es para el Congo. ¿En qué país estamos? ¿Esto es España, ó es algo de otros mundos, de otros planetas, á donde de un puntapié nos ha mandado la mágica Astarté, diosa de los Infiernos?

—Tenga paciencia, mi don José Augusto —dijo el caballero, traspasado de dolor—, que en este laberinto de Pitarque podrá muy bien socorrernos á usted y á mí una divinidad del Cielo, ante quien bajan la cabeza los poderosos así como los humildes. Su poder es grande. Más de una vez la he tenido yo junto á mí sin gozar de su presencia. Ahora mismo me da en la cara el calor de su aliento, y no veo su excelsa persona… Esperemos un poco, y la Madre vendrá… Sus pasos no se sienten…

A pesar de la honrada convicción con que hablaba Gil, no parecía darle crédito el desdichado amigo. Por un momento permaneció éste como alelado, abierta la boca, el mirar sin fijeza… Luego suspiró, diciendo con hueca voz: “Déjeme usted de Madres. Para mí la única madre es la Historia, y esa huye con repugnancia de los hechos y personas del día”.

—No es precisamente la Historia, sino la… no sé cómo decirlo… Es el alma de la raza, triunfadora del tiempo y de las calamidades públicas; la que al mismo tiempo es tradición inmutable y revolución continua… ¿Qué dice usted, Becerro?

—No digo nada… Sí: digo que las Madres pasaron, las Hermanas también… No hay Historia de lo presente. Lo presente no es más que espuma, fermentación, podredumbre. Lo mejor será que nos muramos todos prontito. Después el caos… un caos delicioso…

Acercóse un guardia, y con la frase secamente cortés de haga el favor, indicó á Gil que no era permitido conversar con los presos. Retiróse de la taberna el caballero en un estado de indecible turbación. En su alma se atropellaron en tremendo revoltijo el miedo y la esperanza, y al recorrer el patio, su exaltada imaginación desfiguró los semblantes y cuerpos de la pobretería que allí se congregaba. En unos vió cabezas de pájaros, en otros hocicos de extraños rumiantes ó paquidermos. El vocerío le sonaba como la jerigonza monosilábica de los idiomas primitivos; las hogueras esparcían resplandores rojizos sobre figuras y objetos; los calderos hinchaban desmesuradamente sus vientres cubiertos de hollín; el freir de las sartenes semejaba risa y burla satánica, que afluía de bocas invisibles.

Aturdido fué y vino el caballero, sin dar con el rincón en que había dejado á sus amigos don Quiboro y Tiburcio. O los rincones se cambiaban por sí de un lado á otro, ó los principios geométricos se declaraban en rebeldía suprimiendo los ángulos… Así lo pensaba Gil ó lo veía… Y no fué suceso imaginario, sino real, la irrupción súbita en el patio de Pitarque de nuevo tropel de gente bulliciosa. Primero entró un destacamento de plebe mísera, gritona y desmandada; luego dos presos en cuerda, custodiados por pareja de la Guardia civil. En dicha cuerda venía una pobre vieja atraillada con un facineroso, Lobato por mal nombre, muy conocido en la comarca por audaz cuatrero y asaltador de caminantes, sin respetar haciendas ni vidas. La anciana, maniatada con el bandido, parecía reproducción de la que Gil llamaba Madre, sólo que su mayor grado de ancianidad hacíala pasar por madre de la Madre. Encorvada y jadeante se dejó caer al suelo apenas entró, abatiendo consigo al ladrón Lobato. En sus facciones amarillas y rugosas, se traslucían los rasgos de su belleza como perlas caídas en el fondo de un charco; su mirar se apagaba en una letal resignación de heroína vencida; de su excelsitud y majestad sólo quedaban rezagos en el gesto airoso. Dudando de lo que veía, acercóse Gil á la postrada vieja |y le dijo: “¿Eres tú, Madre querida?” Y ella, mirándole cariñosa, le respondió: “Yo soy, yo fui, porque en esta injuriosa de gradación á que me han traído tus hermanos, más bien soy tu Abuela que tu Madre”. No pudo seguir el caballero junto á ella, porque uno de los civiles le apartó con rudo manotazo. Miró Gil al guardia, y reconociendo á Regino, fué acometido de rabia impulsiva y furor salvaje.

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