III
Donde se verá el interesante coloquio del oaballero Tarsis con sus amigos.
Gabinete con desordenada elegancia. Puertas que comunican por
aquí con el baño; por acá, con un salón que se supone más ordenado que
lo que está á la vista; por acullá, con el entra-y-sal de los que
visitan.
TORRALBA. (Sentado junto á Tarsis, que no está vestido ni desnudo.) —No he venido á reñirte… No es cristiano reñir al necesitado, á quien no podemos auxiliar. Practico las obras de Misericordia consolando al triste y visitando al enfermo, que enfermo estás de la voluntad, y diciéndote: Hijo mío, te compadezco; hijo mío, deploro tu desdicha, que es como decir que la lloro. Pero llorándola no puedo remediarla. Hacienda tuviste y hacienda tienes, aunque mermada por tus desaciertos… Con Bálsamo te basta para ordenar tus asuntos, si quieres hacerlo. Bálsamo es un águila de la administración. Haz lo que él te diga; sométete á su tratamiento, y te salvarás.
TARSIS. —Aun para reducirnos á lo preciso y establecer un régimen de economía, necesitamos dinero, mi querido don Juan. ¿Concibe usted que á un edificio amenazado de ruina se le puede reparar sin poner andamios, que también cuestan dinero? Lo que usted me adelante para mi obra se lo devolveré con intereses. ¿A quién había yo de acudir sino á usted, que fué mi padrino en la pila, mi tutor en la menor edad, y ahora… no sólo el mejor, sino el más rico de mis amigos?
TORRALBA. (Alargando una mano con gesto defensivo.) —Párate un poco y no desbarres, Carlitas; no te vea yo entre el vulgo que cree que yo tengo el oro y el moro. Mejor que nadie conoces tú la modestia con que vivo, dentro de lo que me impone, bien entendido, mi posición social. Dios me ha dado esta posición, y es mi deber mantenerme en ella con decoro, sí, pero sin fachenda, sin pompas de ninguna clase… Has de Ajarte en otra cosa, que no sé cómo no has comprendido ya, sin duda por tener tu espíritu tan alejado del verdadero catolicismo. Caudal abundante me dejó mi pobre y santa Micaela; pero ¿te parece bien que distraiga yo ese caudal de los objetos píos á que ella lo dedicaba, con la mira puesta siempre en lo alto? ¿Qué diría Dios si yo empleara el óbolo santo… así he de llamarlo… el óbolo de Micaela, en pagarte tus deudas de juego, ó en el costeño de tus automóviles, ó en taparte los huecos que han abierto en tus arcas, por un lado Rosario Lepanto, por otro la Lucerito y Azotitos…? Repugnan á mi boca estos nombres indecentes… Considera tú lo que pensaría y diría Micaela en el cielo, donde está, si viera que yo… Puede que creyera que… Carlos de mi alma, tú comprenderás mis escrúpulos, y te harás cargo de lo que me contraría y desespera el tener que negarte… (Levántase.) Un consejo te doy que vale más que dinero, y es que en tus aflicciones vuelvas los ojos á Dios… El Cual no desoye, yo te lo aseguro, á los que con fe y con dolor sincero imploran su misericordia. (Estrecha la mano del caballero.) Y ahora se me ocurre que tal vez en este instante te tenga Dios preparada una solución… He oído que llevas muy bien tu asunto con la chica de Mestanza. Ayer tarde la vi: estará muy guapa cuando entre un poco en carnes.
TARSIS. (Con sutil ironía.) —Para el buen término del negocio de Mary habría que contar con Dios. Pídaselo usted, padrino, que á mí no me hace maldito caso.
TORRALBA. (Risueño y meloso.) —No, tontín. Más caso ha de hacerte á tí si se lo pides con efusión del alma, echando por delante una conducta mejor que la que has traído hasta hoy… Me veo precisado á dejarte… Hace un siglo que no vas á almorzar conmigo… ¡Qué ingrato eres! (Entra Becerro y saluda.) Aquí tienes á tu amigo el gran heráldico, que te dará conversación más grata que la de este viejo regañón… Adiós, adiós… Y que tengas confianza con tu padrino, y le ocupes para todo. En cuanto tropieces con alguna dificultad, me avisas, ¿eh?… (Sale.)
TARSIS. (Con fino humorismo, envuelto en una calma estoica.) —Te avisaré, amado padrino, por el mismo mensajero que lleve el aviso á la funeraria cuando sea menester… Vienes á tiempo, mi querido Augusto, porque el humor que hoy tengo es de tal negrura, que sólo tú y tu gracioso saber de linajes pueden traer á mi espíritu algún despejo. Háblame de los siglos distantes, llenos de amenidad. Montado mi pensamiento en el tuyo, como en un águila, podré alejarme de la realidad triste.
BECERRO. (Más desmayado y mortecino que otros días. Su rostro flácido, sus ojos plorantes, reviven al son claro de su palabra correctísima.) —El mismo procedimiento uso yo para huir de mis penas. En mis lecturas favoritas encuentro yo las aves que me llevan al retiro de los siglos que fueron. Ya sabes que el autor más moderno que yo leo es el Arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. También es de los míos el Obispo don Lucas de Tuy. Me deleito en estos amenísimos autores; y cuando quiero mayor deleite, que á olvido mayor de lo presente me conduzca, echo mano del Fuero de Aviles, de los Fueros de Brañosera ó Zorita de los Ganes, de las escrituras de donaciones ó fundaciones, ó me extasío con el Cronicón Albeldense y con el Becerro de Santillana.
TARSIS. (Acordándose de que es profesor de guasa viva.) —Yo también, mi querido Becerro, yo también me deleito con esos portentos de amenidad… Y como no estoy hoy de buen temple, y quiero alegrarme, acaba de referirme el fundamento de mi título de Mudarra, uno de los más gloriosos de Castilla. Si no recuerdo mal, mi título viene del hermano bastardo de los Siete Infantes de Lara.
BECERRO. (Ufano de verse en su terreno.) —Mudarra, que en árabe es Mutarraf, esto es, Vengador. Autores hay que asimilan este nombre á los de Amenaya y Benaya, que es como decir Ben Yahia, ó Hijo de Juan. Sea lo que quiera, ello es que el primer Mudarra fué concebido en una cárcel. Como te dije, Gonzalo Gustios, Gundisalvus Gudiestoz, entérate bien, padre de los caballeratos de Lara, fué mandado por Ruy Velázquez al Rey moro de Córdoba, Almanzor, para que le matase. El moro fué más benigno y se contentó con ponerle en prisión. Cautiverio muy ancho debió de ser, porque en su cárcel el viejo señor castellano recibió la visita de la hermana del Rey moro, que, aunque de la perversa religión mahometana, era hembra compasiva y blanda. Mira tú si sería punto de cuidado el buen Gonzalo Gustios, que á las tres visitas quedó la Princesa en el estado que ahora llamamos interesante, verbigracia en cinta, vulgo embarazada.
TARSIS. —Y el desembarazo fué mi nacimiento, digo, el de mi tío, de mi abuelo, de mi tátara, tátara… Bien por el viejo Gustios. Eso es un hombre, eso es un caballero, un español de cuerpo entero y con toda la barba. ¡Y el hombre llevaba á cuestas sesenta años!… ¡Prisionero del Rey moro, le birla la hermana! ¡Vaya un tío! (Con reir nervioso y juguetón.) ¿Ves, Becerro? Sólo con recordar esas grandezas de la raza hispánica se me ha pasado la murria: ya estoy alegre… Si es lo que te digo: esos hombres son los que regeneran las razas decaídas… Se comprende que un pueblo formado de varones tales como ese Gustios de Lara, conquistara medio mundo. (Paseándose coa alborozo de travieso adolescente.) Aquí tienes Un ejemplo. Ya me estoy regenerando… Sigue, sigue la historia…
BECERRO. —Axa era el nombre de la real morita, hermana de Almanzor. Al chiquillo que tuvo le criaron para héroe, y salió con toda la pinta y toda la fiereza de los Laras de Salas. Vengó á sus hermanos, mereció los honores de un Romancero, y figura entre los más altos caballeros de Castilla.
TARSIS. —¡Y vengo yo de ese caballero… por cruce de la línea de los Tarsis, nieto de Noé, con la de los Mudarras, dichoso ingerto de las ramas de Cristo y Mahoma! Bien, bravísimo. Esto alivia, esto conforta. Completa sería la gloria de tal estirpe, si viniera con dinero. Porque yo, querido Augusto, he dado en pensar que nobleza sin dinero es latón abrillantado por la industria. Donde no hay oro, todo es desdoro. (Su entereza se aplaca; déjase vencer del pesimismo.) Me arrimo á la genealogía de mi abuelo materno, que tuvo el negocio de harinas, y con este polvo, como decía en las cartas comerciales, amasó la riqueza que yo estoy desmigando ahora. Atrás Gustios y Mudarras, fuera el nieto de Noé, y viva mi Suárez, por donde, según tú, debo llamarme Asur, Hijo del victorioso… hijo del molinero, que, amparado del arancel, alimentó á tres generaciones de cubanos, y acá se traía las cajas de azúcar, que venían resudando el dulce. Yo me acuerdo. ¡Qué olor tan rico en aquellos almacenes, aroma de almíbares, mezclado con fragancia de canela; que allí había también fardos venidos de Ceylán! Llévate todos los chirimbolos de la caballería de Mudarra, y tráeme mis almacenes de coloniales… ¡Ah! También había cacao. América inocente nos mandaba mil primores cambiados por las harinas de acá… Las memorias de aquella riqueza se avivan en mi olfato. Huelo, huelo… ¿No hueles tú? ¡Ay! Los pergaminos de tus cronicones apestan á ranciedad putrefacta… Becerro, Becerro, apártate, hueles á tí mismo. Tráeme el árbol genealógico que tiene por hojas los billetes de Banco, ó no vengas acá. No me traigas la roña de tus archivos, cementerios de la nobleza pobre… La pobreza es muerte, ¡oh gran Becerro, ilustrado y vacío Becerro, sabio durmiente entre ratones! (Abatidísimo se desploma en un sillón. Sobre los brazos de éste caen con grave pesadumbre las manos del caballero. Entran súbitamente, sin anunciarse, dos personas: Ramirito Núñez y don Francisco La Diosa. La teatral aparición de este señor es para Tarsis como una descarga eléctrica. Salta de su asiento; coge de un brazo al hombre plácido, de risueño y episcopal semblante, y se le lleva al salón próximo para hablar coa él á solas. Quedan en el gabinete Becerro y el joven Núñez.)
RAMIRITO. —Este señor que sonríe, aun diciendo cosas tristes, ¿no es ese que llaman La Diosa?
BECERRO. (Con erudición lúgubre.) —Su verdadero nombre es Abraham Samuel Zacuto, higienista, médico y matemático famoso… No, no: me equivoco… ¡Qué cabeza! Es don Isaac de Abrevanel, arbitrista y tesorero de los Católicos Reyes… ahora redivivo con la misión providencial de empobrecer á los nobles ricos, como preparación del reinado de la igualdad humana.
RAMIRITO. (Alelado, sin entender lo que oye.) —Don Augusto… ¿habla usted dormido?… Despabílese y charlemos. ¿Estuvo usted en el estreno de anoche?
BECERRO, (sin mirarle.) —Yo no voy á estrenos. (Mirándole.) Ya conoce usted mi simplicismo teatral: me he plantado en Bartolomé Torres Naharro. Ni á tres tirones paso más acá. ¿Estrenos dice? Pues estos pantalones me pongo hoy por primera vez… Pero no son obra original, sino arreglo, hecho por mis hermanas, de los que casi nuevos me dió Carlos. (De improviso aparece Tarsis por la derecha con vivo paso y rostro alegre. El señor La Diosa no le acompaña. Salió sin duda y por otra parte de la casa.)
TARSIS. (Disimulando mal su júbilo, guarda en un bolsillo del batín un fajo de billetes que traía en la mano.) —¿Qué decías, Becerro? ¿Qué dices, Ramirillo? ¿Hablaban mal de La Diosa?
RAMIRITO. —Yo, no.
BECERRO. —Yo he murmurado, he rutado. Rutar es en el hombre imitar con voz blanda el rugido de las Aeras. Yo sé rugir.
RAMIRITO. —Augusto me ha contado que estrena hoy unos pantalones arreglados del francés por sus hermanas.
TARSIS, (Cariñoso.) —Dispénsame, Augusto. No me acordé de preguntarte por tus hermanas. ¿Cómo están hoy?
BECERRO. —Como siempre, mejor y peor. En días alternos, mueren y resucitan.
TARSIS. (Casi por movimiento propio y espontáneo, la mano se le va al bolsillo en que ha guardado los billetes. Sica un fajo de ellos; del fajo despega dos y los da al amigo con liberal sencillez, sin humillarle.) —Toma, hijo, y remédiate. Ya sabes que no duermo tranquilo cuando me acuesto sin poder remediar las necesidades de los amigos… No te vayas… ¿Qué prisa tienes? Acompaña un rato al pequeño don Ramiro, que voy á concluir de arreglarme. (Entra por el fondo el administrador don Asensio.) Y aquí tenéis al buen Bálsamo, que me alegra la vida… Charlen aquí un rato. El barbero me aguarda. (Vase por el fondo. Bálsamo cambia con los dos amigos de Tarsis palabras de fría salutación, y se apoltrona en una butaca, quedando pensativo, mientras los otros hablan de literatura y teatro.)
BÁLSAMO. (Acariciándose la barba, fruncido el ceño, habla para sí.) —Se ha entendido directamente con La Diosa, esquivando mi mediación y desoyendo mis consejos. Bien le dije anoche que su dignidad no le permite someterse á condiciones usurarias tan escandalosas. Estás perdido, Marqués de Mudarra, si no te salva la niña petiseca de Mestanza… Y mis noticias son que ese negocio no va por buen camino. Ojalá sea falso lo que me han dicho. No quiero verte en la miseria, Carlos de Tarsis. Con golpes como el que acaba de arrearte La Diosa, pronto darás en tierra. Y ese granuja con cara de jamona verde, para acabar de arreglarlo, no me dará comisión. Ya lo veremos, ya… ¡Pobre Tarsis, cuándo tendrás juicio!… Pues hoy te traigo unas noticias… No te las daré hasta mañana, para no amargarte el dulzor del dinero que has tomado. Mañana sabrás que los colonos de Zorita de los Canes abandonan también la tierra; que el de Tordehita y Tordelepe pide prórroga, y llora y blasfema y coge el cielo con las manos… En cuanto á la dehesa de Santa Cruz de Juarros, bien puedo decir ya que es mía… Y de ello debes alegrarte, que peor fuera que á otras manos pasara… Yo te daré en usufructo, por si quieres retirarte del mundo, aquel palacete fundado sobre las ruinas de un castillo en que vivió, según dicen, el viejo camastrón mujeriego Gonzalo Bustos ó Gustios.
(Ramirito y Becerro, que habían trabado conversación, fumando cigarrillos, sobre temas de vaga actualidad, engarmaron en su coloquio al taciturno Bálsamo, que se limitó á dar una opinión seca sobre los delirios de la Aviación y sobre los disparates del Socialismo, que ambas cosas eran lo mismo: monomanía de andar por los aires. En esto salió Tarsis ya bien acicalado del rostro, listo de la parte inferior del cuerpo y encapillándose la camisa, cuyos botones aseguraba con una mano por dentro de la pechera y otra por fuera. Siguió vistiéndose asistido de su ayuda de cámara. Avido de conversación, cogió la primera hebra que halló pendiente en el coloquio de sus amigos, y con fácil elocuencia familiar disertó sobre los puntos del Socialismo y de la navegación aérea. Sin saber cómo y por un quiebro que dió Ramirito, fueron á parar á la cuestión de teatros, al estreno de la noche anterior, y á la literatura dramática.)
TARSIS. —No te canses, Ramiro. Habéis aplaudido anoche un drama caballeresco, con su musiquilla de rimas; habéis festejado á su autor, cuyo talento reconozco. Pero esa obra, representada en familia, en familia se extinguirá, y dentro de cuatro noches no irán á verla más que los de la hermandad del tifus. Esas farsas rimbombantes á nadie interesan; se aplauden por rutina; la prensa las jalea; los cómicos se desgañitan y el público se aburre. Te convencerás de que nuestros autores, así los que desentierran asuntos con casco y chafarote, como los que cultivan la vida corriente, vistiendo á los actores de levita ó blusa, no aciertan, créelo. Toda nuestra literatura dramática es esencialmente latosa, toda convencional, encogida, sin médula pasional cuando no es grosera y desquiciada. Compara este arte, siempre abortado, con la dramática francesa, rebosante de vida y pasión. Las compañías extranjeras nos enseñan la ruindad de nuestro arte, la cual se manifiesta en el éxito de las traducciones, hoy con los autores exquisitos que se llaman Donnay, Berstein, Mirbeau, Lavedan, Peydeau, como lo fué hace años con las obras de Scribe, primero, y luego de Sardou. Yo soy en esto muy radical, muy antipatriota, y lo digo sin ningún reparo, añadiendo, amigos míos, que el teatro clásico, con su Lope y su Tirso, me carga también, y siempre que voy á una función de esta clase, llevo la mala idea de descabezar un sueño en mi butaca. Una obra del teatro clásico se titula como debieran titularse todas: La vida es sueño. Digo y repito con pleno convencimiento que no tenemos teatro, como nó tenemos agricultura, como no tenemos política ni hacienda. Todo esto es aquí puramente nominal, figurado, obra de monos de imitación, ó de histriones que no saben su papel. Aquí no hay nada. Cuanto veis es bisutería procedente de saldos extranjeros.
BÁLSAMO. (Displicente.) —No estoy conforme.
RAMIRITO. —Ni yo. Niego que el teatro español sea como Tarsis lo pinta.
BÁLSAMO. —En lo del teatro no me meto. De eso entiendo poco. Pero salgo á defender la agricultura, y afirmo que existe. Pues si no existiera, ¿qué sería de España? Diráse que está bastante atrasada. La culpa es de los grandes propietarios que viven lejos de sus tierras, como afrentados de ellas. Cobran la renta comto un tributo del suelo al cielo… no sé si me explico… como un tributo de los cuerpos á las almas. Los labradores deben convencerse de que las almas son ellos… No acierto á decirlo.
BECERRO. (Haciendo visajes, como si le picara una mosca.) —Propietario de la tierra y cultivador de ella no deben ser términos distintos.
BÁLSAMO. —Tiene razón este chiflado… Yo no lo entiendo; pero mi sentido natural me dice que el fruto de la tierra debe ser para el que lo saca de los terrones.
BECERRO. —Presentando las cosas de otro modo, yo te he dicho mil veces, querido Carlos, que no habrá floreciente agricultura mientras ésta no sea una aristocracia.
TARSIS. (Burlón.) —Medrada estaría la agricultura si de ella hiciéramos una aristocracia más. ¿Pues por qué sostengo que tampoco hay aquí política? Porque la que tenemos se ha hecho aristocrática. Fijaos en el pisto que nos damos los diputados, en la vanidad de los ministros, que ocupan ancho espacio en la sociedad por el viento de que están inflados. ¿Hay aquí un político que, tenga algo en la cabeza? Ninguno. ¿Pues qué diré del ex-ministro, que sólo por el dichoso ex nos mira á los demás mortales por encima del hombro? Aristocracia es la política, y todo lo que tome formas aristocráticas no lleva en sí más que figuración y vanas apariencias. Nobles y políticos somos lo mismo, es decir, nada.
RAMIRITO. —Paradógico estáis… Carlos, es usted hombre de grande ingenio.
TARSIS. —No es ingenio, es convicción.
BECERRO. —Más bien prurito de originalidad y donaire. El noble de ilustre abolengo bromea con las cosas altas.
TARSIS. —La agricultura, digo, no puede ser nunca aristocracia. Es y será siempre servidumbre. Ellos esclavos y nosotros señores, acabaremos lo mismo, por consunción, por gangrena de inutilidad… Voy más allá… Si aquí no hay agricultura, ni teatro, ni política, tampoco hay justicia, ni banca, ni industria.
BÁLSAMO. —Capitales hay.
Tarsis. —Sí; pero sólo trabajan en la comodidad de la usura, que es una cacería de acecho como la de las arañas. La poca industria que hay es extranjera, y la española, en funciones mezquinas, busca beneficio pronto, fácil y, naturalmente, usurario.
BÁLSAMO. —¡Qué gracia! Esto ya es manía.
TARSIS. —¡Trabajar! ¿Para qué? Los chispazos, los, resplandores de fuegos fatuos que vemos en literatura, en artes gráficas y en algún otro orden de la vida intelectual, no nos invitan á que trabajemos. Todo nos llama al descanso, á la pasividad, á dejar correr los días sin intentar cosa alguna que parezca lucha con la inercia hispánica. Si me pusieran en el dilema de trabajar ó perecer, yo escogería la muerte. El español que en este final de raza posea una renta, debe sostenerla y aumentarla si puede. Vivir bien, mientras la vida dure, y mientras en la lámpara del bienestar no se consuma la última gota de aceite. No trato de presentarme como superior á los demás. Soy el peor, soy el último perezoso, el último sacerdote ó monaguillo de la inercia. Mi único mérito está en la brutal sinceridad de mi pesimismo.
(Vestido el caballero á punto de las doce, les convidó á almorzar.)
BECERRO, (A Tarsis, camino del comedor.) —Has desatinado lindamente. Veo que estás alegre.
TARSIS. —El día empezó nublado. La Diosa lo despejó trayendo á casa el sol.
BÁLSAMO, (A Ramirito.) —No le haga usted caso. Yo le conozco; se emborracha con el dinero, ya venga de Dios, ya de La Diosa.