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El Caballero Encantado: XIV

El Caballero Encantado
XIV
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Notes

table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XIV

De la increíble presencia del espíritu de Becerro en las gloriosas ruinas, y de sus hechos y dichos.


Con buenos modos acogieron al mozo, y no fué menester que éste diera pormenores de su necesidad, pues harto la declaraban el rostro aterido y el peso de fango y agua que llevaba en su ropa. Becerro y el otro señor que hacía los pagos deliberaron un momento sobre si le admitían ó no al trabajo, y entonces vió el caballero que del fondo de la estancia emergían dos guardias civiles levantándose de un banco. No les había visto antes por hallarse en pie frente á ellos los trabajadores que aún esperaban la paga. Cuando vió Gil que los guardias iban hacia él, tuvo un momento de turbación; pero pronto se rehizo. Metió mano al pecho, diciendo: “Aquí tienen mi cédula. Florencio Cipión. Soy criado de Bartolo Cíbico, y quiero trabajar aquí, mientras él anda en su tráfico; que los tiempos están malos, y hay que buscar un pedazo de pan donde quiera que lo haya”. Los guardias no pusierón á Gil reparo alguno, y devolviéndole la cédula, dijo uno de ellos: “¿Y dónde han quedado Corre-corre y su ardilla?” Así le llamo, porque ese apodo le daban en Aranda, donde le conocí.

—En Renieblas dejé á mi amo —replicó Gil muy sereno—. Aquí le tendremos al fin de la semana.

—¡Vaya con el cuajo del tal Corre-corre! —dijo risueño el guardia—. Tiene que traerme unas postales, chicas guapas… Me aseguró que recalaría en Garray el 8, y estamos á 17…

—Pues postales de esas trae, con muchachas muy lindas, bailarinas y cantaoras que dan la desazón…

En esto, Becerro y el otro individuo decidieron admitir á Gil con jornal de diez reales, y que se le daría por aquella noche albergue en la sobrestantía: la cena por cuenta de él. Terminado el pago, fueron desfilando los trabajadores que vivían en otras casas del pueblo. Salieron también los guardias, dando las buenas noches, y quedaron solos con Gil el señor de Becerro, el pagador y un hombracho que parecía capataz. Mientras hablaban, observó con gozo el caballero encantado que su persona no despertaba sospechas.

Delante Augusto y el otro sujeto, detrás Gil y el capataz, pasaron los cuatro á otra habitación de planta baja, extensa y anchurosa crujía donde vió Tarsis, arrimados á la pared, ladrillos que debían de ser romanos ó celtíberos, infinidad de piezas de cerámica ó fragmentos de ellas, lápidas y vestigios mil de civilizaciones que fueron. A la izquierda estaba la estancia del gran Becerro, de quien se despidió el pagador para irse á su casa en el interior del pueblo. En el fondo, vió Gil dos puertas por donde venían olores de cocina y cháchara de mujeres. Mientras don Augusto se internaba pausadamente en su albergue, el capataz llevó á Gil hacia el fondo, y le señaló un cuarto para que en él metiera su hatillo y se mudara de ropa antes de cenar. Así lo hizo el encantado, y repuesto de su mojadura y quebranto, se reparó del hambre en buena compañía del hombracho y de las hacendosas mujeres. Salió después con el que ya era su amigo á fumar un cigarrillo en la gran crujía, y allí se abocaron con el sabio, que ya despachado había su frugal colación, y se paseaba despacito con las manos á la espalda. Sentados los dos hombres en un banco arrimado á la puerta, no esperaban más que á consumir el pitillo para ir á su descanso. Becerro, en su vagar lento, echaba miradas inquisitivas á Gil; de improviso se detuvo, y llamándole con gesto amable, le llevó á pasear con él.

Lo que hablaron, como toda voz pronunciada en aquel prístino escabel de la Historia, merece ser reproducido fielmente.

BECERRO. (Poniendo en su rostro de chivo, cada día más ahilado y mustio, una sonrisa cortés.) —Dispénseme, buen hombre. Desde que le vi á usted en la sobres tan tía, y ahora viéndole aquí, estoy batallando con mi memoria… Vamos, que la cara de usted no me es desconocida… yo le he visto á usted… ¿dónde?, ¿cuándo? Pues no doy con ello… Mis dolencias me han dejado el cacumen harto desfallecido, y…

TARSIS. (Sereno, poniéndose al instante en situación con un ingenioso embuste.) —Verá Usted, señor don Augusto, cómo yo le avivo la memoria. ¿No se acuerda del estuquista y vaciador de yesos que trabajó tan cerca de usted cuando decoramos con escayola la escocia y techo de la Exposición de artes medioevales? Florencio Cipión: ¿no se acuerda? Yo era el primer oficial de Torelli.

BECERRO. (Examinándole el rostro muy de cerca, no despejado aún de sus dudas.) —¡Ah!, sí… ya… El nombre de usted nunca lo supe. Cipión… ¡Qué coincidencia! ¡Llamarse usted como nuestro expugnador, Scipión! Le falta el cognomen, El Africano… Pues, efectivamente, ya voy recordando… la fisonomía, digo; que el nombre es nuevo para mí… ¿Y cómo ha venido usted á parar á estas soledades gloriosas?

TARSIS. —Rodando, señor, que el destino del pobre es rodar como esos cantos que fueron picudos, y con el rodar se vuelven lisos como huevos. Y usted, don Augusto, ¿está bien de salud? La última vez que tuve el gusto de verle, andaba usted medianillo.

BECERRO. —¡Ay, no me diga!… Hallábame entonces en lo más agudo de un terrible ataque de neurastenia… ¡Qué noches, qué días! Entre mil aberraciones, padecí la de creerme encantado, y con poder para divertir á los demás jugando á los encantamentos recreativos.

TARSIS. —¿Y la Madre, dónde está? (Con todo su interés ea los ojos.)

BECERRO. (Atontado.) —¡La Madre!… Deje que me acuerde. Usted llama Madre á la que yo llamo Hermana mayor, que es aquella parte de la Historia patria que abraza desde la venida de los griegos hasta la caída de Numancia… Pues á esa Hermana deba mi curación. Sabrá usted que es amiga y familiar del Ministro… Ambos son de la misma edad… Mi excelente Hermana, ó si usted quiere, Madre, tuvo la feliz idea de que cambiando de aires me pondría bueno; habló al Ministro, apretándole á que me diera una colocación en estas ruinas. El hombre estuvo pensándolo seis meses, y al cabo de ese tiempo y de otro tanto de expedientismo veloz, me trajeron acá. El destino que disfruto no es ninguna ganga. No tengo funciones técnicas, sino administrativas… Soy auxiliar de no sé quién… cobro del material… Pues aunque mi puesto es indecoroso y de cortísima remuneración, trabajo como un negro. Entre usted en ese cuarto, y verá mis planos, mi trabajo de reconstrucción, día por día, de los asedios que sufrió Numancia desde que á ella se acogieron los segedenses en el 153, antes de Jesucristo, hasta que quedó autodestruída… esa palabra empleo… en el 133…

TARSIS. —Y entretenido en esas tareas gratas, se ha curado usted de la neurastenia.

BECERRO. —Sí, gracias á Dios… Estos aires, tan sanos como heróicos… la Historia alta, y llamo alta á la que nos cuenta las virtudes máximas; la Historia de altura es el mejor de los tónicos. Heme restablecido aquí. Ya no me queda más que un remusguillo del pasado achaque… Algunos días, cuando sopla ese viento que los griegos llamaban Apellotes, ó aquel otro llamado Eurus, me siento un poquitín tocado. Ayer precisamente estuve todo el día estudiando la táctica y movimientos del primer expugnador de Numancia, Quinto Fulvio Novilio, el que trajo el escuadrón de elefantes… A estas bestias de gran calibre consagré yo mis cinco sentidos; las hice avanzar de tres en fondo sobre los numantinos; fijé el punto en que los animalitos, digo, animalotes, se espantaron, y volviendo grupas de improviso, llevaron la confusión y el desorden al campo romano… Pues anoche… Verá usted… salí á tomar el aire, y como de costumbre… me alejé… campo adelante. Hallábame tan despierto como ahora lo estoy, puede creérmelo… ¿Cuál no sería mi sorpresa al ver venir los elefantes desmandados, como le estoy viendo á usted ahora? Era un horror. Bajo las pisadas de aquellos monstruos temblaba la tierra… Quise huir, caí al suelo… Los terribles paquidermos pasaron sobre mí… Imagínese usted… Cada una de sus patas pesaba como una torre… ¡Ay, ay!, testimonio de aquel desastre son los dolores que tengo en este lado, ¡ay!

TARSIS. —¡Pobre don Augusto! Debe usted descansar, recogerse pronto.

BECERRO. —¿Para qué? ¡Si yo no duermo…! Con dos horas de sueño me basta. Trabajaré hasta las cuatro… Pase usted á ese tugurio donde me han metido, y verá lo que abultan mis papeles… A cada general de los siete que mandó Roma contra esta ciudad invencible, consagro un tomo… Los años suceden á los años, y Roma, que domina el mundo, no acaba de conquistar este palmo de tierra. En mi Historia acuso las cuarenta á cada uno de les bárbaros caudillos que vinieron acá, y lo mismo le sacudo á Pompeyo Rufo que á Hostilio y á Pilón; y si á éste le demuestro que robaba cuanto podía, al otro le descubro que era tartamudo y borracho. El tocayo de usted, Scipión, ya es otra cosa. Por sus antecedentes militares y sus victorias en Africa, le consagro dos tomos… Vino aquí cuando Numancia llevaba quince años de lucha contra Roma… El tal Scipión era hombre de cuenta. Lo primero que hizo fué limpiar su ejército: despidió á los buhoneros y cantineros, los Bartolitos de entonces… y despachó también con viento fresco á diez mil mujeres romanas de las que llamamos del partido. Ahí es nada: diez mil hetairas, que las tropas traían consigo para pasar el rato. Eran bonitas, juguetonas, venustas, maestras en danzas y garatusas para enloquecer á los hombres y llevarles á la molicie. Expulsadas por Scipión, las diez mil damas que ahora llamaríamos de las Camelias, se esparcieron por la feraz Hesperia, con lo que Roma realizó la penetración pacífica: unas se quedaron en el territorio de los Arevacos, otras en el de los Pelendones, donde hicieron asiento, vulgarizando el nombre de pilindongas… Pocas fueron á establecerse entre los Edetanos é Ilergetes; las más corrieron en busca de los pueblos ricos, y llegaron con sus gracias á la opulenta Hispalis, ó á Gades frecuentada por extranjeros, á Cartago Espartaría, á la gran Barcino, ciudad generosa y abierta siempre á toda hermosura y elegancia. Con activa erudición de cazador de la Historia he seguido yo el paso de estas bellas peregrinas, y las veo instaladas muy á gusto en los pueblos que se llamaron Turdetanos, Bástulos y Túrdulos, donde si alguna novedad enseñan, más pueden aprender en achaque de danza y meneos graciosos con crótalo y laúd… Pero se cae usted de sueño, y no es bien que yo le robe el descanso.

TARSIS. —Sueño no falta… Pero el gusto de oir á un hombre tan sabio vale por diez camas… Siga.

EL CAPATAZ. (Acercándose respetuoso.) —Déjele, don Angosto, digo, don Augusto. El pobre está rendido.

BECERRO. —Idos al descanso… ¿Qué tenéis para mañana?… ¿Vais al campamento romano dejando á medio desescombrar la calle longitudinal de la ciudad celtíbera?… ¡Error, desatino! (Triste, sacudiéndose un cínife que picarle quería.) Si aquí mandase yo, establecería en los trabajos el sistema perpendicular combinado, concretándome á la calle numantina que puedo llamar calle maestra de la ciudad heróica… Descubierta la romana, apurar el descubrimiento de la celtíbera, y proceder luego á descubrir la ciudad prehistórica, dedicando á esto las calles transversales. Llamo á este sistema perpendicular combinado porque, ahondando siempre, exhumo á Numancia en el sentido de Norte á Sur, y á la ciudad prehistórica en las calles de Este á Oeste… Pero yo no mando, yo no dispongo nada… He venido de agregado al caos, ó sea lo que llaman administración… Amigos, buenas noches. Que descansen: yo no tengo sueño y estudiaré hasta el alba… Un momento; óiganme dos palabras. La ciudad prehistórica, innominada y desconocida, es más interesante que todo lo romano y lo celtíbero. Para mí, la ciudad que yace debajo de Numancia es una de las que Gerión, natural de Caldea, fundó en esta comarca, ocupada siglos después por los arevacos… Y aquí fué donde los hijos de Gerión mataron, como ustedes saben, á Trifón, hermano de Osiris…

EL CAPATAZ. —Don Augusto, buenas noches.

BECERRO. —Adiós. (Para sí, dirigiéndose á su cuarto.) Estas pobres bestias en dos pies son máquinas musculares, que no piensan más que en fortalecerse con la comida y en engrasarse con el sueño.

EL CAPATAZ. (Andando con Gil hacia su alojamiento.) —Este don Augusto está un poco ido.

TARSIS. —Enteramente ido. Sabe mucho.

EL CAPATAZ. —Sabe; pero no rige… Es un infeliz. Le han mandado aquí como para darle una limosna.

BECERRO. (En su cuarto, requiriendo libros y papeles.) —¡Feliz hora ésta de soledad y silencio! Sigo excavando en tu sér espiritual, ¡oh Numancia!, como esos brutos desentierran tus huesos… Decidme, mujeres numantinas: ¿qué sentíais, que pensábais ante la ilustrada fiereza de Scipión Emiliano? Hablad, bárbaras hermosuras, inflamadas en el santo amor de vuestros héroes, sacerdotisas de la dignidad de vuestro pueblo. ¿Y vosotros, niños numantinos, con qué juegos os adestraban para la guerra? ¿Jugábais á manejar la honda, á imitar las catapultas y arietes de vuestros enemigos?… Quiero saber si vuestras madres os llevaban pegados á sus pechos cuando iban á disparar flechas contra el romano… Héroes, decidme qué os daban de cenar vuestras mujeres cuando volvíais de la pelea: ¿cenábais guiso de cecina con erebintos, que hoy llamamos garbanzos? ¿En los fieros combates os excitábais apurando esa bebida hecha de cebada, que llamábais celia? Señoras numantinas, lo que esta noche quiero desentrañar es si vuestra religión os permitía la poligamia, si vuestros sacerdotes eran castos, si érais charlatanas y presumidas, y os componíais mucho para ser gratas á vuestros hombres. Decidme si asistíais gozosas á esos templos formados por grandes peñascos enhiestes, si veíais con gusto correr la sangre en los sacrificios, si cuando descuartizábais al prisionero alabábais á vuestras feroces divinidades, y si teníais fe en el arúspice que del examen de las entrañas de la víctima sacaba el conocimiento del porvenir… Decidme, hombres, si entre vosotros hubo sabios investigadores que se dedicaran, como yo, á esclarecer las obscuridades paleolíticas. Preguntadles, os lo suplico, si vuestra lengua procede del caldeo ó del etrusco. ¿No llamáis á los gazapos laurices, al vino bacho y al escudo cetra?… A los sabios preguntad si la población prehistórica enterrada bajo vuestra Numancia es Andarisipo, fundada por los Tartesios y según mi amigo Es trabón, ó Copsanio, de origen cántabro, según Pomponio Mela… (Pausa. Prepárase á escribir.) ¡Hermoso silencio! El alma del erudito se extasía en la sublimidad de estas ruinas gloriosas. ¡Oh ensueño, oh dulce embriaguez de los enigmas atávicos! Ya que no venís á mí, hermanas pelásgicas, etruscas ó fenicias; ya que no quiere Dios que yo penetre el misterio da vuestro origen, dejadme que busque y husmee vuestras huellas; y á estas piedras dormidas preguntaré si sois hijas de Atlas ó Héspero, si os trajo Gargoris, rey de los Curetos, para que fuérais fundamento y troquel de la civilización hispánica… Mientras Numancia duerme, el erudito vela, y entrega todo su sér al deliquio histórico… El enamorado de la antigüedad os busca, os persigue, os evoca con su abrasado aliento… (Poseído de frenético entusiasmo.) ¡Oh!, ya me siento león… ya mis dedos son garras, ya sacudo la melena, ya la fiereza hierve en mi corazón, ya causo espanto, ya resoplo, ya rujo… Allá Voy. (Salta por encima de la mesa y sale rugiendo.)

TARSIS. (Agitándose en su camastro.) —¡Ay de mí! ¿Qué es esto? Caí en el primer sueño como en un pozo, y ahora… ¿Qué ruido es ese que me atormenta?

EL CAPATAZ. (Despertando.) —¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Hablas dormido?

TARSIS. —Me ha despertado un ruido espantable…

EL CAPATAZ. —¡Otra! Se me olvidó decirte que ronco como un piporro…

TARSIS. —No es ronquido lo que oigo, sino el baladro, alarido de animal fiero.

EL CAPATAZ. —Oigo á los perros que ladran á la luna.

TARSIS. —Es más fuerte y temeroso que el ladrar de los perros. Ahora suena cerca de aquí, ahora se aleja. Escuche. ¿No tiembla usted?

EL CAPATAZ. —¿Yo qué he de temblar, contra? No tengo miedo á embelecos de las ánimas.

TARSIS. (Incorporándose.) —¿Animas dice? Será el ánima de un león. Lo que se oye es el resoplido de una fiera. El rugido sale algo cascado, como si el león padeciera moquillo.

EL CAPATAZ. —¡Otra!… Ya sé lo que es. Los que andan de noche por las cavas dicen que han visto un león grande y flaco… que corre y salta furioso sobre las ruinas, dando resoplidos al modo de los perros que rastrean. Un trabajador de acá salió con escopeta, y le soltó un tiro sin hacer blanco… Es ánima del león de la antigüidad, que del otro mundo viene á la querencia de las piedras, y mete el hocico olfateando huesos, ó ceniza de madera y ladrillos que entavía huelen á quemazón.

TARSIS. (Recostándose.) —El león de Hesperia…

EL CAPATAZ. —Duérmete, bruto, y otra noche saldremos á verlo…

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