XXI
Donde se verá cómo principió el espantoso vía-crucis y horrendo calvario del caballero sin ventura.
Mientras el don Ramiro (que por ser Gaitón merecerá toda la
antipatía de los que esto lean) creíase obligado, por deber y por
derecho, á prestar auxilio á la hermosa señora del carro, y disponía que
conducida fuese á la botica (regentada por otro Gaitón) para que se le
administrara una bebida antiespasmódica, Gil era empujado con violencia y
grosería hacia el interior del feo edificio. Hallóse dentro de un local
que recibía la luz de enrejada ventana estrecha, y con abandono de
animal rendido de cansancio se arrojó al suelo, que en algunos sitios
tenía montones de paja donde duraba el hueco de otros presos allí
albergados anteriormente. Su desesperación no le dejaba espacio para
considerar las consecuencias de su infortunio ni los medios de
conjurarlo. A poco de humillarse sobre la paja, cayó en un sopor febril,
que le daba la sensación lúgubre de un descenso á los profundos
abismos, donde le maltrataban y escarnecían diablos crueles y harpías
desvergonzadas… La noche le encontró en el propio estado de somnolencia,
con intervalos de estupidez ó embrutecimiento, en los cuales percibía
los ásperos ronquidos de otro infeliz que no lejos de él mataba las
horas.
Hallábase ya el caballero más despabilado de su negra modorra, cuando hirió sus oídos la voz del compañero de encierro, el cual en tono familiar así decía: “Buen amigo, pues la mala suerte nos ha traído á estar juntos en esta mazmorra indecente, hablemos y contémonos nuestras miserias, que yo soy de los que, á falta de pan y de alegría, se alimentan con el sueño á ratos, y á ratos con la buena conversación”. La réplica de Gil fué tan sólo de monosílabos perezosos, y el otro, incorporado en su lecho de pajas, prosiguió así: “Como yo voy siempre á cara descubierta, sin ocultar mi nombre ni renegar de mí mismo, le diré que me llamo Tiburcio de Santa Inés, y que soy natural de Rebollosa de Jadraque, donde tengo, digo, tuve mi hacienda, y que estoy preso por haberle tirado una piedra á Crisanto Gaitón… Le apunté á la cabeza, y le di en el hombro sin hacerle daño… Fué por… Verá usted… Mi padre, José de Santa Inés, natural de Garabatea, me dejó una finquita que fué de mi abuela materna, Rosalía Carbajosa, natural de Tor del Rábano, y dicha finca linda por el Naciente con huerta y viñedos de don Zacarías Escopete, por el Sur con las tierras de… Pero si está usted dormido, me callo y lo dejo para después, que no quiero molestarle”.
Contestó Gil con estas incongruentes expresiones: “Yo maté á Galo Zurdo por rescatar á mi novia y sacarla del infame cautiverio en Calatañazor… Ahora no descansaré hasta que dé muerte á Regino, que me engañó con arrumacos hipócritas, haciéndose pasar por caballero encantado como yo… ¡Quién me había de decir que recobrada mi mujer, fuera Regino quien me la quitara! Si usted defiende á Regino, se verá conmigo en esta cárcel, ó fuera de ella; y si nos llevan juntos á Soria, veremos quién puede más”.
—Amigo —dijo el otro con Voz blanda, tirando al humorismo—, no me hable usted de matar, que yo, aunque ando en cárceles, no soy hombre que acomete á sus semejantes, y jamás he quitado la vida á ningún nacido, como no sea mosca, mosquito, ó cuanto más algún pobre conejo que se me ha puesto delante de la escopeta. Yo no mato… Tiré una piedra al Gaitón en el momento de más coraje que he tenido en mi vida; pero no iba más que á descalabrarle, para que se acordara de Tiburcio de Santa Inés, el despojado y atropellado en Rebollosa de Jadraque…
Gil se incorporó para ver á su compañero; pero la claridad de luna que por la reja entraba era tan pobre, que uno á otro se reconocían tan sólo como bultos ó sombras vivificadas por la palabra. Secamente dijo el caballero: “Yo maté á Zurdo Gaitín porque debí matarle, que así me lo aconsejaron San Basilio y San Agustín: "Cuando no quieran darte lo tuyo, tómalo". Yo no podía tomarlo sin destripar antes al cerdo. Ya sabe usted, amigo, que á cada puerco le llega su San Martín. Me quedé con las ganas de pegar fuego á Calatañazor”.
—Pues yo le aseguro á usted —dijo el otro—, que si nunca he matado á nadie, tampoco puse mis manos en quemazón de paneras y trojes, como han hecho otros, movidos de venganza. Siempre fui honrado, y de mi buena conducta podrá dar fe todo el gentío de estos pueblos”.
Extremado ya en la incongruencia, habló Gil de este modo: “Pues usted conoce al dedillo estos terrenos, dígame si cae por aquí cerca Zorita de los Canes… porque ha de saber usted que yo soy Conde… ¿se va usted enterando?… Conde de Zorita de los Canes”.
—Lejos está ese pueblo… allá por tierra de Pastrana y Mondéjar, tocando á los mojones de Cuenca… Orilla de Zorita, en un pueblo que llaman Almonacid, tengo yo una prima casada con Cristino Angosto, natural de Tetas de Viana, que cae hacia esta parte… ¿Con que dice que es Conde? Querrá decir que esconde algo…
—Conde soy, y si lo duda, ahí están los libros del Becerro, que se lo dirán.
—Pues yo soy Marqués de Rebollosa de Jadraque —afirmó el otro riendo—, y aquí todos somos de la grandeza.
—Mi condado es Zorita de los Canes. Y yo quiero que usted me informe de si aquel pueblo lleva tal nombre porque hay en él muchos perros… quiero decir, Gaitones.
—Perros habrá de caza y de campo, y Gaitones no han de faltar, que son los animales más propagados en esta comarca. Por acá conozco á don Ramiro, don Crisanto y don Manuel Gaitón. Este es el más pudiente… cocido en dinero; y para redondearse se ha casado con la hija de un señor riquísimo que vive allá por Riaza, y le llaman don Gaitán de Sepúlveda, propietario de tierras, dueño de tantos ganados, que con ellos podría estrellar de ovejas el cielo.
—¡Le conozco… ya sé! Un vejestorio con antiparras… He sido pastor en uno de sus rebaños.
—¿Pastor y Conde? Eso sí que es bueno… Amigo, ¿se llama usted don Patraña?
—Me llamo Tarsis… me llamo Asur, Hijo del Victorioso, y si usted me apura, me llamo Mudarra ó Mutarraf, que quiere decir Vengador.
—Que sea por muchos años, ja, ja… Pues no es el hombre poco divertido… ¡Quién lo diría, Señor! Hasta en estos lugares de tristeza, salta, cuando menos se piensa, el buen humor, y unas veces por flautas y otras por pitos, se va pasando el rato…
En estas vagas conversaciones les cogió el alba, y conforme iba entrando en la prisión la tímida luz del nuevo día, mermada por los gruesos barrotes de la ventana, se vieron y se examinaron los dos presos. En su compañero, sólo conocido hasta entonces por la voz, vió Gil un hombre revejido y de talla corta, de facciones vulgares, iluminadas por un mirar de plácida mansedumbre, afeitado de días, con traje de labrador ó jornalero del campo. Al poco rato, se personaron en el calabozo dos individuos que dieron á Gil orden de disponerse para partir á Soria en conducta de la Guardia civil; el otro quedaría en Sigüenza hasta nueva orden. Dieron á los dos mísero desayuno de pan negro y tocino crudo averiado. No tardaron en aparecer los guardias que habían de llevarse á Gil. Este se despidió de su compañero, que con sombrío gracejo le dijo: “Abur, señor Conde; Dios se la depare buena. Aquí me tiene á su disposición no sé hasta cuándo. Tiburcio de Santa Inés, para servir á Su Excelencia”.
Salió Gil entre los dos guardias. La mañana era fría y brumosa. Al pasar frente á la catedral, vió el caballero las almenadas torres de feudal arrogancia ceñuda. Entre los velos de la niebla, el grandioso monumento se revestía de cierta majestad funeraria. Bajando hacia la alameda tomaron el camino real, y á poco de entrar en éste, como notaran los guardias en el preso cierta inquietud y ganas de monólogo, le ataron, recomendándole paciencia y juicio. Gil les dijo: “Atadme si queréis. No me importa, que yo tengo en mi familia quien podrá darme libertad aunque me llevárais encerrado en una jaula de hierro. Vosotros no contáis con una Madre como la mía… Siento que no venga Regino á conducirme. De seguro lo habría pasado mal… Vosotros sois honrados y buenos; cumplís vuestras obligaciones sin deshonrar á los amigos robándoles la mujer… Hay hombres que tienen pinta de caballeros y son como hienas con bonitos ojos. Otros con mal ceño y cara borrascosa llevan dentro un corazón de ángel. Yo, señores guardias, no les aborrezco; sé que me llevan preso y atado por mandato de la ley, y que no porque yo sea persona principal serán más blandos y considerados conmigo”. Con buenas razones le exhortaron los guardias á guardar silencio, y él obedeció, reduciendo á soliloquio las incoherentes cláusulas que de la boca le salían.
“Imposible que la señora Madre deje de venir en mi socorro —se decía—, á no ser, Gil, que el uso que has hecho de tu albedrío sea tal que… No recuerdo bien lo que me dijo al despedirse en Calatañazor… Que si la línea de mi albedrío… que si la línea de su protección… No sé, no sé. Al perder á Cintia he perdido mi razón. Estoy loco. ¿Será verdad que estoy loco?… Ya que mi Madre no me dé la libertad, devuélvame al menos la razón”.
A los dos ó más kilómetros de andadura, tuvo Gil bastante claridad de entendimiento para reconocer que el camino que seguía no era el mismo por donde había venido de Atienza. Conducíanle por Medinaceli y Alcuneza, que era, sin duda, más derecho camino hacia Soria. Verdaderamente, por lo tocante á su comodidad, ésta ó la otra ruta le importaban lo mismo; pero prefirió la de Medinaceli, porque dió en creer que en ella sería más fácil encontrar á la Madre redentora. ¿En qué se fundaba para pensarlo así? En nada… Tal vez en indescifrables voces que susurraban dentro de su cerebro.
Al mediodía emprendieron el preso y sus custodios la subida del puerto de Sierra Ministra. Iban desde las fuentes del Henares á las del Jalón, dos ríos que nacen en opuestas bandas de aquellos montes, y corren luego en contrarias direcciones, tributario el uno del padre Tajo, el otro del padre Ebro. Conforme subían, el tiempo cerrábase más de niebla, y la humedad les penetraba con punzante frialdad hasta los huesos. Por lo que Gil oyó decir á los guardias, hablando con dos caminantes que en sendos mulos llevaban la propia dirección, comprendió que se detendrían en una venta llamada del Cuervo, para tomar alimento y arrimarse un poco á la lumbre, siguiendo después hasta el lugar de Honrubia, en cuya cárcel terminaría la primera etapa de la conducta, para continuar al siguiente día con otra pareja hasta Medinaceli. Picaron espuela los caminantes, y á la media hora, próximos ya Gil y sus conductores á la venta que les prometía sustento y abrigo, vieron alzarse una ondulante columna de humazo negro, y oyeron griterío de alarma y terror. La venta y dos casas y cuadras medianeras ardían en toda la extensión de sus jorobados techos.
Era un lindo espectáculo el del humo negro, que, retorciéndose como columna salomónica, subía lentamente, y en sus caracoleos voluptuosos se iba fundiendo con el blanco albor de la niebla. Las llamas daban toques de púrpura rutilante al bello espectáculo, y el vocerío de las gentes que querían salvar de la quema trebejos y animales, concluía y remataba el conjunto dramático. Llegaron á un punto en que la confusión de humo y vapores cegaron el día, impidiendo la visión de los objetos más próximos. Gil no vió á los guardias, y éstos á él le perdieron de vista. ¿Qué había de hacer un hombre en ocasión y momento tan propicios para la conservación personal, más que ponerse en salvo con rauda ligereza de pies? Así lo hizo Gil, por lo cual merece toda la simpatía y alabanzas de sus admiradores. Emprendió carrera en dirección de las fuentes del manso Henares, y para mayor dicha suya y alegría de los que se interesan por su suerte, á los pocos minutos de precipitarse en la veloz huida se sintió desligado del atadijo que le sujetaba los codos. La soga se desprendió silbando como culebra, y los brazos del preso quedaron libres para dar impulso y compás á las disparadas piernas…
Su primera parada para tomar aliento hízola el fugado á distancia tal, que apenas se veían ya las negras humaredas desliéndose en la niebla lechosa. ¡Libre! Con decir que la libertad duplicó su energía, se da una idea de su velocísima carrera; y como iba cuesta abajo, no tardó en pisar terreno llano. “Aunque no te has dejado ver, señora Madre —decía—, ¿quién sino tú me preparó con un oportuno incendio la obscuridad que cegó á los guardias? ¿Qué manos que no fueran las tuyas pudieron desatar la cuerda que me oprimía los codos?… Yo advertí que el cordel por sí solo deshizo sus nudos, y salió silbando y serpenteando hasta perderse de vista en el monte… Ahora déjame ver la luz rosada que anuncia tu presencia, y sienta yo dentro de mí la suspensión ó azoramiento, señal infalible de que la Naturaleza se conmueve á tu paso”.
Por más que el caballero miraba á un lado y otro y á los oteros cercanos, únicos que se dejaban ver, no tuvo el menor atisbo de luz rosada ni verde. Imperaba el blanco algodonoso de la niebla, sin dejar ningún resquicio por donde pudieran colarse luces naturales ó fantásticas. Avanzada ya la noche, dió de bruces en un lugar miserable cuyo nombre ignoraba. Después supo que era Guijosa. No queriendo infundir sospechas pidiendo albergue 6 haciendo preguntas, echó un vistazo al caserío del pueblo, vió la iglesia y en ella un ancho pórtico con dos rinconadas laterales que parecían hechas de encargo para que los vagabundos pasaran en ellas la noche.
Antes de acomodarse en su camarín, quiso dar á su cuerpo algún sustento, y recordando que aún le quedaban dos bellotas en el bolsillo del pantalón, metió en él la mano para cogerlas. Grande fué su sorpresa cuando al tacto reconoció que no eran dos bellotas, sino cuatro. Momentos después entraba en una taberna que había visto al pasar por la corredera central del pueblo. Compró medio pan y un pedazo de queso, y fué á comérselo al pórtico donde había encontrado su albergue nocturno. Instalóse en él, arrimándose bien al ángulo para buscar todo el abrigo que la dura piedra podía darle, y apenas tiraba los primeros bocados al queso y pan, creyó ver en el rincón frontero un bulto de cosa viva. Poco tardó, por cierto rumor de respiración y carraspeo, en cerciorarse de que era un hombre, un desgraciado caminante, como él sin hogar ni dinero, acaso como él perseguido de la justicia. En estas dudas se hallaba, cuando del bulto misterioso salió una ronca voz que dijo: “Buen hombre, se quedará usted helado si no tiene manta. Arrímese acá y participará de la mía, que es de cuatro varas, morellana neta. No tema que le pegue miseria, que yo, aunque pobre, no la tengo.
—Buen señor —replicó el caballero, conociendo, por la voz cascada, que hablaba con un anciano—, acepto muy agradecido el abrigo, y allá me voy. Y si quiere usted acompañarme en esta pobre cena de pan y queso, tendré mucho gusto en partirla con usted.
—¡Ay, sí: déme acá, hermano! Tengo un hambre horrible. No poseo más capital que la manta, lo único que he podido sacar del pueblo”.
Mientras el famélico señor se incorporaba para tirar feroces mordiscos al pan, Gil se acomodó bajo un pico de la luenga y tupida manta morellana. A la escasa claridad de la luna examinó la cara de su compañero de hospedaje: era cara de viejo, con melenas canosas, y no desconocida para Gil. En alguna parte y en días no lejanos habíala visto. ¿Dónde, Señor? Tanto apuró su memoria, que al fin creyó descifrar el enigma, y para llegar á la certeza, habló así: “Señor, yo le conozco á usted; creo haberle visto en un lugar llamado Boñices. Dígame si es usted un maestro que tiene por nombre don Alqui… bori…”.
—Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias, para servir á Dios y á usted —dijo el otro gravemente mordiendo el queso con avidez—. Escóndese el rico, mas no el mísero. Como los lobos bajan del monte al llano movidos del apetito de carne, así he salido yo de Boñices, y voy á la ventura por estas tierras, buscando el lugar de abundancia donde sobre un mendrugo. Dios me ha favorecido esta noche trayéndole á usted á mi lado con su pan, su queso y su cortesanía, que me han dado aliento para vivir hasta mañana. Y ahora, buen hombre, ya que hemos metido algo en el buche, hagamos por dormir, que yo estoy rendido, y usted también, á lo que parece. Mañana hablaremos. Abrigúese y duerma. La noche es para el descanso, llamémoslo sueño, que es la jaula en que se guardan los pensamientos; el día es para que se abra la jaula, y salgan otra vez los pensamientos á darnos guerra y á engendrar las acciones… Con que buenas noches…
Parecióle muy cuerdo á Gil lo que su compañero de alcoba decía, y se acurrucó bajo la manta para conciliar el sueño. Durmió con intermitencias, atormentado de pesadillas, y una de éstas fué que se acababa el mundo, sensación pavorosa producida tal vez por los ronquidos de don Quiboro, que imitaban el son terrible de la trompeta del Juicio final. El día le despejó la cabeza de los terrores milenarios, y puesto en pie y sacudiendo la pereza, mientras el maestro anciano se desperezaba como un camello, se aprestaron á seguir su peregrinación… Don Quiboro dobló su manta en forma de que le sirviera como tapabocas, y por el primer callejón que les vino á mano salieron al campo libre, observando gozosos que el día se presentaba menos encapuchado de nieblas que el anterior.
“¿Hacia dónde vamos, amigo? —dijo don Quiboro, mirando sucesivamente á los cuatro cuadrantes—. Yo ando á la ventura… á ver si caigo donde me sea fácil encontrar un pienso razonable. ¿Hacia dónde cae Guadalajara?”.
—Hacia el Sur, y el Sur es por aquí —replicó Gil, señalando una dirección, después de apreciar en el horizonte la salida del sol—. A usted, que es persona justa, no debo ocultarle que huyo de la justicia, y no me conviene andar por senderos concurridos.
—Pues yo, hijo mío —indicó el viejo con gravedad estóica—, voy sin criterio propio y entregado al Destino. Ni busco á la justicia, ni huyo de ella; que si la justicia me coge y me conduce de pueblo en pueblo, en éstos habrá pesebres donde se alimenten bien ó mal los cristianos errantes, que no tienen casa, ni familia, ni una chispa de numerario.
—También yo cuento con el Destino, que suele ser más humanitario que las leyes y los que cuidan de cumplirlas —declaró el caballero—. Si por una parte huyo de la justicia, por otra voy hacia ella… Déjeme que le explique… Yo maté á un cerdo… me prendieron, me escapé… Un guardia civil me quitó á mi mujer… yo voy á que me devuelvan á mi mujer, ó á que me maten, pues sin ella no puedo vivir.
—Historia complicada es esa, y no he de entenderla como no me dé más explicaciones. Al decir mujer, ha dicho enredo y confusión. Habrá usted oído aquello de Hembra lozana, darse quiere á vida vana, y también estotro: Mujeres y malas noches, matan á los hombres…
—No es eso, señor —dijo el caballero—. Usted no me entiende… y yo no podría ponerle al tanto de mi historia sin darle una conferencia de tres días.
—Pues resérvela para mejor ocasión, porque con los estómagos vacíos, en esta hora del desgaste orgánico, ni los entendimientos, ni la palabra, ni la memoria, están para largos cuentos, ya sean verdaderos, ya mentirosos. Veamos si la Providencia ó San José bendito nos deparan almas caritativas que nos socorran con algún alimento. Usted que tiene buena vista, mire y observe si hay por aquí pastores, ó si á lo lejos se descubre algún caserío…
—Pastores no veo —dijo el encantado—; pero sí gente de labranza, que á mi parecer está sacando patatas.
—Pues vamos primero al señuelo de las patatas —dijo el desgraciado Quiboro, avivando cuanto podía su vacilante paso—, que me da el corazón que hemos de encontrar hidalguía y caridad… Quiera Dios que sea la cosecha muy abundante, y que los dueños de ella estén alborozados y satisfechos… Déme el brazo, hijo, y ayúdeme á salvar pronto la distancia que nos separa de esos dignísimos labradores… La Virgen bendiga su trabajo y les aumente el fruto… Ande, hijo, ande…
Llegaron al grupo de labriegos, que eran tres mujeres y dos hombres, y tal ventura deparó el cielo á los peregrinos, que apenas manifestada su fiera necesidad entre bostezos, les dieron cuanto pudo meter en sus anchos bolsillos el cansado viejo. Sin detenerse en el grupo más tiempo que el preciso para expresar del modo más patético su inmensa gratitud, se fueron en busca de un lugar montuno donde pudieran recoger leña y hojarasca, encender lumbre y asar los preciosos tubérculos que de la caridad habían recibido. Atravesando rastrojos y metiéndose por empinadas veredas, dieron en un encinar que les ofrecía descanso, abrigo, soledad, cocina, fogón, leña y mesa para banquetear á su gusto.
Recogió al punto Gil un buen brazado de palitroques y ramaje seco. Felizmente, tenía fósforos y encendió lumbre, que pronto tomó cuerpo, y las crujientes llamas alegraron el alma y templaron el aterido cuerpo de don Alquiborontifosio. De rodillas ante la hoguera, extendiendo las palmas de las manos en actitud litúrgica, tuviérasele por un sacerdote de los prístinos tiempos de la Historia. Acólito de tal ofrenda ó sacrificio era Gil, que cuidadosamente cebaba la llama para que se formara un buen rescoldo. Don Quiboro metía las patatas en la ceniza, y tales eran los estímulos de su apetito, que medio asadas y medio quemadas empezó á comerlas, soplando sobre ellas antes de meterlas en su desdentada boca. Y cuando los dos habían aplacado las primeras ansias del gusanillo, cogió el maestro una patata y la mostró con solemnidad á su compañero de fatigas, pronunciando este triste razonamiento: “A tal miseria han venido á parar mis cincuenta y más años de magisterio en Aliud primero, después en Torreblascos, y por fin en el moribundo lugar de Boñices. Vea usted el premio que dan á una vida consagrada á la más alta función del Reino, que es disponer á los niños para que pasen de animalitos á personas… y aun á personajes, que yo con documento puedo atestiguar… carta canta… que en Buenos Aires, en Méjico y en otras partes de las Indias, viven ricachones que fueron desasnados por mí, y que bajo mi palmeta, hoy en desuso, aprendieron á distinguir la e de la o. Y en esas Cortes ó Senados de Madrid, en que tanto se parla, algunos hay que llegaron cerriles á mis manos, y de ellas salieron bien pulidos de lectura y escritura, con algo de aritmética. Nadie me ha favorecido en este vía-crucis doloroso. Dos generaciones de Gaitines han pasado delante de mí con los oídos tapados á mis quejas, y sólo me atendieron á medias y de mala gana cuan do reclamaba yo dos años de atrasos, dos años de paga, ¡Señor!, que me debía el Ayuntamiento. Los Gaitines han favorecido más la fábrica de aguardiente que la fábrica de ilustración. Y heme aquí errante, sin hogar ni más ropa que la puesta y esta manta, atenido á la caridad pública, rodando como las hojas muertas que lleva el viento, sin encontrar ni protección, ni pan, ni siquiera sepultura, pues cuando menos lo piense caeré muerto en lugar salvaje donde las bestias me pisen y los buitres me coman. ¡Oh, buitres, comedme y hartaos de mi carne podrida, y que os aproveche y hagáis buena digestión! Seréis más dichosos que yo lo fui. ¡Oh, niños, niños mil á quienes saqué de las tinieblas, al daros luz hice una generación de hombres ingratos!”.
Al terminar, limpióse una lágrima y siguió comiendo. Con la conversación del improvisado amigo fué recobrando el pobre viejo su normal temple, y de sobremesa propuso á Gil que, pues habían yantado con sosiego, que compensaba la triste frugalidad, quedáranse buena parte del día en lugar tan apacible, recogiendo y almacenando en sus cuerpos el calorcillo de la hoguera, para tener reserva con que hacer frente á los fríos y desmayos que les esperaban. Así lo hicieron. Echóse Gil á dormir, y á media tarde reanudaron su vida errante, llevándose don Quiboro en sus hondos bolsillos las patatas medio asadas y medio carbonizadas que sobraron del festín.
Caminando encontraron una pareja de mendigos: él, caduco y patizambo, con un voluminoso morral al hombro; ella, jovenzuela, canija y andrajosa, con un morral chico y una bandurria vieja. Trabaron conversación, y el hombre, que era muy parlero y comunicativo, les dijo así: “Yo me voy á pasar la noche á Pitarque, que es alivio del pobre en esta tierra desamparada”. No había oído don Quiboro tal nombre, y pedidas explicaciones, el pordiosero las dió muy claras: “Bien se conoce que no son ustés de por acá. Pitarque es un conventorro viejo de franciscos ó dominiscos… no sé qué. Desde tiempo memorial está caído… la iglesia sin techo, lo demás apañado para casas de labor y lo consiguiente. Comprólo por pocos riales un granjero de Torremocha, que le llaman José Corvejón, y allí ha puesto taberna, algo de parador para personas y bestias naturales, lonja de bacalao y piensos”.
A la mano acá del monasterio hay un patio grande que fué mismamente claustro, donde salían á regoldar los frailes, acabado el refitorio. José Corvejón, que es hombre cristiano de suyo, porque, según dicen, vivió antes en necesidad, nos deja á los probes entrar en el patio, y nos da sarmientos y otras leñas combustibles para que hagamos lumbre y nos calentemos, y las más de las noches nos reparte la bazofia que sobra de los yantares de la posada… Si no tenéis vos mejor corral donde albergaros, venid con nosotros y lo pasaréis tan ricamente, que también suele haber quien eche al aire las penas con algún desperezo de seguidillas y danza…
—Sí, sí —dijo don. Quiboro con desentonos de chochez infantil—. Iremos allá. ¿No piensa lo mismo el amigo? Si hay lumbre, un rincón para dormir, y alegría del pueblo, ¿qué más podemos desear?
Arreando á prisa, llegaron los cuatro cristianos vagabundos, ya de noche, al caseretón llamado Pitarque, donde ocurrieron sorprendentes sucesos y casos de risa y llanto, que conocerá el que tenga paciencia para seguir leyendo.