XXIII
De cómo las picantes aventuras se vuelven dolientes y trágicas.
Arrebató Gil del grupo cercano un hierro con que atizaban la
lumbre, y corrió disparado contra el pecho y vientre de Regino, soltando
de su boca estas horrendas imprecaciones: “Canalla, ladrón de honras,
Caín… no te contentaste con quitarme á mi mujer, sino que te atreves con
mi Madre… Espérate y vas al infierno”.
Si no le sujetaran, no habría tenido tiempo Regino de guardarse del golpe. Flemático, sin hacer uso del máuser, dijo al que fué su amigo: “Repórtate, Florencio, y no provoques. Y pues has tenido la mala sombra de volver á núestras manos, date preso… Poco te ha valido escaparte. La justicia te reclama”.
—Yo me chanflo en la justicia, en tí y en tu madre —gritó Gil tirando el hierro—. Asesino eres, y si quieres matarme ahora mismo, aquí me tienes indefenso. Pero antes te diré que eres un alma perversa, harta de pecados.
—Ea, pájaro, á callar, —dijo el guardia de la cara hosca, disponiéndose al empleo de la cuerda.
—Aquí me tienen… Regino, ¿qué has hecho de mi mujer? ¿Qué harás ahora de mi Madre? Yo te aseguro que una y otra morirán conmigo, y que tantas muertes caerán sobre tu conciencia. ¿Desconocéis vosotros, guardias en quienes veo nobleza y ceguera, porque todos, menos este infame Regino, sois hombres de honor, que ignoráis las villanas intenciones de los que os mandan; desconocéis, digo, á esta divina Señora, alma de los reinos que son y que fueron, eterna entre nuestra mortalidad?
Lo de llamar divina, eterna y alma de los reinos á la pobre vieja, mendiga, borracha ó criminal, que esto no se sabía, levantó rumores de burla y desató carcajadas en el auditorio… El guardia de la cara hosca, asegurando las manos de Gil, le dijo: “Cállate la boca, chiflado, cabeza perdida. Nosotros llevamos gente á las cárceles y á los manicomios. Ya te dirán á dónde debes ir”.
—A la muerte iré con mi mujer y con mi Madre, verdugos —gritó Gil, más desatinado—; pero no quisiera ir sin llevarme á alguno de ustedes por delante…
En esto surgió en el grupo la talluda, imponente figura de don Alquiborontifosio, el cual, con bronca voz, sin miedo á los civiles ni al lucero del alba, se expresó de este modo: “Si tienen por criminal á esta Señora, y ella es, en efecto, doña María, ténganme á mí como su cómplice, cualquiera que sea el supuesta delito que le atribuyen.
—Esta mujer —afirmó uno de los guardias—, iba con un compañero de Lobato, que se nos escapó, corriendo más que una liebre… Por los compañeros de la otra pareja sabemos que alienta y encubre á los ladrones de leña, guardando sus rapiñas en la corraliza que tiene á la salida de Guijosa, con un tapadillo de cabras, cerdo y un horno de cal, para despistarnos.
—Pues yo también encubro y despisto —declaró con gallarda entereza el maestro—. Si á la ilustre Señora maniatáis, haced lo mismo conmigo, pues yo también soy escudero de ella, como este joven, á quien conocí en Bornees.”
Mientras esto decía, el guardia le metió la mano en los bolsillos, y sacando unas patatas, le dijo: “Explíquenos el señor escudero de la vieja dónde adquirió estas patatas, y con qué leña hizo fuego para chamuscarlas”.
—Ese fruto —replicó don Quiboro—, lo debí á la caridad. Mas si entendéis que es fruto robado, prendedme y atadme con la Señora por el lado contrario al que ocupa Lobato, para que en doña María se repita el caso de nuestro Redentor, sacrificado entre dos ladrones.
—No, no —gritó el caballero fuera de si—, que ese puesto á mí me corresponde… Y si lo dudan, pregúntenselo á ella.
—No disputo el lugar —agregó don Quiboro—. Sólo reclamo el honor de un puestecito en el calvario de doña María… Estáis ciegos, señores guardias; vivís á cien leguas de la verdad… No sabéis que á la vuelta de cualquier camino, tendréis delante al Apóstol Santiago en persona, que os dirá: “Teneos, hombres de poca fe, y dadme al instante á esa santa mujer que lleváis atada entre ladrones, y entregadme también á sus nobles escuderos”. Yo soy por mi oficio maestro de párvulos, y si no tenéis bastante ilustración para distinguir lo grande de lo pequeño y lo santo de lo criminal, yo os abriré las entendederas.
—¡A la cárcel! —clamó el guardia de la cara hosca—, y allí se verá si algunos de éstos han de ir á una sala de observación en el hospital. Pocas bromas, y á callar todo el mundo…
Imperante la fuerza, se procedió á engarzar á Gil y á don Quiboro en las ignominiosas cuerdas. El caballero tuvo el honor de que su mano derecha fuese atada con la izquierda de la Madre, que en el suelo yacía sin dar acuerdo de sí. Y como en aquel momento descubrieran los civiles á Tiburcio de Santa Inés, y le reconocieran como escapado de la cárcel de Sigüenza, no le valió el intento de escabullirse, y su mano carnosa quedó enlazada cruelmente con la huesuda mano del maestro. De este modo fueron conducidos casi á rastras los dos rosarios por un pasillo largo que se abría junto á la taberna, y terminaba en anchurosa cuadra, y en ella entraron precedidos de la cuerda en que iban Becerro y los dos leñadores furtivos.
Cerrada la puerta, los infelices presos quedaron en hórrida obscuridad, pues la cuadra no recibía por ninguna parte el menor destello de luz. Conforme entraban, iban echándose al suelo; cada cuerda caía de golpe, pues uno solo á los demás arrastraba. Mediano rato estuvo Gil maldiciendo todo lo maldecible, y dando aire á su insana desesperación. A la Señora, que á su lado yacía, llamó una vez y otra. No contestaba. Por el tacto quiso reconocer su presencia, y sólo tocaba un bulto blando en inmovilidad de cosa inanimada. Pensó que la Madre se había desvanecido, dejando en su lugar un fardo de lana y huesos. La sacudió. Ni voz ni aliento le dieron respuesta. Al otro extremo de la caverna tenebrosa sonaba una voz que le pareció la de Becerro, declamando ininteligibles oraciones, ó aforismos de filosofía de la Historia. ¿Qué falta hacían en tal desolación la Historia y sus abstrusas filosofías ó exegesis?… Más cerca, sonaba la trompeta del Juicio final, ó sea el ronquido de don Quiboro, que profundamente dormía como un santo mártir en su urna de cristal…
La obscuridad profunda determinó en el cerebro del caballero visiones extravagantes y terroríficas, animales absurdos nunca vistos en la realidad, personas reptantes y seres gelatinosos, que con la huella de sus babas iban trazando en suelo y paredes letreros indescifrables. La imagen de Regino, con el máuser al hombro, desafiando al mundo entero con su arrogancia desdeñosa, dominaba en las insanas hechuras de la fiebre, infernal inspiración del condenado á muerte. Y singularmente le atormentaba el anhelo no satisfecho de ver á Cintia entre aquellas aberraciones cerebrales. “¿Dónde está Cintia? —Se decía—. Es deber suyo presentarse aquí… Ni la veo, ni quiere verme. Y lo peor es que no me acuerdo de cómo es Cintia… Llamo su rostro á mi memoria, y su rostro no viene; su rostro se esconde, dejándome en la mayor confusión de mi vida… Yo pregunto á la obscuridad, yo pregunto á la luz cómo es el rostro de Cintia, y la luz y la obscuridad nada quieren decirme”.
En las innumerables vueltas de la rueda de este suplicio pasó la noche, imagen de una dolorosa eternidad sin consuelo. Al rayar el día, cuando algunos presos se desperezaban y los más dormían, fueron sacadas las tres cuerdas para emprender el lento y angustioso viaje hacia la indeterminada meta en que se erigía, rodeado de sombras, el fetiche de la justicia para pobres. ¡Inhumana y expeditiva ley, sin otro ideal que acabar pronto y cumplir una función de policía de los caminos! Los guardias conductores de los presuntos delincuentes actuaban con la rigidez de mecánicas escobas que traían y llevaban las basuras sociales, sin cuidarse de su destino. Ellos barrían lo que se les mandaba barrer, y no tenían por qué averiguar si había polvo de oro entre el polvo y mondaduras mal olientes…
Pasaron por el corral ó patio, donde yacían durmientes descuidados… Vió Gil cenizas donde hubo llamas, los pucheros volcados, todo en el desorden matutino, antes que empezara el arreglo de los ajuares, obra doméstica del día. Pasó junto al grupo de los volatineros: los hombres dormitaban; las mujeres, ya despiertas y en todo el horror de su despintada fealdad y de sus flacas pechugas colgantes, se alisaban las greñas con peines desdentados. Al paso del caballero preso le agraciaron con signo de compasión y simpatía, no atreviéndose á más por miedo á los guardias… Llegóse á la puerta de la taberna la triste caravana, y allí José Corvejón, hombre cristiano y de buen natural, obsequió á todos con lo que quisieron tomar para sustentarse. Los más bebieron aguardiente. La Madre no quiso probarlo, y cedió á Gil su vaso. A don Alquiborontifosio dieron pan negro, vino y su tajadita de bacalao, y con lo mismo se apañó Tiburcio. Lobato pidió más aguardiente: por indicación de los civiles no le fué concedida más de una ración discreta. Remediados así, salieron al campo, y el aire fresco desentumeció sus espíritus y entonó sus cuerpos, vigorizándolos para la marcha penosa.
Delante iba la cuerda de Becerro; seguía la de don Quiboro, y atrás, en colocación de respeto como la Virgen en las procesiones, la cuerda de doña María. De los siete infelices conducidos, el Lobato era el de mayor cuidado. Por tal le tenían los guardias, como buenos conocedores del personal vagabundo, y no quitaban de él la vista, observando sus manifestaciones de salvaje alegría. Bromeaba y canturriaba al compás de la marcha, y refería las innumerables procesiones de aquella guisa, en que figurado había desde su tierna infancia. Cuando á lo largo de la carretera general, en la cual entraron poco antes de las nueve, veían venir algún automóvil disparado, se les mandaba alinearse en la cuneta. Pasaba el auto como exhalación, levantando polvo y exhalando la fetidez de la gasolina, y el Lobato era el más vehemente en las exclamaciones de amenaza y vituperio contra la máquina veloz, que corría parejas con el viento y aun le superaba en el tragar de kilómetros. “¡Así te escacharres!… ¡Miá la pendanga que va detrás del vidrio!… ¡Correi, correi; matarnos pronto, granujas!”.
A menudo dirigíase Gil á la vieja con interrogaciones cariñosas; mas ella sólo respondía con su mirar de intensa piedad y dulzura. Pensó el caballero que la excelsa Señora perdido había la palabra en las recientes sofoquinas que le dieron sus ingratos hijos. Por fin, recorrido ya un buen trecho á lo largo de la polvorosa, la Madre, agobiada y envejecida, se dignó manifestarse con susurro, que el caballero interpretó de este modo: “Hemos llegado á las horas de prueba… La tremenda adversidad oblígame á sumergirme en la resignación dolorosa… Yo, eterna, sé morir… He muerto, he revivido, á fuer de creyente en la grandeza de mi destino. Calla y sufre tú, como yo sufro y callo… En trances de esta naturaleza me vi alguna vez; mas la desdicha presente supera, hijo mío, á otras que parecieron extremadas. Mi destino me impone la sumisión á los ultrajes más atroces. No podré ser redentora, sino soy mártir”.
Al son de estos graves dichos, Lobato entonaba canciones obscenas. Los delanteros marchaban silenciosos, y Becerro era como un autómata impulsado por inverosímil mecanismo de piernas. En la segunda cuerda notábase cierta irregularidad de andadura, pues el ágil paso de Tiburcio no emparejaba con la torpeza del pobre don Quiboro, que iba como arrastrado por su compañero. La Madre mostraba un vigor y compás de movimientos que desdecían de su vejez caduca. Observándolo así, los guardias decían á los hombres: “Adelante; no os hagáis los remolones. Aquí tenéis á la pobre Güela, que os da el ejemplo. Vean cómo no se cansa. Güela, tú mereces que se te dé libertad por valiente y juiciosa. Nosotros no podemos dártela; pero te recomendaremos por tu buen caminar… Anda, doña Sancha ó doña Berenguela, que aún no sabemos tu nombre, y quizás por no querer decirlo te ves en esta trailla”.
Despejado el día, el sol picaba un poco, y con el sol el aire fresco componía un buen temple para la marcha. Al filo de las doce, entraban en un desfiladero en cuesta, con corte de trinchera no muy alta por un lado, por otro lindante con terreno de peñas y matorrales. Apenas vencido el arranque de la cuesta, don Alquiborontifosio empezó á dar traspiés y caía y se levantaba, sacando fuerzas míseras de su honda flaqueza. Suspendióse por un momento la marcha. Respiró el buen maestro, y al dar los primeros pasos después de la breve parada, cayó en el suelo con pesadumbre, abatiendo á su compañero. Acercáronse los guardias, animándole con palabras caritativas. Pero don Quiboro se tendió á lo largo, quedando en cruz, los cuatro remos extendidos, el rostro mirando al cielo.
“Caballeros guardias —dijo con voz cavernosa—, mátenme de una vez, que de aquí no puedo pasar. La vida se me acaba. Si han de seguir, remátenme con un tirito… y yo quedaré contento y ustedes libres de esta carga”. En derredor del infeliz viejo se agruparon todos. Uno de los guardias declaró que según reglamentó no podían abandonarle. Para llevarle cómodamente ajustarían el primer carro que pasara. Don Quiboro se volvió á Gil, diciéndole: “Caballero que me acompañó y me dió parte de su queso y pan, coja mi manta. No puedo hacer testamento de otra cosa; y usted, doña María, écheme su bendición. Ven, muerte pelada, ni temida ni deseada”. Trataron de animarle con palabras afectuosas y bromas compasivas. Lo primero que dispuso el de la cara hosca fué desligarle de Tiburcio, atado á él mano con mano, Lleváronle fuera del arrecife, depositándole en un lomo de tierra, bastante apropiado para servir de cama. La faz angulosa del anciano se desfiguró y descompuso por entero, anticipando la faz cadavérica. Llevóse la mano al pecho; abrió la boca cuanto abrirla podía, y absorbiendo gran cantidad de aire, pudo articular estas palabras: “Amigos, dadme los parabienes, porque ya se acabó el padecer de Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias.
—Ea, no se acobarde, abuelo —le dijo Regino poniéndole la mano en la frente, mientras el otro guardia le tomaba el pulso—. Le llevaremos en un carro… Descanse… ¿Ha sido usted militar? ¿Ha sido labrador?
—No señor… He sido…
—Ha sido maestro de escuela —dijo la Madre—. Tened compasión del que enseñó á leer á vuestros padres”.
Advirtieron todos fúnebre contracción dé los músculos faciales del desgraciado viejo. Encogió éste una pierna, y las dos estiró luego desmesuradamente.
“Maestro —dijo un guardia—, haga el favor de no morirse en nuestras manos, que no tenemos la culpa de su infelicidad”.
Y él, extinguiéndose, articuló trémulas expresiones: “Maestro fui; ya no soy nada… Rezadme algo… Mejor será que digáis: Muerta es la abeja, que daba la miel y la cera”. Así entregó su alma en un camino el caminante que recorrió larga vida de penas y abrojos; así murió la solícita abeja, que dió toda su miel á las generaciones ingratas.
Y en el trance de atender al maestro moribundo, y en la emoción de verle morir, distraídos los guardias por ley de humanidad, no advirtieron que Tiburcio de Santa Inés, en cuanto se vió desligado de su compañero, se deslizó lindamente hacia las peñas próximas, y por entre malezas y pedruscos hizo una teatral desaparición de su persona. Uno de los guardias, apenas recobrada la conciencia de su obligación, le vió á lo lejos, ganándose la libertad con la ligereza de sus pies, y la instintiva táctica del prisionero en salvo… El representante de la ley se echó el fusil á la cara. Pero Tiburcio, que sin duda se había encomendado al Niño Jesús, supo desaparecer tras de una roca. Por muy diligentes que fuesen los del tricornio, no habrían de engancharle nuevamente, y el matarle de un tiro no era fácil, por lo abrupto del terreno y el broquel de piedras con que el fugitivo defendía su existencia. Mientras dos de los civiles deliberaban sobre esto, los otros dos vieron con sorpresa y enojo que el Lobato desprendía su mano de la de la vieja, y tomaba carrera por el mismo escenario que fué la salvación de Tiburcio. El pícaro cortó la cuerda con navaja. ¿Cómo pudo ser esto, después del cacheo minucioso que á todos se hizo? Sin entretenerse en descifrar tal enigma, acudieron á la cuerda de Becerro, notando en los dos consortes de éste inquietudes reveladoras del ansia de libertad.
Y cuando esto ocurría, Gil y la viejecita, libres ya de la impedimenta del cuatrero, subieron tranquilamente por un senderillo escalonado, y se encontraron en lo alto de la trinchera que dominaba por la derecha el camino real. Desde allí vieron el cadáver de don Quiboro, medio cubierto con su manta, y observaron el trajín de los guardias para contener á los de la trailla de Becerro. No fué iniciativa de Gil el subirse con paso sereno á donde fácilmente podían ser de nuevo aprehendidos. La Madre le llevó con suave tirón de su mano atada, y al llegar arriba le dijo: “Veremos lo que hacen estos pobres cuadrilleros de la Santa Hermandad, tan sencillo tes y puntuales en cumplir lo que les ordena su reglamento. Su deber es cogernos ó matarnos. Subamos un poquito más arriba”.
Advertida por los guardias la fuga de la vieja y su escudero, con ellos se encararon. Regino les dijo: “Baja, Florencio, y no nos comprometas. A doña Sancha podríamos dejar en libertad; á tí no, que eres acusado de homicidio”. “Es hijo mío —gritó la Madre con voz cascada—, y los dos correremos la misma suerte. ¿Para qué quiero vivir yo, si á mi hijo matáis, ó si vivo le lleváis á la deshonra, abriéndole las puertas del presidio?”.
—Volved acá. ¿Qué más quisiéramos nosotros que dejaros libres? —gritó Regino, blasonando de riguroso, sin olvidar lo humano—. Si la vieja es tu Madre, cumplirá con Dios haciendo por salvarte. Pero nosotros, máquinas frías de la ley, no podemos encender en nuestros pechos la compasión. Has matado á un hombre. La anciana no ha hecho más que ocultar la rapiña de los leñadores furtivos… Para ella puede haber un poco de lo que llamamos vista gorda; para tí no… Bajad y entregaos.
—Farsante —clamó Gil-Tarsis ronco de ira—. Más culpable que mi Madre y que yo eres tú, que aprovechándote de mis desdichas me has quitado á mi mujer. ¡Y hablas de justicia y de ley, y distingues la vista gorda de la vista flaca! La vista tuya ante mí es de lobo carnicero, porque después de quitarme la mujer que adoro, quieres ocultar tu delito con mi perdición. En Numancia te conocí; en Numancia me engañaste, pues con hipócritas zalamerías me hiciste creer que eres caballero. Caballero fuiste, sin duda, y estás encantado como yo, penando por tus culpas… Al mismo escarmiento y expiación estamos condenados: yo por desórdenes de mi vida, de los que afean, pero no deshonran; tú por delitos contra mi Madre.
—Baja, loco de atar —gritó el de la cara fosca—; baja, y si más que presidio mereces manicomio, á él irás.
—No bajo… Regino, mal hombre, ¿piensas que desconozco la causa de tu condenación, y el pasar de caballero y alta figura militar á simple número de la Guardia civil? Pues encantado fuiste por entregar á una nación extranjera tierras españolas… ¿Te atreves á negarlo?… Vendiste á tu patria, no por dinero, sino por obedecer á los que querían la paz aunque ésta fuera bochornosa. Y ahora, el que fácilmente y sin lucha permitió la conquista de una parte de España, ahora también con maniobra fácil á mí me conquista la mujer… Esto es indigno. Contra tí protestarán el cielo y la tierra, y maldito de Dios, y maldito de los hombres, no tendrás en tu vida ni un instante de paz… Y nada más tengo que decirte. Yo criminal, creo deshonrarme hablando contigo.
Como en aquel instante iniciara la Madre un movimiento para seguir cuesta arriba, los guardias les dieron el alto. “¡Quietos! —gritó el del feo rostro—. Quietos, ó disparamos. Güela, ten el juicio que á ese loco le falta. Bajad: os lo mando por tercera y última vez”. No hicieron caso el hijo ni la Madre. Los guardias no podían eludir el cumplimiento de su deber… Los mortíferos fusiles subieron á la altura de los ojos. ¡Brrrum! Dos, tres disparos rasgaron el aire con formidable estampido. La vieja y el caballero se desplomaron… Su caída en tierra fué súbita y blanda, como la de dos cuerpos colgados del cielo por invisibles hilos… que las balas rompieron.