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El Caballero Encantado: II

El Caballero Encantado
II
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  1. Portada
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  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
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  21. XIX
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  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

II

Que trata de las amistades y relaciones del caballero.


Muchos y buenos amigos contaba Tarsis. Si de todos habláramos, se nos consumiría sin grande utilidad el papel de esta historia. Se hará enumeración sucinta de los más notables por su posición social, y de los que en altas, medianas ó bajas posiciones influían más directamente en la vida y costumbres del caballero. Los segundones de la casa de Ruydíaz, César y Jaime, eran los que arrastraban á Tarsis á los devaneos esportivos, al vértigo del automóvil, y á las cacerías ó juegos cinegéticos, ajetreo vano y ruidoso. Aunque don Carlos ponía muy escasa atención en la cosa pública, designamos como amigos políticos á Luis y Raimundo Pinel, que le hicieron diputado, sacándole como una seda por un distrito de cuya existencia geográfica tenía sólo vagas noticias. Los Pineles eran sus maestros en el arte parlamentario, y le ayudaban á mantener la concomitancia caciquil con los manipuladores de la fácil elección.

Relaciones más sociales que políticas tenía Tarsis con otros individuos de la burguesía enriquecida en negocios de los que no exigen grandes quebraderos de cabeza: López Arnau, el flamante Marqués de Albanares, el de Casa la Encina, don Camilo Rodríguez Codes, don Alberto Samaniego, opulentos almacenistas, y otros que llegaron á la redondez económica, por inmediata herencia de padres laboriosos ó por combinaciones mercantiles favorecidas de la ocasión ó del acaso. Muchos de estos plebeyos enriquecidos ostentaban ya título de marqueses ó condes, y á otros les tomaban las medidas para cortarles la investidura aristocrática; que la Monarquía constitucional gusta de recargar su barroquismo con improvisados ringorrangos chillones. Los villanos ennoblecidos recibían por título el lugar de su nacimiento, como don Alberto Samaniego, Marqués de Camuñas; ó bien, como don Blas Núñez Urruñaga, titulaban añadiendo un Casa como una casa á su primer apellido. Este buen señor, tonto de capirote y lleno de dinero, ganado en la compra-venta de granos y en la usura campesina, tenía un hijo despabilado, instruidillo, de natural amable y risueño, Ramirito Núñez, que pretendía imitar á Tarsis en los modales, en la ropa, y en la personal y no estudiada soltura con que la llevaba. La imitación del uno y la simpatía del otro labraron cordial amistad. La diferencia de edades dió al Marqués de Mudarra superioridad en el trato de su amiguito: le tuteaba, bromeaba con él y se permitía poner en solfa el título del padre, llamándole Marqués de su Casa.

Aficionado á las letras, Ramirito espigaba en ellas sin pretensión de fama ni de lucro, y á lo mejor se salía con alguna croniquita, ó arreglaba del francés tal cual pieza berrenda en verde, dándola con nombre supuesto en algún escenario de tercer orden. El teatro era su pasión. No perdía ningún estreno, y de estas duras batallas entre el público y los autores daba cuenta al amigo, que también era maestro y concluía siempre por tener razón en las peleas de crítica. Si vemos en Ramiro el amigo más grato al Marqués de Mudarra, el más tenaz y pegadizo era un sabio machacón llamado José Augusto del Becerro, que desde sus tiernos años se dedicó á la enmarañada ciencia de los linajes, á desenredar las madejas genealógicas, y á bucear en el polvoroso piélago de los archivos. Su apellido era una predestinación, pues el hombre sabía de memoria los becerros de todas las ciudades, monasterios y behetrías.

Las evacuaciones eruditas de Pepe Augusto en presencia del caballero escondían con poco disimulo el móvil de adulación, pues cuando le demostraba la ranciedad de su abolengo, sosteniendo que su primer apellido venía en línea directa de Tarsis, hijo de Túbal, nieto de Japhet y biznieto del patriarca y curda Noé, solicitaba directamente un socorro en metálico, que don Carlos nunca le negaba. Descender de Noé y no aprontar doscientas ó más pesetas para el amigo necesitado, sería desmentir la nobleza más rancia que se podría imaginar.

Aunque aparentaba interesarse en las cosillas heráldicas, Tarsis se reía interiormente de tales pamplinas; mas no era manco para socorrer al sabio genealogista. Se conocían desde la infancia. Becerro vivía con mil atrancos, y en días tristes faltó poco para que metiera el diente á los pergaminos de fueros y cartas pueblas; llevaba siempre á la casa de Tarsis una nota lúgubre, como estrambote de los embelecos genealógicos. Tenía por familia una cáfila de hermanas de distintas edades, ninguna joven, y todas dañadas terriblemente en su salud. No pasaba día sin que alguna estuviese de cuerpo presente ó sacramentada. Era un coro de divinidades mortuorias agregadas á la siniestra trinidad de las Parcas; eran, por otra parte, una mina, según el provecho que el sabio sacaba de ellas y de sus tremendos achaques. Ya Carlos deseaba conocerlas y apreciar por sí el misterio de aquellas moribundas que jamás se morían.

Un día entró el ínclito Becerro con la bomba de que una de sus hermanas, después de puesta en el ataúd, había tornado á la vida, á un vivir lánguido y lastimoso, peor que la muerte. Otro día, viéndole llegar con cara fúnebre, Tarsis le dijo: “¿Cómo están tus hermanitas?” Y él: “Muy mal, siempre lo mismo. Todas mueren, todas viven”. Recibido el socorro, José Augusto rompió en estas explicaciones eruditas del apellido materno del caballero Tarsis. Descomponiendo y analizando el Suárez de Almondar, el maestro de linajes encontraba nombre y cognomen. El Suárez viene de Suero, y el Suero de Asur, nombre semítico sin duda. De Aldómar es corruptela del árabe Abo l'Mondar, que quiere decir Hijo del victorioso. Reunidos y entramados estos nombrachos con el Tarsis, resultaban en una pieza las claras estirpes de Sem y Japhet, hijos del excelentísimo patriarca Noé.

No era este amigo chiflado el que más continuo trato tenía con el Marqués de Mudarra: la intimidad mayor gozábala un sujeto llamado don Asensio Ruiz del Bálsamo, á quien el caballero recibía y escuchaba todos los días, á veces mañana y tarde. Y con ser Becerro un poco vesánico y sablista empedernido, Carlos le soportaba y aun le quería, mientras que al otro, hombre sesudo y de claro juicio, le odiaba con toda su alma.

Explicación de esto: Bálsamo era el administrador de la casa, el genio del orden, llamado á poner al caballero en contacto con los números, con las realidades de una existencia desconcertada. La primera visita de Bálsamo á su señor era casi siempre matinal, cuando el galán se hallaba en el trajín de sus lavatorios, y de acicalarse y vestirse para ponerse guapo. Raro era el día en que el administrador no traía la cara feroz, anticipando con el ceño y el mohín las malas noticias que llevaba. No hallaba manera de atender á los gastos del señor Marqués, que en cuatro años se había comido parte de su capital, y en los últimos había gastado el triple de las rentas de la propiedad rústica. Sus deudas crecían, amenazando con embeber pronto gran parte del acervo heredado. Bálsamo se veía negro para contener á los acreedores, para exprimir á los colonos y sacarles las entrañas. Mas ni con estos actos de adhesión servil aplacaba la sed del señor, ávido de dinero con que atender á sus apremios suntuarios.

Tenía don Carlos dos automóviles para correr por el mundo, y había encargado á París el tercero, de la mar de caballos, pues no era justo que el Duque de Ruy-Díaz le superase en la velocidad de su traga-caminos. Por un lado el auto, las cacerías, el vértigo de viajes, francachelas y competencias deportivas, por otro el club enervante, las mujeres oferentes ó vendedoras de amor, daban tales tientos á la bolsa del caballero, que apenas llenada con fatigas por Bálsamo, se iba quedando floja, hasta dar en vacía. No escuchaba Tarsis razones cuando en aprieto se veía. ¿Que las rentas no bastaban? Pues á subirlas. Ponían el grito en el cielo los pobres labrantes y elevaban al amo sus lamentos. Pero él no hacía caso: el tipo de renta era muy bajo. Los que chillen por pagar doce, que paguen veinte. El destripaterrones es un ser esencialmente quejón y marrullero: si le dieran gratis la tierra, pediría dinero encima. Gran tontería es compadecerle. Que labre, no como se labraba en tiempo de Noé, sino á la moderna, sacándole á la tierra todo lo que ésta puede dar…

Un día entró Bálsamo á la cámara del señor cuando éste salía del baño, y poniéndose su careta más fúnebre le dijo: “Señor, los colonos de Macotera se han visto abrumados por la renta… Reunidos todos, me han notificado en esta carta que no pagan, que abandonan las tierras, y reunidos en caravana con sus mujeres y criaturas, salen hacia Salamanca, camino de Lisboa, donde se embarcarán para Buenos Aires. En el pueblo no quedan más que algunas viejas, fantasmas que rezando se pasean por las eras vacías”.

No pudo el caballero afectar la tranquilidad que su orgullo le dictaba. Tan sólo dijo, envolviéndose en la sábana como un romano en su toga: “Si esto sigue así, también yo tendré que emigrar. En cualquier parte se está mejor que en esta España, que no es más que una pecera. Somos aquí muchos pececillos para tan poca agua”. Cuando agarrotado de fieros compromisos, planteaba Tarsis la cuestión de buscar dinero á raja-tabla, sin reparar en sacrificios, Bálsamo ponía la cara siniestra que usaba siempre que se le mandaba explorar los campos de la usura. Volvía dos ó tres veces suspirante, maldiciendo á los capitalistas, y por fin, después de someter al señor á indecibles torturas, entraba con el dinero y la horrenda nota de la rebaja ó descuento. Con la alegría del respirar no paraba mientes don Carlos en el ahogo que para el porvenir le deparaba la operación. Decían lenguas envidiosas que Bálsamo sacaba de apuros á su señor con el propio dinero de éste, al interés del 60 ú 80 por loo. Pero esto podía ser ó podía no ser. ¿Quién descubriría la secreta incubación de estos malvados negocios? Quizás Bálsamo pondría en ellos sus ahorros, tal vez los no-ahorros de su señor; pero la mayor parte salía de las arcas de un sujeto maduro y afable, llamado don Francisco La Diosa, que no solía dar en aquellos tratos la cara, y ésta la tenía muy plácida, frescachona y sonriente, cara ó muestra de una conciencia en perfecta serenidad.

Antes que amigo, don Juan de Castellar, Marqués de Torralba de Sisones, era consejero y asesor económico del de Mudarra, aunque éste, la verdad, si recibía en sus oídos las advertencias del prócer, no les daba paso á la voluntad. Bueno será decir que el egregio Torralba se había labrado y compuesto desde muy joven una personalidad artificial, y con ella vestido supo medrar fácilmente en el mundo. Tomó desde luego las posiciones que creía más ventajosas, y le fué tan bien en ellas, que en su edad madura campeaba en primera línea entre los que anteponen á toda denominación el dictado de católicos. Con un catolicismo dulzarrón conquistó á su mujer, de quien hubo de separarse corporalmente á los quince años de casado, y viviendo en la misma casa no tenían trato ni ayuntamiento. La considerable riqueza de su señora le permitía vivir con decorosa holgura, presentarse como uno de los mejores ornamentos de la sociedad, y alardear de paladín de la Romana Iglesia.

De su viudez de hecho se consolaba la Marquesa zambulléndose en las beaterías más complicadas y deprimentes: la que en su juventud fué mujer de poco talento, en los albores de la vejez se iba quedando idiota. Murió la infeliz señora dos años después de haber cesado Torralba en la tutoría de Tarsis. Ya sacramentada y á punto de quedarse en un suspiro, el director espiritual la reconcilió con don Juan. Este pasaba no pocos ratos junto á ella, y cuando ya el trance final se acercaba, la Marquesa requirió á su marido, y apretándole la mano le dijo con susurro místico: “Juan, para que yo me muera contenta, prométeme que morirás católico”. “Sí, hija mía; ¿pues cómo he de morir yo? —replicó Torralba consternado de dientes afuera, acariciando el crucifijo que la moribunda tenía entre sus flacas manos—. ¿Cómo ha de morir el que ha vivido católico á macha-martillo y ferviente soldado de la Iglesia?”. La señora trató de echar de su boca una queja, una frase; pero no salieron más que las primeras gotas: “Sí; pero”. Minutos después entraba en la opaca región del Limbo.

De Torralba se decía que por docenas contaba los hijos naturales. Mas no era cierto. Esposas artificiales ó esposas ajenas sí tuvo en gran número; pero muy rara vez pudo la opinión burlar el sigilo de sus aventuras, pues nadie le igualó en cultivar el arte de las apariencias. Frecuentaba los actos cultuales de ostentación pontificia, y en sus paseos acompañábanle frailones extranjeros bien vestidos, ó caballeros ignacianos de capa corta. En los demás órdenes de la vida social, principalmente en el económico, era don Juan correctísimo, ayudándole á ello la cuantía de las saneadas rentas que disfrutó y heredó de su entontecida esposa.

El triunfante caballero de Cristo gastaba en su persona y en sus recónditos recreos tan sólo un tercio de sus rentas; lo demás lo capitalizaba, formando una pella que sabe Dios para quién sería. No debía un céntimo; sólo tenía deudas con el Altísimo, de quien hablaba como se habla de un amigo de confianza. Debíale su conciencia, pues, con todo su catolicismo, Torralba se daba sus mañas para reducir los actos de penitencia á una hueca fórmula. Pero ya se arreglaría con su amigo el Altísimo cuando le llamaran á ocupar un asiento en el tren del otro mundo. Ya sabemos que ciertos privilegiados van á la eternidad en tren de lujo con sleeping-car y coche-comedor. Al despedirse de la vida en el fúnebre andén, dejando sus riquezas aplicadas al servicio de Dios, se les da billete de paso libre al Paraíso, sin las molestias de Fielato, Aduana ó Almotacén anímico.

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