I
De la educación, principios y ociosa juventud del caballero.
El héroe (por fuerza) de esta fábula verdadera y mentirosa, don
Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, Marqués de Mudarra, Conde de
Zorita de los Canes, era un señorito muy galán y de hacienda copiosa,
criado con mimo y regalo como retoño único de padres opulentos, sometido
en su adolescencia verde á la preceptoría de un clérigo maduro, que
debía enderezarle la conciencia y henchirle el caletre, de conocimientos
elementales. Por voces públicas se sabe que quedó huérfano á los veinte
años, desgracia lastimosa y rápida, pues padre y madre fallecieron con
diferencia tan sólo de tres meses, dejándole debajo de la autoridad de
un tutor ni muy blando ni muy riguroso; sábese que en este tiempo
Carlitos se deshizo del clérigo, despachándole con buen modo, y se
dedicó á desaprender las insípidas enseñanzas de su primer maestro, y á llenar con ávidas lecturas los vacíos del cerebro.
Lo que se decía del señor Marqués de Torralba de Sisones, padrino y tutor de Carlitos, es como sigue: Aunque el buen señor vivía en continuo metimiento con gente de sotana y hocicaba con el Nuncio y el Marqués de Yébenes, estaba, como quien dice, forrado por dentro de tolerancia y benignidad, virtudes que no eran más que formas de pereza. Por esta razón gastó manga muy ancha con su pupilo, y no le puso ningún reparo para que leyese cuanto le pidieran el cuerpo y el alma, ni para mantener constante trato con muchachos de ideas ardorosas y atropellada condición, despiertos, redichos, incrédulos como demonios. Pero en estas menudencias ó chiquilladas no paraba mientes el Marqués tutor, caballero de cortas luces. A su ahijado no exigía más que un cumplimiento exacto de las fórmulas y reglas del honor, la cortesía, el decoro en las apariencias. Nada de escándalos, nada de singularizarse en sitios públicos; evitar en todo caso la nota de cursi; proceder siempre con distinción; divertirse honestamente; al teatro á ver obras morales, cuando las hubiere; á misa los domingos por el que no digan, y por las noches, á casita temprano.
Mayor de edad, se halló Carlos de Tarsis entregado á sí mismo, libre, con dinero, que es doble riqueza y libertad doble, ventajas realzadas por la personal belleza y elegancia. Mirando á lo del alma, aparecían en don Carlos las virtudes caballerescas, y además la gracia, el Ingenio, el don de simpatía, y por último, se despertó en él furiosamente el ansia de satisfacer todos los goces de la vida, sin poner en ello tasa ni freno.
El primer impulso de don Carlos, apurados los gustos de Madrid, fué irse en busca de los de París, donde se engolfó en diversiones sin cuento, y en los variados deleites de que es maestra la grande y espiritual Metrópoli. Bélgica, Londres y algunas partes de Alemania le tuvieron después de París, y en todos aquellos reinos y en la capital de Inglaterra, que forma como un reino por sí sola, gozó y estudió el de Tarsis, con más goce que estudio; pues éste fué siempre somero y sin método, hartazgo de ideas que se desmentían unas á otras, y atarugaban el cerebro de un picadillo de mil substancias diferentes. Cuando á Madrid volvía, encontraba el caballero á nuestra capital muy provinciana, como arrabal distante que recibía de lejos la irradiación de la cultura europea; pero se acomodaba sin esfuerzo al ambiente social de esta Villa, por los muchos amigos que aquí le bailaban el agua, por el sinnúmero de señoras guapas, de señoritas muy monas y de lindas muchachas plebeyas que son preservativo contra el aburrimiento, y por la franqueza democrática con que nos juntamos y comemos en este magnífico bodegón.
Al año siguiente fué don Carlos á Italia, en primavera, y en otoño á Viena y Budapesth. Otras partes de Europa hubo de recorrer viendo y gozando, hasta que, apaciguado su ardor centrífugo, le encontramos residente todo el año en Madrid, su patria, á los cinco ó más años de su mayor edad y cuando no había llegado aún á los treinta de su existencia. Y es cosa probada que ya se le habían escurrido por entre los dedos todas las rentas y alguna parte de su cuantioso capital, motivado al lujo y refinamiento de sus regocijos en distintas tierras civilizadas. La civilización devora sin piedad á los que acuden á estudiarla prácticamente en sus ramificaciones más halagüeñas.
En la Villa del Oso hizo el caballero vida ociosa y descuidada. A sus amores con la Marquesa que honestamente llamaremos de Equis, sucedió el trapicheo con la viuda jovencita de un coronel, á quien por pudor llamaremos Hache. La afición de don Carlos al mujerío era una dolencia crónica, y como en los intermedios buscaba descanso á la vera del tapete verde, su bolsa iba enflaqueciendo por días. Sobre este particular le amonestó severamente el Marqués de Torralba de Sisones, y tales razones reforzadas con ejemplos hubo de darle, que el aturdido prócer hizo propósito de enmienda y de sana economía, como cualquier burgués.
Y viéndole en tan venturosa disposición, Torralba tuvo la feliz idea de aplicar revulsivos al espíritu del caballero, llamando á otras partes menos peligrosas el humor maligno. Excelente distracción era la política. Pensado y hecho, arregló para su ahijadito una fácil acta de diputado en elección parcial. De la noche á la mañana, sin quebraderos de cabeza y con muy reducido gasto, ascendió Tarsis á padre de la Patria, llevando advocación ó estigma de cunero. Ni que decir tiene que Torralba le impuso la divisa reaccionaria y católica; y como estas recatadas doctrinas repugnaran al entendimiento de Tarsis, desviado hacia el radicalismo y la incredulidad por tanta insana lectura, el de Torralba le dijo: “No seas necio y déjate conducir al terreno firme, donde será fácil encadenar las hidras revolucionarias, En estos tiempos todo se puede ser menos cursi”.
Buscando Torralba nuevos modos de distraer al chico de su vida licenciosa, discurrió afiliarle en una Orden de caballería, Calatrava ó Santiago, pues sólo con pensar en los trámites de la ceremonia para recibir el hábito, y en el traje, armas, reglas de la comunidad y demás pormenores de la vistosa mascarada, tendría entretenimiento para muchos días y una desviación de su espíritu hacia las cosas nobles y solemnes. Dejóse llevar Carlos á donde su padrino quería, y aunque interiormente se reía de tales pamemas y figuraciones, tomó el hábito, le fué ceñido el acero y calzada la espuela en función pomposa, con asistencia de gente alcurniada. ¡Y que no lució poco su airosa figura el Marqués de Mudarra! Los caballeros le vieron con envidia, las damas con admiración, y la Prensa le trompeteó de lo lindo. Pero él, que no podía ver en tal comedia más que un degenerado simbolismo de cosas que fueron grandes, se miraba y á los demás miraba con lástima, complaciéndose en exagerar la ridiculez de la vestimenta, que en los de mezquina talla era digna del lápiz de Goya. El manto blanco, los desaforados borlones y el birrete ochavado daban impresión de caricatura, no de la que regocija, sino de la que entristece. Era profanación de tumbas, traslado burlesco del antaño glorioso.
No se mordió la lengua don Carlos, hombre de mucha espontaneidad y franqueza, para decir á su excelso padrino todo lo que sentía. Anhelaba, sí, reformar su vida, pero no con ideas y elementos tan distantes de la realidad; á lo que replicó Torralba de Sisones, rezongando, que él, conocedor del tiempo en que vivía, era la realidad viva, y puso fin á la controversia con su frase ritual: “Y sobre todo, hijo mío, no quiero verte cursi”. En su reducido cacumen se alojaban pocas ideas, las cuales, por ser pocas, vivían allí con holgura.
Al mes de haber metido á Tarsis en la militar y caballeresca Orden, dió Torralba en la tecla de decirle y recomendarle que se casara. A su juicio, no había cosa de peor tono que permanecer sistemáticamente en soltería. El se cuidaba de buscarle novia rica y de buenas partes, y para no cansarse en investigaciones, desde luego le propuso la hija única de los Marqueses de Mestanza, Mariquita ó Mary de Castronuño, riquísima heredera, buena chica, educada en Francia, de rostro no desagradable y figura esbeltísima. Entre las ideas elegantes de Torralba, descollaba la de que para fines de matrimonio no era menester hembra bonita; antes bien, la extremada hermosura era notoria impedimenta de la felicidad.
Sin rechazar ni admitir la idea ni la persona, Carlos se tomó tiempo para decidirse. A Mary conocía y trataba desde que la trajeron del colegio francés como de una fábrica de muñecas. Ocasión había tenido de apreciar en ella una corta inteligencia, cultivada en la estepa de los elementales estudios de carretilla, y aderezada con todo el saber de cortesanías aplicables á su eminente posición social. A su insignificancia no faltaba ningún toque de purpurina para deslumhrar al vulgo selecto. En lo físico, Mary ostentaba un seno enteramente plano, tabla rasa por la cual resbalaban con desconsuelo las miradas del amor; un rostro afilado, sin otro encanto que la dentadura de ideal perfección y limpieza, ojos claros y mudos, cabello bermejo, gentileza de palo vestido ó de palmera tísica, y de añadidura un habla impertinente arrastrando las erres.
En las vacilaciones de Tarsis y en el aquél de pensarlo y estudiar el asunto, vió el de Torralba un indicio de que el galán apechugaría con la prójima desaborida y ricachona. En cuestiones de este linaje matrimoñesco mercantil, disparate estudiado es disparate hecho. Debe advertirse que el caballero, en el tiempo de su primer florecimiento juvenil, pensaba que jamás casaría con mujer de quien no estuviera ó pudiera estar enamorado. Pero ya con el rodar veloz de una vida intensa, se marcó la evolución de sus pensamientos hacia el positivismo. Y tanto y tanto le había sermoneado su padrino sobre las ventajas de no ser cursi, que al fin esta idea se le fué metiendo en la voluntad y acababa por ganarle.
Conversando sobre tema tan sugestivo después de hacer la corte á la niña de Mestanza con miras de casorio, don Carlos decía: “Quizas la más bella flor del buen tono es mirar á la conveniencia en achaques de tomar mujer para toda la vida. La sensiblería pasa sin dejar huella, el amor mismo no es más que la entrada al pórtico del templo del hastío. Los intereses son, en cambio, la solidez y el asiento del vivir… La cifra del buen gusto es mirar á la cifra de numerario antes que á las caras bonitas, las cuales se ajan, mientras que el oro es perdurable, siempre bello y sabroso. Yo veo con admiración á los millonarios, no tanto por el dinero que tienen, sino por los beneficios que pueden hacer á la Humanidad. Son los lugartenientes de la Providencia. Observe usted, padrino, que la Providencia será lo que se quiera; pero cursi no es”.