XVIII
Refiérese lo que el caballero vió y oyó en el mísero y olvidado lugar de Boñices.
A la entrada del pueblo, fué recibida la ilustre pareja por una
lucida representación de chiquillos descalzos y andrajosos; por una
corte de damas escuálidas, ataviadas con refajos corcusidos de mil
remiendos, y por algunos caballeros en quienes se suponían, sobre el
paño pardo, las invisibles veneras de un trabajo estéril y el gran
cordón de la infinita paciencia. Hicieron todos cortesías y zalemas
cariñosas, de arcáico son y sentido, y la soberana vieja, que en aquella
ocasión, de vieja venerable tenía todas las trazas, avanzó despacio,
asida al brazo de su escudero. A cada paso de ella salían de las
humildes puertas más desdichadas personas, y cada cual pronunciaba su
saludo de afable reverencia. Las calles ó ronderas del pueblo eran como
ramblas angostas, llenas de cantos rodados, traídos por las aguas que en
días nefastos descendían furiosas de la cercana sierra de Cabrejas. En
angulosa encrucijada vieron la torre de la iglesia, alta, fantástica y
muda; revelaba su mole una melancolía perezosa; sus campanas, si las
tenía, guardaban avaras el son grave y místico. Al ver la torre,
preguntó la Señora á sus acompañantes: “¿Y mi buen amigo don Venancio,
por qué no ha salido á recibirme?”.
Dijéronle que el cura tenía enfermos en su familia. Siguió la Madre, y á los pocos pasos entró en una casa que no érala mejor del pueblo, ni tampoco la peor, aunque en calidad poco se llevaban unas á otras. En la puerta fué recibida por una mujer vestida de negro, de éstas que más parecen envejecidas que viejas, flaca, rugosa y desguarnecida de los dientes incisivos, la cual con tanto alborozo como respeto la saludó: “Dios la traiga, seña María, consuelo y alegría de estos probes”. Derecha entró la Madre hacia la cocina, que al extremo del pasillo se anunciaba, y atraía con su dulce calor. Hombres y mujeres dieron á la dama bienvenida cariñosa. En la cocina fué á ocupar un sillón de madera rústica con asiento formado de un tejido de cuerdas. La luz era de teas, á la que pronto se agregó un candil macilento, encendido en obsequio á la excelsa visitante. Los que tras ella entraron, dos hombres y una mujer, quedando los demás en la puerta contenidos por la veneración, sentáronse frente á ella en el poyo macizo ó en derrengadas banquetas, y á los pies de la Madre se sentó Gil en el santo suelo, con familiar abandono de sirviente leal ó deudo preferido.
—Mala está la noche para venir á pie desde Clavijo —dijo un anciano de largo pelambre, cegato, de corpachón abrupto y cansino, que ocupaba el asiento más cercano al hogar frente á la dama—. ¿Por qué no vino mi doña María en el carro?
—Porque á una de las mulas la tengo cojita, y la otra la he tenido trabajando todo el día en la noria. Me acompaña este criado, este buen Gil, á quien no conocéis, y que os presento como el más fiel de mis servidores… Volviéndose luego á la dueña de la casa, que de rodillas ante el hogar avivaba el rescoldo, y acaldaba los pucheros entre la ceniza salpicada de brasas, le dijo: “Como no me esperabas, Fabiana, no habrás dispuesto cosa mayor para que cenemos en tu compañía. Pero no vengo desprevenida, y por vosotros más que por mí os traigo los sobrantes de mi miseria, no tan rasa y monda como la vuestra”.
Diciéndolo, metió mano al pecho por debajo del manto que holgadamente la cubría, y sacó una soberbia hogaza de ocho libras, olorosa aún de la reciente cochura. Al recibir el pan, Fabiana lo besó como á cosa bendita. Y ante el estupor de los presentes, metió mano la Señora por el otro lado del pecho y sacó una ristra de cebollas y una sarta de chorizos… luego, no se supo de dónde, dos perdices muertas colgadas por los picos. Y si todos se maravillaron de lo que vieron, Gil no salía de su estupor, pues al venir con la Madre no había notado en el cuerpo de ésta el embarazo que supone traer entre la ropa objetos de tanto peso y bulto. Sin duda funcionaba el arte de magia ó encantamento… “Pon á un lado las perdices —dijo la Señora—, y con el pan que te traigo nos harás unas buenas migas, aderezadas como tú sabes… Con las migas me basta para cenar, y los demás no han de estimar corta la cena.
—¿Qué ha de ser corta —dijo el viejo melenudo y cegato— si, como sabe Vuecencia, estamos todos en el caso de aquel pueblo donde se pregonaba: Aquí es Villagorda, un garbanzo en cada olla?”.
El que así hablaba era el maestro de párvulos de Boñices, agraciado por la España oficial con el generoso estipendio de quinientas pesetas al año; hombre que en largos días de magisterio había sutilizado su corta ciencia doctorándose á sí mismo en la gramática parda y en la filosofía parduzca, sabio en recetas de vida, eruditísimo en refranes. Su nombre, largo como un alfabeto, era de los que empiezan y no acaban: don Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias; mas por abreviar le llamaban don Quiboro, que así las gentes acortaban kilómetros éntrela primera y la última letra. El buen señor, rendido á su cansancio y á la miseria del pueblo, no enseñaba cosa alguna á los chicos, y les entretenía contándoles cuentos para que adormecieran el hambre, ó salía con ellos al atrio de la iglesia para jugar al chito.
A don Alquiborontifosio siguió en el uso de la palabra la mujer que junto á él se sentaba, anciana de estatura tan lucida como la de la Madre, mas tan seca de rostro, que éste se distinguía de las calaveras por el mover de la mandíbula sin dientes, emitiendo una voz de ultratumba, y por el brillo de sus ojuelos de lechuza, habituados á ver de noche más que de día. Era madre de Fabiana, cuatro veces viuda, y había dado al mundo veintidós hijos, de los cuales sólo vivían tres. Su edad competía con la del siglo, pues nació en tiempo del intruso don José I. Ayudando á su hija en la preparación de las migas, le picaba el pan, mientras Fabiana disponía la sartén, el aceite y los ajos… A una pregunta de doña María, respondió con estas lúgubres razones: “Mal tercio me ha hecho Dios teniéndome en este mundo tanto tiempo, para que vea disoluciones tales. La que aguantó cuatro maridos y parió hijos veintidós, parto doble tres veces, ¡ay!, ya tiene derecho á estirarla patay dormir la mona eterna… Si me manda relatar el mal de Boñices, diréle que desde la última noche que vino acá Su Merced, tenemos más calamidades, más. Dos nietos míos, Luis y Macario, hombrachones recios como encinas, casados, y con tres criaturas el uno, con seis el otro, han salido ayer camino de un puerto de mar que llaman Santander para embarcarse en unas naves que van á las Américas… Se contrataron para trabajar en un campo de siete mil leguas, ó qué sé yo… Llévanse á las mujeres y á los crios.
—A todos no —dijo interrumpiendo el hombre que junto á la viejísima mujer se sentaba, el cual era un vecino llamado Cernudas, albéitar in illo tempore, sacristán después, y hogaño enterrador del pueblo—; á todos no, que la semana pasada enterré yo á dos de los de Macario y á uno de Luis. Si la Señora quiere saber la estadiquista, como dicen en Soria, la cuenta de sepulturas, sepa que en los años de más muerte enterraba yo cuatro cuerpos cristianos cada año, y ahora salimos á ocho por mes, sin contar criaturas que van á la tierra como moscas”.
Era Cernudas un tipo regordete, calvo, y á veces risueño, contraste violentísimo con sus funebres funciones en el lugar. Las chapas de sus mejillas indicaban el hábito de alegrarse con vino; mas como en Boñices escaseaba horriblemente el morapio, los dichos rosetones de la carátula del sepulturero degeneraban ya en manchas violáceas, como de cardenales recientes.
“Entenderálo mejor Vuecencia —dijo don Alquiborontifosio— cuando sepa que éramos aquí ciento veinticinco vecinos, y ahora, por bien que hagamos la cuenta, no sale mayor suma que treinta y dos. Lo demás se lo han llevado las malas cosechas, la falta de dinero, pues no hay quien posea dos pesetas, y los bandidos del Pisco, embargando tierras por no poder estos infelices con el peso de la contribución. El arrastrado Fisco saca las tierras á remate, y no viene ningún forastero á comprar las por miedo á la infección de tercianas, cuartanas y quintanas que aquí padecemos, motivado al agua estancada que rodea el pueblo. De esta putrefacción murieron el médico y el boticario que teníamos, y ello fué en días en que había menos enfermedad que se sonaba, por lo que vino bien aquel refrán: El milagro del santo de Pajares, que ardió él y no las pajas…
—Mejor salud tenemos acá desde que se llevó Dios al médico —dijo la vieja-vieja, por nombre y cognomen Celedonia Recajo—, y aquí, don Quiboro, no hay más maleficio que el no comer, y todo eso del miquiborio es enredo y trabalenguas como el nombre de usted. Que nos traigan pan. Para espantar á la muerte nos basta ría con el pan, y con otra cosa que es el pan del alma, la santa alegría… Ya no hay mozas en el pueblo, que todas se han ido á Soria y al Burgo, á ser criadas ó pior cosa. Ya no hay mozos, que unos por servir al Rey, otros porque les llama la golosina de las Indias, todos se han ido, y aquí no queda quien baile, ni se oye un rasgueo de guitarra. Yo, si hubiera un vejestorio que me sacara, bailaría; y aunque fuera danza de esqueletos, con la música de huesos contra huesos, se alegrarían los que quedan vivos en Boñices… ¡Ay, Boñices, quién te vido cuando yo me casé por primera vez, reinando don Fernando el Séptimo, y te ve ahora con tu gente ida, y la que queda descomida, y las almas… ateridas de tristeza!… Alegría, ¿dónde estás; sal de los cuerpos, á do te fuiste?… ¡Ay, ay! Cernudas, llévame pronto allá, y entiéndame, y apisona bien la tierra sobre mí, que si no, me arresucito, y saco á bailar á don Alquibori, bori… tifonsio… ¡Renegado nombre, que todavía en mil años que tengo no aprendí á decirlo de corrido!”.
Las bromas lúgubres de la secular Celedonia dieron cierta amenidad á la velada. Queriendo la Madre alejar la tristeza del ánimo entenebrecido de los boñicenses, incitó á don Alquiborontifosio á que hablase más de lo que le permitía su respeto. Desatóse el maestro en estos peregrinos comentarios: “Cuando yo enseñaba á los chicos á jugar con las letras y á pintarse los dedos con los palotes, ellos me socorrían… Uno me traía la ristra de cebollas, otro la media decena de huevos, aquél dos medidas de leche, quillotro una hogaza de seis libras. Pero vienen los tiempos malos, y Alquiborontifosio sale á pedir limosna á los caminos, y lo que saco doy lo á los niños… Conforme Cernudas va enterrando á mis alumnos, mi escuela se va quedando vacía… Donde no hay pan, vase hasta el can… Viejo era yo cuando me salió una viuda joven, y pensé si me casaría. Pero yo dije: ¿Qué hace con la moza el viejo?, hijos güérfanos… Pasado un año, por mi guapeza y mi habla graciosa, otra moza se prendó de mí. Yo pensé, yo vacilé. Demás está la grulla al sol, dando la teta al asno, que es como decir que está uno perplejo, sin decidirse… La muchacha era fea. Venía bien aquello de hambre larga, no repara en salsa… Mas era también rica. A la mona que te trae el plato, no le mires el rabo. Yo dudé, yo medí mis años y mis redaños, y dije con filosofía: Ni patos á la carreta, ni bueyes á volar, ni viejo con moza casar. Ea, he vivido luengos días, y aún viviré más con hambres y estrecheces. ¿Qué es la vida? Una muerte que come. ¿Qué es la muerte? Una vida que ayuna. Vivamos muriendo. ¿Cementerio dijiste? Pues entre sepultura y sepultura, testigo Cernudas, nunca falta un pedazo de pan y un traguito de vino”.
Celebraron todas las humoradas del viejo filósofo y vividor, y en esto llegaron otros que á doña María con festejo saludaron. Entre ellos venían dos mozos fornidos y guapetones, los únicos que quedaban en las proximidades del pueblo, inmunes ya contra el paludismo y resignados á la miseria, y uno que á la espalda traía su guitarrillo colgado de una cuerda, y era músico, juglar ó coplero, de esos que á los pueblos divierten con sus ingenuas invenciones de poesía mal trovada y burda. Por su andar á tientas y por la fijeza inexpresiva de sus ojos, se vió que era ciego. Lleváronle junte á la Madre, cuya mano buscó para besársela; sentóse en el suelo, y le espetó esta retahila:
“Gran Señora, dígame si es verdad la tienda que de Su Alteza corre por estos pueblos; dígamela, y pondréla yo en solfa con caída de sonsonete para recite ó cante… Dicen que Su Magnificencia vive en el castillo de Clavijo, con su corte de ricas hembras, de caballeros y de trovadorcillos que le cantan y le bailan las cosas añejas. Dicen que en noches de tempestad se presenta ante él castillo un caballero; llama soplando en un cuerno que con su son atruena toda Castilla; levantan los de dentro el puente levadizo; entra el jinete en la plaza de armas, y vuestros escuderos le tienen del estribo para que baje de su caballo poderoso, blanco como la nieve. Es el Apóstol Santiago que va cuando le place á visitar á la gran doña María, y con ella cena en manteles de brocado, y de sobremesa platican de las cosas de estos reinos, y de las picardías de los hombres ruines que en ellos han puesto el mantel de sus negras meriendas. Yo voy á componer unas coplas y seguidillas con este asunto para cantármelas de lugar en lugar, y comer de ellas, que el comer es necesario, y ya que he tomado este oficio, tengo que sacar de él los garbanzos de cada día”.
—Puedes componer y cantar lo que gustes, buen hombre —replicó la Madre risueña—. Pero cuanto supones de mi vida y mi castillo es invención, que no por mentirosa deja de tener su encanto y algún crédito en el mundo de las almas. Engaño es la poesía; mas con tal engaño se alimentan de substancia pura los entendimientos… Y diciendo y cantando cosas que no serán creídas, te aplaudirán las multitudes y ganarás honradamente tu pan… Diréte ahora la verdad, que no es poética ni cantable. Yo vivo pobremente en Clavijo. Soy noble hidalga que ha venido muy á menos; no tengo más corte que dos ó tres criados fieles como éste que aquí ves, y mi castillo es una ruina desmantelada, donde verás gallinas, patos y otras aves, y algo de cuatropea para mi servicio y sustento, y nada más. Amiga he sido del Apóstol Santiago; pero hace siglos que el buen señor ni me visita ni de mí se deja ver en ninguna parte. En mi casa le tengo pintado en una lámina vetusta, y si hablo con él es tan sólo para decirle: “Caballero mío, descansa en tu fuesa, si es que en ella yace tu santo cuerpo, y pon tu corcel blanco á tirar de un carro, que sólo para eso sirve ya”. Esta es la verdad; pero si tú quieres lienda, como dices, y vives de ella, componía á tu gusto, y Dios te inspire y te ayude, hijo.
—Así lo haré, y algún día oiréis mis trovas en éstos y otros caminos —dijo el ciego—, si os dignáis pararos en el corro de mis oyentes. Yo ando en el canticio y recitorio desde que la gota serena me quitó la presencia de las cosas. Mi nombre es Críspulo, y soy conocido en todo el mundo, verbi gracia, en toda esta tierra, por Crispulín de Chaorna, que tal es el nombre del pueblo donde vi la luz y donde la luz me fué quitada”.
Muy del gusto de todos fué el relato de Crispulín, á quien la Madre invitó á participar de la cena que Fabiana y Celedonia con diligente afán disponían. Cuando nadie le esperaba, entró de rondón en la cocina el cura del pueblo, don Venancio Niño, varón docto y afable, bienquisto de sús feligreses, cuarentón, escueto y de traza pobre. En elogio suyo debe decirse que del lado de los mundanos intereses era el más cristiano de los hombres, pues cuanto poseía, y lo que le entraba por el pie de altar, repartíalo entre sus convecinos afligidos de atroces calamidades, reservándose tan sólo lo preciso para la precaria subsistencia de su nada corta familia. Al verle llegar le hicieron sitio junto á doña María, cuya mano besó, diciéndole en el familiar tono de antiguos amigos: “Dispénseme la Señora que no saliese á saludarla cuando entró en el pueblo. Tengo á la niña mayor muy malita; la pequeñuela, aunque corretea y brinca sin parar, se me está quedando en los huesos. Me ha entrado el temor de que las dos quieren írseme al Cielo. A la Santísima Virgen pido que me las deje… Me da el corazón que no seré oído. Vivo en ascuas, señora mía. Creo que estas amarguras darán conmigo en tierra.
—Animo, don Venancio —le dijo la Madre—, y no desconfíe de la protección divina. Procuraré yo mandarle un médico, y las niñas sanarán.
—Dios se lo pague, y dé á Vuestra Señoría días de gloria.
—Eso es más difícil. Los días de gloria están lejos, y si no que lo diga don Alquiborontifosio, que ya no tiene chicos, ni escuela, ni mendrugos de pan que roer.
—Sostengo yo —clamó el maestro con firme voz—, que los días de gloria se fueron para no volver. En mi pueblo aprendí este refrán: Don Futan por la pelota, don Zitán por la Marquesota y don Roviñán por la rasqueta, pierden la goleta. Y si éste no les convence, aquí tienen otro, que es de Aliud y de Lubia, pueblos que fueron romanos: Cárdenas y el Cardenal, don Chacón y Fray Mortero, traen la Corte al retortero.
—Razón tiene el maestro —dijo el cura—; pero en este lugar de Boñices, los males de toda la tierra se agravan con el abandono en que nos tienen los mandarines.
—Yo he pedido á los pudientes —indicó la Madre—, que sean desecadas estas lagunas para que acabe el maleficio, y no me han hecho caso.
—Ni lo harán —declaró el maestro, sentencioso—, mientras en el agua corrompida no vean los Gaitines peces, quiero decir, negocio.”
Y no una, sino seis ó más voces gritaron: “Pues duro á los pudientes ensálzaos, y á los Gaitines que nos roban la vida. ¡Si quieren guerra, guerra!” Alguien propuso que se reuniesen los supervivientes de Boñices con la gente de las aldeas cercanas, hombres y mujeres, viejos y chiquillería, y armados todos con garrotes, ó con escopeta el que la tuviese, se lanzaran bramando por campos y caminos hasta llegar á Soria y á la casa del Gobernador, y allí, con escándalo, tiros y estacazo limpio, pidieran y recabaran el derecho á vivir. Don Venancio con autorizada voz les dijo: “Yo os acaudillaría; pero ¿qué puedo hacer con mi niña mayor moribunda, la pequeña encanijadilla? De añadidura, tengo á Ramona sin poder valerse de dolores de reúma. No puedo faltar de mi casa, que es un hospital y un asilo de parientes de Ramona y míos, con quienes reparto mi pobre techo y las sopas de ajo… cuando la Divina Misericordia las envía”.
Díjole doña María que para él eran las perdices que había traído, y al darle el cura las gracias, las repitió más efusivas por otro reciente obsequio de la Señora. “Mucho le agradecí el zaque de vino blanco que me dejó esta noche al pasar por la puerta de mi casa. Ya dije á Ramona que retendremos tan sólo la mitad del clarete, y la otra parte será para que participen de él los que cenen aquí con Vuecencia esta noche”. Quedó Gil pasmado de que la Madre dejara de soslayo la bota de vino en la casa rectoral sin que él lo advirtiese; y el trovador Crispulín de Chaorna, así como el fúnebre Cernudas, se holgaron del anuncio de vino, que en luengos días no habían catado. Don Alquiborontifosio comentó los obsequios al cura con su habitual socarronería refranesca: No hay casa harta sino donde hay corona rapada.
Cerrado este ameno paréntesis, los mozos gallardos, que habían venido de cercanos caseríos, y los vecinos de Boñices, que en la puerta de la cocina se asomaban disputándose un hueco para meter sus cabezas, y los ancianos abatidos y las viejas regañonas, proclamaron de nuevo el derecho á rebelarse contra los que se apropiaban los manantiales de la existencia, no dejando ni una gota para los desvalidos… Como la vehemencia de los manifestantes produjese en la cocina algún tumulto, Fabiana hizo saber que despejaría el local si no se expresaban con respeto y sin ruido. La Madre intervino en favor de ellos, diciendo que á los que tanto sufrían podía permitirse algo más que la simple queja. La vida hispana era un puro quejido, y los males continuaban inmóviles en su eternal dureza, como las rocas que no se ablandan al paso de las aguas sino cuando éstas corren acariciando por siglos y siglos. “No acariciéis —les dijo—; abandonad toda blandura; sed fuertes, clamad, pedid”.
—He vivido un siglo, gran Señora —dijo con acento cavernoso la vieja Celedonia Recajo—, y desde que me salieron los dientes hasta que se me fueron todos, he visto al pobre labrador nadando en la miseria. Si labra tierras propias, rabia; si labra tierras ajenas, muere embrutecido. El que no se vuelve loco, acaba como los animales. El campo es siempre campo, asolación, esclavitud; abajo la tierra que le dice: “lo que te doy no es para tí”; arriba el Cielo que le dice: “no me mires: te mandaré agua… Pero lo que agua y tierra te den no es para tí”. Si el campo es esto, la ciudad es lujo y bizarría… ¡Ay, qué estirados van los caballeretes, y qué majas las señoras! Lo he visto en Soria, en Guadalajara, y lo vi en tres días que estuve en Madrid cuando la traída de Espartero… ¡Labradores, revolucionarios, carandilogios!… Llorad y mamaréis. Mandrias, si yo hubiera nacido hombre, en vez de nacer lo que soy, á esta hecha ya estaríais, como aquél que dice, de la otra parte… Yo tengo el genio que ha visto Boñices en tantos años… Testigos de mi genio fueron mis cuatro maridos. ¿Sabéis lo que os digo?, que vosotros hacéis á los que llaman capitalistas, y que esos ricos de allende mandan á cualquier Gaitín de aquende el dinero que les sobra, para que os lo dé á préstamo en vuestras necesidades, y os cobra un duro de rédito por cada cinco. ¿Habrá judíos? ¿Sabéis lo que os digo?, que cuando toméis dinero no lo devolváis; quedaos con lo que es vuestro. Y cuando venga un tío ladrón con el aquél de cobranza… cantazo limpio, y aquí tenemos á Cernudas, que enterrará judíos mejor que en tierra cristianos…
Alabaron todos con festejo y palmas el discurso, que bien podría llamarse así, de la Recajo, y la Madre con afable reprensión le dijo: “Modérate un poco, Celedonia, que no debemos ir tan á prisa en la enmienda de los males que afligen al mundo. Contra la usura y la avaricia ya dijeron los Santos Padres más de lo que pudiéramos decir tú y yo. Recuerdo esta dura sentencia: "Los ricos avaros son ladrones que asaltan los caminos públicos, despojan á los pasajeros, y convierten sus casas en cavernas donde ocultan los tesoros de otros". Si no estoy equivocada, amigo don Venancio, el que esto dijo fué San Juan Crisóstomo”.
—Así es, Señora —replicó el cura—, y de San Basilio es este otro varapalo á los ricachones: “Cuando damos con qué subsistir á los que están en necesidad, no les damos lo que es nuestro; les damos lo que es suyo.”
En esto don Alquiborontifosio, que en aquel ilustrado concurso, ya convertido en club demagógico, no quería ser menos que los demás, sabiendo más que todos, limpió el gaznate con ligera tosecilla; sacó el pecho afuera, soltando los brazos á la libre gesticulación, y con acento de apóstol más que de dómine, pronunció una corta homilía: “Hijos míos, conciudadanos, no porque las diga yo, sino porque las dijo San Agustín, grabad en vuestra mente estas verdades: "Cualquiera que posea la tierra es infiel á la ley de Jesucristo". Esperad un poco y no metáis ruido. Sigo. Retened también estas otras de San Ambrosio: "La tierra ha sido dada en común á todos los hombres". Nadie puede llamarse propietario de lo que le queda después de haber satisfecho sus necesidades naturales”.
—Más fuerte estuvo San Gregorio —afirmó el cura disparando este cañonazo—: “Hombre codicioso, devuelve á tu hermano lo que le has arrebatado injustamente”.
Y el sabio don Quiboro prosiguió así: “Amados convecinos, hermanos en el martirio de Boñices, oid estotro de San Gregorio Nacianceno: "El que pretenda hacerse dueño de todo, poseerlo por entero, y excluir á sus semejantes de la tercera ó de la cuarta parte, no es un hermano, sino un tirano, un bárbaro cruel, ó por mejor decir, una bestia feroz". ¿Qué tal? ¿Os vais enterando de que no debéis pedir lo vuestro, sino tomarlo? Pues á ello, valientes. Si no os convencieran los Santísimos Padres, acordaos de lo que decía la tía Rocacha, de Barahona: "En la sopa del judío mete tu cuchara y di: lo tuyo es mío"”.
Llevaba camino el maestro de agotar su archivo de refranes; pero viendo que las migas empezaban á pasar de la sartén á las bocas, cortó discretamente su perorata, que si no lo hiciera, corría el peligro de quedarse asperges, porque todos acudían al olor del pan frito con chorizo, y á ello atendían más que á las divinas y profanas sentencias sobre lo mío y lo tuyo. Las primicias de la cena fueron para doña María, á quien Fabiana sirvió en plato aparte, dándole una cuchara de peltre, que brillaba como de plata. A los demás se les repartieron cucharas de palo, y cada cual, en ordenado ruedo, iba cogiendo lo que su necesidad le pedía. Rezagado se quedó el maestro por dejarse llevar de su flujo oratorio; pero con su autoridad y algunos codazos cogió puesto y vez, siendo de los más activos en el mete y saca de la cuchara.
Asombrábase grandemente Gil de que los constantes y repetidos tientos de las cucharas veloces no mermaran el contenido de la sartén. Eran muchos á comer, y sin cesar sucedían los entrantes famélicos á los que satisfechos salían. Crispulín de Chaorna fué de los más diligentes para colarse hasta tres veces en el ruedo. Su ceguera no le impedía encontrar un hueco, ni meter el largo brazo entre apretujados cuerpos y sacarlo trayéndose colmada la cuchara. Veía Gil que la sartén estuvo llena mientras hubo manos que acudieran á ella, cual si lo que éstas retiraban lo sustituyese al instante una próvida mano invisible.
El reparto del vinillo blanco se hizo después con un orden relativo, en vasos y tazas, que iban de boca en boca comunicando la dulce alegría á viejos y muchachos. La Recajo, por el fuero de su longevidad, se atizó dos tomas, absorbiéndolas con dos airosas empinadas del codo esquelético. Quisieron Cernudas y don Quiboro hacer lo mismo; mas Fabiana les sometió á régimen de un solo cortadillo. El trovador de Chaorna tuvo privilegio, por su ceguera, de vaso y medio, y otros se quedaron en el medio solo, que era el justo régimen de templanza. Gil bebió un vaso y la mitad del de la Madre (que sólo por compromiso, y por no desairar á la reunión, cató del precioso vino), y á poco de apurarlo, sintió ganas intensas de dormir. Luchando con el sueño, discurría vaga y confusamente de lo que había visto. Si el que la sartén no se agotara del caudal de migas mientras hubo cucharas que acudieran á ella fué sortilegio indudable, en el sueño que á él le sobrecogió también se traslucía el arte de encantamento. Así lo pensaba viendo que todos se amodorraban, y oyendo los baladros ó ronquidos de la vieja-vieja tendida en todo su largo delante del fogón. Lo más peregrino fué que hallándose él traspuesto con su cabeza en el regazo de la Madre, vino Fabiana y le llevó á un cuarto de la casa, donde lucían dos candiles, y allí encontró su hatillo con la ropa que había perdido en la fuga de Cíbico tras de su ingrata compañera la ardilla. Celebró Gil el prodigioso hallazgo, que conceptuaba favor especial de la bondadosa Madre. Y dormido volvió á sentirse junto á ella… Y dormido decía: “Soñemos, alma, soñemos”.