VI
Donde verdaderamente empiezan las verdaderas é inverosímiles andanzas del caballero encantado.
Se sabe que Tarsis, hallándose vivo y sano muchos días después de
lo narrado, tenía por dormitorio un pajar erigido sobre el establo en
que diversos animales pasaban la noche. Hecho á nueva vida sin notorio
aprendizaje, se despertaba al alba, sacudía y estiraba sus miembros, se
vestía, y al instante prestaba su ayuda al amo, dando pienso á las
bestias y unciendo la yunta para el trabajo… Se sabe también que en
aquel primer período de su encanto, el caballero había perdido toda
noción de su primitiva personalidad, por un embotamiento absoluto de la
memoria. Tan sólo recordaba los hechos próximos al estado presente; su
nueva conciencia embrionaria los completaba con vagas y equívocas
impresiones de una edad anterior á la villana condición que encantado
tenía.
En esta baja existencia, el caballero se llamaba Gil, nombre que en su sentir había tenido desde la cuna, y se hallaba dotado de gran fuerza muscular. De sus supuestos padres, que padres había de tener, vivos ó difuntos, nada ó poco sabía, ni de ello se curaba. La subconciencia ó conciencia elemental estaba en él como escondida y agazapada en lo recóndito del sér, hasta que el curso de la vida la descubriera y alentara de nuevo. Así lo dicen los estudiosos que examinan estas cosas enrevesadas de la física y la psiquis, y así lo reproduce el narrador sin meterse á discernir lo cierto de lo dudoso.
Andaban ya de soslayo por la tierra los rayos del sol espantando la neblina, cuando Gil llegaba con su yunta al campo llamado de Algares, extenso barbecho que ya en tiempo oportuno había sido alzado, y en Mayo recibía la segunda labor, á la que dicen binar. Iba con él el amo, de quien se hablará luego. Quería ver cómo acometía el mozo faena tan larga y dura, y calcular por el aire que llevara si podría terminarla en dos mañanas cumplidas. Ya en el punto del primer surco, marcado por la labor de alzar, metió Gil la reja, azuzó la yunta con un sóo cariñoso, y empuñada la esteva con vigorosa mano, empezó á trazar el surco, llevándolo tan derecho, que por regla sobre un papel no se trazara mejor. “Vas bien, Gil —le dijo el amo viéndole llegar de la primera vuelta—. Haz por labrar hoy hasta la olmeda, y lo demás quedará para mañana. Yo me voy á ver cómo está lo de Tordehita, que quedó encharcado con las aguas del sábado, y luego me subo al Toral para decirle á Ginio que esta tarde me lleve las ovejas á Nafría, donde á la cuenta que tenemos mejor pasto. Adiós, y no te tumbes cuando yo me vaya”. Diciéndolo se fué, y su figura escueta se perdió en la planicie solitaria, á trechos verde, á trechos amarilla.
Quedó Gil solo arando, sin más compañía que la del sol, que á la ida le caldeaba las espaldas, y á la vuelta le bailaba delante de los ojos. Con toda su voluntad puesta en el puño y éste en la esteva, regía con inflexible derechura la labor. Trazados seis surcos, descansó para su almuerzo, que fué breve y frugal. Junto al arranque del primer surco tenía su chaqueta, el barrilillo de agua, el saco de su comida, y otro con el pienso de las vacas; custodiaba estos avíos un perro de la casa llamado Moro, que no se movía de su guardia. Perro y gañán frente á frente, en amor y compaña, comieron de un trozo de pan con torreznos que les había puesto en el morral la seña Usebia. A entrambos les supo á gloria por lo avanzado de la mañana, y después volvió el uno á coger la esteva, y el otro quedó guardando la chaqueta y costales. Toda la mañana transcurrió en esta guisa, el can dormitando, el mozo haciendo rayas con el arado, labor harto penosa, la más primitiva y elemental que realiza el hombre sobre la tierra, obra que por su antigüedad, y por ser como maestra y norma de los demás esfuerzos humanos, tiene algo de religiosa.
Sudaba Gil la gota gorda, y todos los músculos de su cuerpo contribuían con su tensión á la faena sagrada. De la misma fatiga sacaba mayor esfuerzo. No desmayaba; que sobre las flaquezas del cuerpo resplandecía en el alma el sentimiento de la obligación. Gil era fiel pagador del pan que ganaba, y daba su energía por su sustento. De la ruda tarea no tenía más testigos que el cielo que le miraba, el perro dormitante y los pájaros que se adueñaban de aquellos anchos aires. Las maricas vocingleras venían á merodear con aleteo y brinquitos en los surcos recién abiertos; las abubillas se llamaban de olmo á olmo con tres golpes, y bandadas de chobas ó grajos volaban con solemnidad procesional del llano á la sierra ó de la sierra al llano.
Terminada la media huebra que el amo le asignara, Gil retiróse con su yunta, sus talegos y el perro, y á la casa llegó antes que el amo, que andaba en la inspección de sembrados y majadas. Preguntóle el ama si había hecho la media huebra, y dada la respuesta afirmativa sin jactancia, procedió á quitar el arado; luego desligó de los cuernos de las vasas las coyundas que sujetaban el yugo, separó éste, y los benéficos animales se fueron á su establo requiriendo con sus húmedos hocicos el pienso. El de la familia tardaría un poco más, porque el amo no parecía; salió el hijo á un altozano, orilla de la casa, de donde oteaba el sendero por donde había de recalar el padre. Usebia, en el portal, cortaba de un pan las rebanadas para la sopa, y Gil, servido el pienso al ganado, fué á servir á la cochina y sus crías, cuyo cubil allí se llama corte, y les regaló con mondaduras de patatas envueltas en harina de centeno. En ésto el chico que estaba de vigía vino á la carrera diciendo: “Ya viene padre” y la seña Usebia, que ya tenía la mesa puesta y el cocido en su punto, se dispuso á calar la sopa.
No se pasa de aquí sin decir que el lugar se llamaba Aldehuela de Pedralba, situado como á legua y media de la caída occidental de la sierra de Guadarrama, y que el amo de Gil era José Caminero, honradísimo trabajador, esclavo del áspero terruño y de la inclemente comarca en que había nacido. Como unos veinte años le llevaba en edad á su mujer Eusebia, todavía en cierto punto de frescura y lozanía. La esposa, con su nativa fortaleza, se defendía de los estragos del trabajo incesante y rudo, mientras el marido, al cabo de cuarenta años ó más de tremenda porfía con la tierra, era ya un atleta cansino y derrengado, con todo el vigor recluido en los pensamientos, en la palabra y en la voluntad. Tenían un hijo, á la sazón de diez años, que también se llamaba Pepe, por el afán del padre de perpetuarse, no sólo en la tierra, sino en el nombre, avidez de vida durable ya que no eterna. El chico iba á la escuela, donde si un poco le enseñaba el maestro, más le enseñaban los otros chicos, profesores de juegos, enredos y travesuras. En verano, que es tiempo de vacaciones, olvidaban lo poco que aprendieron en invierno (escaso de días por el descuento de fiestas religiosas, patrióticas y palatinas), y la bandada se establecía de sol á sol en los aledaños del pueblo, ejercitándose en la barbarie de coger nidos. Cosechaban además endrinas y moras de zarza en campo libre, y afanaban fruta en terrenos vedados, ó bien apedreábanse con rápido manejo de hondas que ellos mismos hacían.
Poseía José Caminero, por herencia, la casa en que vivía, dos huertas y hermoso prado, dos ó tres hazas de excelente tierra, en que cosechaba patatas, trigo para el pan de la casa, garbanzos, algarroba. Con esto, y el averío, y el cerdo, y las terneras, vivía pobremente sin ahogos, sin mirar demasiado la cara al día de mañana. Pero á poco de casarse le picó la ambición: queriendo dar mejor empleo á su pericia de labrador, tomó en arrendamiento las tierras de Algares, Tordehita y Tordelepe, que por su miga y anchuras eran buen campo de ilusiones campesinas. Los primeros años no le fué mal; pero luego empezó á cojear el galgo, como decía el pobre Caminero: vinieron, ahora la seca, ahora el pedrisco; se pidió rebaja de la renta, y la subieron; se esperó alivio en la contribución, y la recargó el maldito Gobierno; siguieron los arbitrios para salir del año, los enredos del préstamo y la usura, y así, por fatal gradación, se llegó al desequilibrio de la casa en el tiempo en que Gil entró á servir en ella. Siempre había tenido Caminero dos criados para su labranza; pero aquel año la necesidad de economías le obligó á reducir la servidumbre á un solo mozo, y éste de los que llaman agosteros, contratados por pocos meses, que terminaban el día de San Agustín. En esta fecha cobraría Gil su soldada de catorce duros, quedando libre para buscar otro acomodo.
Pues, señor, como se ha dicho, llegó el punto de ponerse á comer. Sentáronse á la mesa, que más bien era banco, cubierto de un mantel de días, Caminero y su hijo, enfrente Gil. Al lado derecho del amo debía comer Eusebia, que en pie hizo el calado de la sopa, vertiendo en la cazuela, sobre las rebanadas de pan, el hirviente caldo. Luego se sentó á comerlas con los demás, soplando todos en la cucharada para enfriar. Después el ama volcó el cocido en la misma cazuela, apartando la carne, y de la cazuela comían todos, que es un comer más familiar y democrático que el usado por gente fina. Siguieron la carne y tocino, que eran engaño para meter en la barriga buena carga de pan. Eusebia cortaba con suma destreza las rebanadas que iba dando á cada uno.
Mientras comían no era la conversación serena y plácida, sino ansiosa y entrecortada de graves aprensiones. Comían como los soldados que á prisa engullen su alimento entre batalla y batalla. Caminero y su mujer, sin mirarse apenas, cambiaban frases recelosas. “Desmedrado tenemos el trigo, que no granará si no manda Dios agua”. “Yo, por esta rodilla mía derecha, barruntaba ayer agua, y hoy, por él poco de sordera, barrunto secura. Dios nos mire y el cielo nos llore”. “Mujer, sobre tanta calamidad, me paiz que tendremos la tiña del garbanzo”. “Ni en chanza lo digas, José. Eso nos faltaba. Si enferma el garbanzal, ¿año, á dónde vas?”. “Las patatas de Tordelepe piden con necesidad que las aporquemos. No pase de esta tarde. Vámonos todos á remediarlas con la segunda cava”.
Todo lo decían Caminero y su mujer. Gil na desplegaba sus labios. De las buenas cualidades del mozo, la que más estimaban sus amos era el silencio. Obedecía, sin chistar, cuantas órdenes se le daban, y jamás ponía comentario ni observación. Por su docilidad y apego al trabajo, los amos le querían… Pues en cuanto comieron se apresuró el mozo á enalbardar la borrica para el ama, y se fueron todos á Tordelepe, cada cual con su azada, y hasta el chico llevó la suya de juguete, y toda la santa tarde estuvieron cavando. La Usebia era una fiera para el trabajo, y doblada de cintura cavaba y arrimaba la tierra que daba gusto. José, tronzado por el violento esfuerzo que su dignidad de labrador le imponía, hizo lo que pudo, y Gil, incansable jayán, remató la labor antes que fuera de noche, con lo que respiraron, limpiándose el sudor, y se volvieron, Usebia en la burra con el chico, y las azadas colgadas de la grupa. No iban alegres, pues cada cual llevaba su afán: la mujer llegar á tiempo de hacer la cena, el hombre, traer á su magín los afanes del día siguiente. No descansaban, no vivían; cada hora, preñada de inquietudes, paría en sus últimos minutos las inquietudes de las horas sucesivas.
A prima noche, encendidas las teas en la cocina y avivada la lumbre, Usebia preparaba un calderón de patatas con briznas de bacalao… Cenaron; el chico se durmió con la cuchara en la mano. Marido y mujer hacían cálculos de lo que podrían reunir para pagar la renta. Usebia, que entre ceja y ceja llevaba el libro de caja, ó sea mental aritmética de las monedas sepultadas en el arcón, aseguró que por mucho que estiraran no llegarían á juntar lo preciso. El buen Caminero se rascaba la oreja, sin que del rasquido saliera la solución del problema. Oía Gil estas cosas y callaba, compadecido de sus amos, á quienes daría sus ojos si con los ojos pudieran remediarse…
En previsión de un gravísimo atasco, se acordó llevar al mercado áe Pedralba cuanto se pudiese… Como el mercado era en jueves, el martes lo dedicó Gil á terminar la huebra; el miércoles fué al monte por leña, operación que era para él un descanso, pues iba en el carro, cortaba la leña, cargaba, y en ello se le iba todo el día sin gran fatiga muscular. Gustábale la expedición al monte por lo que tenía de paseo, de divagación en ambiente fresco y puro, de hablar con gente que á la ida y á la vuelta encontraba, parloteando en alguna vereda con muchachas bonitas, que le decían burlas y veras graciosas, como rozadura de cardo y olor de tomillos.
Aquel día montó el gañán en el carro con el niño de la casa y otros dos, amiguitos de éste, que se pirraban por llevar al monte el programa de sus diabluras. Gil no dió paz al hacha, y cortó carrascas, ramas de fresno y de escaramujo, estepa y jara cuanto pudo; gran cantidad de retama para el horno y de helechos para la cama del ganado. Los chicos con febril actividad le ayudaban, trabajando con hoces y hachuelas de juguete. Con certera pedrada mataron á un pobre conejo, y á palos dieron cuenta de una culebra que no les hacía ningún daño… De vuelta á la casa, al caer de la tarde, se pensó en disponer lo que al siguiente día había de llevarse al mercado. El ama supo atraer á su parecer el del fatigado marido, y ella fué quien organizó y determinó la pacotilla de artículos para la venta por buen dinero. Viéraisla al romper el día montada en su burra, con un saco de trigo á la grupa, alforjas en el arzón, varios líos, uno de ellos con merienda, y ella bien compuesta, con su pañuelo cruzado al pecho, prendido con un vistoso alfiler, y otro, de colorines, liado á la cabeza con el nudo sobre la frente.
A su lado iba Gil, también un pe quito aseado. En la mano derecha llevaba el cordel con que sujetaba y conducía tres lechoncitos atados por la pata; en la izquierda, la vara con que á la pollina dirigía, al hombro un saco mediado de garbanzos. Delante, con carrera retozona, iba el perro Moro. Por el camino, que era largo, de más de legua y media, Usebia charlaba de diversos asuntos; el mozo nunca iniciaba la conversación, por ser muy corto y bien mirado. Si ella no enhebraba la palabra, irían todo el camino como dos cartujos. Debe decirse que el ama quería mucho á su sirviente, por las buenas prendas de él, por su talante sufrido y humilde, y porque jamás hizo ascos á las obligaciones por duras que fuesen. Queríale también, mejor dicho, le miraba con buenos ojos, porque era muy guapo, de cuerpo gallardísimo, la cara bien adornada y la boca pulida. Con alma Cándida y sin malicia le elogiaba ante las vecinas diciendo: “Tengo un criado como un pino de oro.” Cuidaba detenerle la ropa lavada y bien arregladita; reservábale alguna golosina para después de comer, y cuando le veía rendido del trabajo, y no estaban presentes José ni el chiquillo, llamábale á la cocina y le daba un huevo asado en la ceniza, añadiendo maternales consuelos: —“Toma, hijo, que ese cuerpo necesita que le echen un reparo, y dos”.
Como se ha dicho, Eusebia planteaba las conversaciones durante el viaje, las cuales solían recaer en lo desabrido que era Gil con las mozas del pueblo, pues otro menos metidijo en sí se habría echado ya cuantas novias quisiera; que si comunmente hubo tres Giles para una moza, estando él habría diez para un Gil; y todas le habían de querer, y en alguna encontraría holgura para casarse. A esto respondía Gil con respetuosas y discretas razones, diciendo que antes era el ganar que el enamorar, porque hombre sin blanca es despreciado de sí mismo. Huérfano era y arrimado á la pared de una buena casa, y por el pronto no haría más que dar gusto á sus amos y aprender la labranza. Eusebia unas veces asentía con aires de persona sesuda; otras celebraba con risas las sosadas del mancebo, oyéndolas como agudezas y donaires.
Con este inocente parlar llegaron á Pedralba, lugar asentado en una peña flanqueada de murallones, con una sola puerta. Encamináronse á la plaza y cogieron puesto. En otras circunstancias, Eusebia vendía sus frutos y compraba escabeche, azúcar, pimentón, cebollas, alguna herramienta, y una túrdiga de pellejo para hacer las abarcas. Pero en aquella ocasión triste, á casa no se llevaría más que un poco de pimentón y una zafrita con vinagre. Sus garbanzos, su trigo, sus pollos y huevos, sus lechoncitos y demás cosas que llevaba los cambiaría por dinero contante para llevarle á José una buena ayuda de la renta. Así lo hizo; mas no pudo allegar todo el numerario que quería. El dinero escaseaba. Decidiéndose á vender algunos artículos á desprecio, pudo llevarse algo más de trescientos reales.
Desalentados tomaron el camino de Aldehuela; mas el sentimiento del mal negocio no impidió á la curiosa Usebia tirar de la lengua al criado para que, descuidándose en el hablar, diese á conocer sus intenciones y pensamientos. “Si tanto callas, Gil —le dijo—, pensaré que estás encantado”. Con esto se avivó la conversación, y el ama se entretuvo en tocar delicadamente diferentes puntos de amor, como relación de mozo, con moza, de soltero con viuda, ó de casada con mozo libre, que era gran pecado de escandalorio, cosa fea, en verdad, por el mal ejemplo. Contestaba Gil con discreción y juicio. Mas esta conversación y otras que se sucedieron, no merecen referencia por ahora, que noticias de mayor fuste reclaman la atención del narrador.
Pasaron días después de aquél en que fueron al mercado de Pedralba, y al mercado volvieron, y en estos ires y venires iba resurgiendo en el alma de Gil la conciencia de su primitiva personalidad. Era como luz tenue y rosada de Oriente después de noche obscura. Apuntaron primero nociones vagas de anterior vida, atisbos de memoria que remusga y se despereza. En su existencia villana, Gil no sabía leer ni escribir. Un día, estando en Pedralba, vió un letrero de tienda, y lo leyó y se hizo cargo de su sentido; poco después vió en las esquinas un bando del alcalde, y se enteró sin perder sílaba. En el suelo encontró un cacho e periódico, y se recreó en su lectura. Empezaba, pues, el desdoblamiento de las dos figuras, de las dos personalidades, desdoblar lento, que los estudiosos de la psiquis comparan á las primitivas funciones de la vida vegetal. Poco á poco se daba cuenta de que había sido otro, y de que la anterior y la presente naturaleza se reconocían demarcándose, y se aproximaban como procurando la reconciliación. Serían, pues, dos en uno, ó un uno doble, y aunque esto no se entienda, fuerza es declararlo así, dándolo por posible, para que lo crea el vulgo y lo acepte con fe ciega y no razonada; qué si se admite el imposible del milagro, también se ha de admitir el absurdo del encantamento, y en ambas formas del misterio habrá que decir: las bromas ó pesadas ó no darlas.
Sucedió, pues, que por grados llegó Gil á la conciencia de su anterior vida de caballero, y la plenitud del desdoblamiento fué determinada de súbito por un incidente, por una palabra… Hallándose en la cocina, oyó el mozo que sus amos, azorados y medrosos, hablaban del aprieto de sus intereses. A la luz de las teas humeantes, José leyó unos apuntes de su sobado libro de cuentas, y después dijo: “Aún para el plazo atrasado nos faltan doscientos reales; que para el vencido de antier no tenemos ni con qué empezar”. A lo que replicó Eusebia con impávida resolución: “No hemos de morir por eso, José. Desentendámonos de don Gaytán, y escribamos mañana mismo al señor de Bálsamo”. Esta palabra, este Bálsamo, fué el golpe ó manotazo que acabó de descorrer el velo. Gil vió su interior inundado de luz, y se dijo: “Ya estoy en mí, en el mí de ayer. Soy don Carlos de Tarsis”.