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El Caballero Encantado: V

El Caballero Encantado
V
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

V

Siguen los prodigiosos y disparatados fenómenos, hasta determinar lo que es final y principio.


Abalanzóse don Carlos de Tarsis al espejo, y puestos en él manos y rostro, se aseguró de que era cristal y no un hueco por donde pudieran verse estancias vecinas. Luego salió con paso y andar de borracho, tropezando en los muebles y agarrándose á cuanto encontraba, hasta llegar á la próxima sala, donde permanecía, como alma trasunta en papeles, el erudito endemoniado; y viendo una silla frente á la mesa en que aquél trabajaba, dejóse caer en ella, soltando la voz á estas angustiadas razones: “Tu casa está encantada, ó tú eres un demonio con figura de Augusto Becerro”.

Sin inmutarse, suspendiendo del papel la pluma, el embrujado amigo le respondió: No aceleres tu juicio, ni apliques dicterios infernales á este estado de felicidad perfecta. No interrumpas mis estudios, que ahora estoy en las apreturas de demostrar que el Rey Sabio don Alfonso X fué precursor de mi don Enrique de Villena, pues en su Libro de los juegos de ajedrez, dados et tablas dice que no se puede jugar bien al ajedrez sin saber de astrológica. Lo mismo siente y declara el Maestre de Santiago en su Libro de Aojamiento y Fascinología, y ello concuerda… Verás”. (Dijo esto tomando del rimero de la izquierda un gordo y mugriento libróte, que abrió por un punto marcado.) “Verás: éste es el famosísimo y fundamental libro de Encantamentos, escrito por el propio Merlín en lengua bretona, y traducido al italiano por Messer Zorzí”.

—Déjame: tu erudición me produce horrible cefalalgia, —dijo el prócer haciendo almohada de sus brazos sobre la mesa para descansar en ella la cabeza…

Impávido siguió el otro: “Autores de más crédito, como el desconocido español que compuso El Baladro de Merlín, sienten y aseguran que éste no nació de ayuntamiento del diablo con doncella bretona, sino que un ángel le dió la existencia. No el trato con demonios, sino el estudio de la astrología, le dió su saber profundo de cuanto se refiere al destino del alma, y al estado de encantamento y beatitud de las criaturas… Te diré que baladro es como decir alarido ó voz espantosa, porque el gran Merlín, padre de la verdadera ciencia, fué encantado por su mujer, digamos manceba, llamada Bibiana, la cual volvió contra él la virtud ó maleficio de un amuleto poderoso. De mujer no se podía esperar cosa buena. Quedó Merlín preso para siempre en la espesura de un bosque de Inglaterra, donde aún está, y cuanto se ha hecho para encontrarle ha sido inútil. Desde la profundidad de su encantamento lanza de vez en cuando unos baladros ó bramidos que se oyen á mil leguas á la redonda y hacen temblar toda la tierra.

—Déjame, calla: eres un torbellino de disparates, —murmuró el descendiente de Japhet, hijo de Noé, agarrándose el cráneo como para sujetar la razón que se le escapaba”.

Sintió, al decir esto, un retemblido profundo como terremoto. El sacudimiento del suelo se transmitió á libros y papeles, que por un instante se movieron y saltaron. Oyó luego cerca de sí un retintín metálico. Eran los duros que había dejado sobre la mesa, y que iniciaron un ligero movimiento de baile. Al caballero le pesaba la cabeza como si fuese de plomo. Con vigoroso esfuerzo se levantó gritando: “Dime por dónde salgo de esta cueva… ¿Dónde está la salida? Abrete, laberinto”. Dió algunas vueltas por la estancia palpando el aire, y no pudiendo con su propio cuerpo, que requería la horizontal, fué á caer en una especie de banco acolchonado, diván ó canapé, situado entre ventana y balcón. Allí quedó tendido, tieso y sin conocimiento; y aunque el pelote del relleno era duro y desigual, el noble marqués no se movió en largas horas.

En el tiempo que estuvo exánime, Asur, hijo del Victorioso fué á su casa y volvió de ella, lo cual no quiere decir que se moviera, sino que el espíritu, arrastrando á la que llaman vil materia, ó tal vez solo, voló á su vivienda lejana, que era en lo alto del barrio de Salamanca. Desflorando calles, se aproximó á la suya, y á medida que se acercaba, una fuerza irresistible le cortaba la andadura, llamándole hacia atrás para que obedeciese á su voluntad, esclava y presa en la encantada mansión del sabio. A pesar de los tirones que hacia atrás le daban manos invisibles, Tarsis tuvo la sensación de entrar en su casa, que era grande y hermosa, bien dispuesta para morada de un rico. Con excepción de algunos cuadros y bronces de gran valor, que había tenido que vender, conservaba el rico ajuar que fué de sus padres. Llegó el hombre á su dormitorio, y después de contemplar con amoroso embeleso el retrato de Cintia que en marco de hierro nielado allí tenía, se acostó, quedándose profundamente dormido sin soñar cosa alguna, como no fuera una ligera visión de Bibiana, la querindanga de Merlín… Al despertar se yió en el camastro ó divanastro de la morada becerril, y el dolor de sus huesos le dijo que había estado largo tiempo sobre aquellos pelotes duros, y en el suplicio de los gastados muelles, que al menor movimiento gemían, clavándose en las carnes.

Don Carlos dejó allí día y encontró noche, que le pareció muy avanzada. La caverna papirácea, sin otra luz que la de una bombilla eléctrica colgante sobre la mesa en que trabajaba el hechicero, era más triste de noche que de tarde. Dijérase que los innumerables libracos que por el día trataban de cosas divertidas y amenas, por la noche llenaban sus páginas de sucesos fúnebres y trágicos. Tarsis dió suelta á sus ideas para que libre y perezosamente se extendiesen con vuelo bajo, posándose donde quisieran, y este abandono de la disciplina mental le llevó á un dulce estado de inconsciencia melancólica.

Miró el buen señor su reloj y lo encontró parado. Al poco rato, sin saber la hora, sintió el tin-tin de los ladrillos mal sentados ó rotos. Alguien andaba por los adentros de la casá; el ruidillo aumentaba; no eran una ni dos personas las que acusaron su presencia con el leve pisar en los baldosines musicantes… el tin-tin se acercaba, y por fin entró en la sala. El caballero apreció el paso de seres invisibles, como si entraran por la puerta de un lado y salieran por la del otro. Alguno pasó muy cerca de él, casi rozando con el diván. Por un momento pudo creer Tarsis que el sér aéreo se sentaba á su lado… Con movimiento instintivo, con calofrío y temor, se incorporó.

Mediano rato duraron las carreras de una parte á otra de la casa, y durante este inocente juego no visto, notó el caballero que algunos libros y papeles saltaron de las mesas, y fueron á caer en mitad de la estancia. Siguió ruido de palmoteo que andaba por el aire cerca del techo. El ruido pasó á un aposento que no debía de estar lejano, y con el cual no se veía comunicación abierta; y de allí, confundido con las palmadas, vino repiqueteo de crótalos. Estos sonaban apagados y sin vibración, como si el choque dé la madera se ablandara en manos de trapo. El ritmo era extraño, absurdo. Tarsis no le encontró adaptación á ninguna danza conocida. Y al son de los crótalos con sordina y de manos algodonadas, trepidaba todo el suelo de la casa. Becerro proseguía inmóvil, como un santo doctor de los que están en los altares, la pluma en la mano, los ojos fijos en un infolio abierto por la mitad.

Contemplando la embalsamada figura de su amigo, el Marqués de Mudarra trató de confortarse, requiriendo la normalidad. Pensaba que todo aquel aparato ultrasensible, la visión de Cintia y el ruido de bailoteo de espíritus, podía ser una farsa, obra de la física recreativa, ó de algún maestro en ilusionismo y prestidigitación. Afirmándose en esta idea, se levantó con ánimo de dar un papirotazo en la cabeza del fingido hechicero; pero apenas puso los pies en el suelo, estalló en los aires un trueno formidable, y casi al mismo tiempo, con diferencia de segundos, otro más rimbombante en lo hondo de la tierra, y la casase abrió y desbarató cual si fuera de bizcocho. Desapareció el techo, dejando ver un cielo estrellado; las paredes se abrieron, los libros transformáronse en árboles, y don José Augusto saltó de su asiento por encima de la mesa, convertido en un perrillo cabezudo y rabilargo. Hallóse Tarsis en un suelo de césped, rodeado de robustas encinas, sin rastro de casas ni edificación alguna. De la sorpresa y susto por tan maravilloso cambio de escena, trató de recobrarse el caballero diciendo: “Sigue la farsa. Ahora tenemos una mutación de teatro hecha por habilísimos maquinistas y escenógrafos”.

No le dejó completar su pensamiento la súbita presencia de un tropel de muchachas, lo menos cincuenta, guapísimas, vestidas tan á la ligera, que no llevaban más que un fresco avío de lampazos, con que cubrían lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra. Piernas y brazos trazaban en el aire, con ritmo alegre, airosas curvas y piruetas. Eran, más que ninfas, amazonas membrudas, fuertes, ágiles, los rostros hermosísimos y atezados. Traza tenían de mujeronas de raza y edad primitivas, heróicas. Su aventajada talla y la solidez de su estructura muscular no consentían imitación por medios teatrales. Ni con actrices ni con escogida comparsería podían los taumaturgos de la escena presentar espectáculo semejante, por lo cual Tarsis abandonó el concepto de lo real para volverse al de lo maravilloso… Las ninfas hombrunas rompieron á coro en un grito salvaje, Ijujú, que retumbó en los senos de la selva. Y conforme gritaban se partieron en dos alas, dejando en medio un ancho camino para que por él pasara, con porte de reina, una esbelta matrona que salió de la espesura de las encinas.

Tarsis quedó embelesado, y no se hartaba de mirar y admirar la excelsa figura, que por su andar majestuoso, su nobilísimo ademán, su luengo y severo traje obscuro, sin ningún arrequive, más parecía diosa que mujer. Era su rostro hermoso y grave, pasado ya de la juventud á una madurez lozana; los cabellos blancos, la boca bien rasgueada y risueña. Pensó Carlos que aquel rostro y aquel empaque de principal señora, no le eran desconocidos. ¿Habíala visto en algún salón de la alta sociedad de Madrid? Tal vez. No pudo darse cuenta de nada más, y la idea de que la dama veraneaba en aquellos selváticos parajes, cruzó por su mente como un relámpago… ¿Y quién demonios eran las danzantes morenas de libres piernas y arqueados brazos? El buen Tarsis no tenía idea de la naturaleza y origen de estas raras visiones. Nunca vió en la realidad figuras de tan robusta belleza. Estatuaria de carne y hueso como aquélla, no se usaba ya en la humanidad. Cuando esto pensaba, dos ó más de las mujeronas ó dríadas fornidas se apoderaron del pobre caballero, cogiéndole de una y otra mano, y zarandeándole le llevaron consigo, cantando, entre risas y en lengua de él no comprendida, himnos alegres. En esto, Tarsis vió de espaldas á la matrona, que seguía con grave lentitud su camino. Tras ella iba Becerro, convertido, no ya en perrillo, sino en perrazo de tan lucida talla, que mirándolo bien se advertía que era león de tomo y lomo, un poco anciano ya y algo raído de melena, dando á entender su larga domesticidad… Miró al amigo y agitó su tiesa cola con bizarra señal de simpatía.

Sudoroso y sofocado seguía el prócer á las mujeres, que en fuerza y agilidad le superaban más de lo que él quisiera. Poniéndoles cara risueña y tratando de acomodar su flojedad pulmonar al incansable vigor de ellas, les dijo: “Ninfas, zagalas, señoritas, amazonas, ó lo que sean, ¿tendrán la bondad de decirme si estoy encantado?” Y ellas le contestaron con vocerío de júbilo y burlas, y con el sonoro Ijujú, que lo decía todo… Siguieron, y como él se rindiera, lleváronle largo trecho en volandas, á retaguardia de la fantástica procesión… Al llegar á una meseta despejada de arboleda alta, donde se deprimía bruscamente el suelo por la izquierda, arrancando en ladera que hacia profundos barrancos descendía, las juguetonas ninfas hombrunas se divirtieron zarandeando á don Carlos de Tarsis, entre gozosos ijujúes y ajijíes, y después de balancearle como á un pelele, le lanzaron con ímpetu por la pendiente abajo.

¡Ay, caballero de mi alma, qué será de tí en ese rodar hacia la desconocida hondura! Válgante tus buenas obras para salvarte, que algunas ha de haber entre tus innúmeros pecados; favorézcate Dios con que no caigas sobre peñascales duros, sino sobre retamas tiernas ó tomillos olorosos, ó disponga que en sus brazos ta reciba una grácil hada de blanco y blando seno.

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