XV
De lo que vió y sintió el caballero en el osario de Numancia.
Al trabajo en las excavaciones fué Gil el siguiente lunes con
cierta emoción religiosa. No era lo mismo arrancar piedras de un monte
para el afirmado de un camino, que sacar de la tierra las que dos mil
años há fueron asiento y abrigo de un pueblo perpetuado en la excelsitud
de la Historia. De los veinte ó más hombres que allí trabajaban, tal
vez Gil era el que mejor comprendía toda la grandeza de aquella
exhumación. Revolviendo tierras negras, tierras coloradas, se iba
penetrando de lo que hacía. Por las explicaciones que en su tosco
lenguaje le dió el capataz, descifraba los caracteres del suelo. Lo
negro era la ciudad romana, que los vencedores construyeron sobre los
restos de la ciudad celtíbera; lo rojo era Numancia quemada, escoria de
ladrillos calcinados y cenizas revueltas con huesos y trozos de
cerámica. Entre este material que los azadones cuidadosamente movían y
las palas apartaban, aparecían los sillares de labra tosca, ajustados
con barro. Las piedras formaban paredes, y las paredes habitaciones, y
éstas casas, y las casas calles…
Recorrió el caballero en largo espacio una vía perfectamente empedrada. Al pisarla, pudo imaginar que hallaba huellas recientes, huellas de hace dos mil años, que aún vivían ó resucitaban en la mente del explorador poseído de respeto y emoción… y allá en lo más hondo, yacían los huesos de otra ciudad enterrada por los numantinos al construir la suya; de una ciudad, en cuyo suelo el Tarsis del siglo XX sentía las pisadas del Tarsis prístino, desvanecida imagen de los tiempos.
Desde que llegó á Numancia, el asendereado Gil padecía crisis aguda de imaginación, con disloque de nervios y propensión á ver en anárquico desorden las realidades físicas. La soledad, el no saber de Cintia, el desamparo en que le tenía la Madre, y la presencia y contacto de Becerro, le llevaron á tal estado. El chisporroteo mental del erudito prendía en la mente de Tarsis, y la inflamaba en fúlgidos delirios… Por las noches, en la sobrestántía de Garray, tenían un poco de tertulia los que allí se albergaban, y en tal reunión solía buscar un rato de amenidad la pareja de Guardia Civil. Uno de los dos guardias era ceñudo y áspero; el otro, más joven que su compañero, se distinguía por su afabilidad y buen modo, no incompatibles con la rigidez disciplinaria. Llamábase Regino, y entre él y Gil, de palabra en palabra y de franqueza en franqueza, llegó á establecerse simpatía precursora de amistades. En la tertulia se hablaba de política, del avance de la exhumación numantina, de las chicas del pueblo, de chismes, historias y consejas, y una noche salió á relucir el cuento del león fantástico, que rugiendo y dando resoplidos corría de piedra en piedra.
—Me paiz —dijo el capataz—, que ese león será escapado de los que en un jaulorio hicían junción de circo en Zaragoza… Un mozo sostuvo que lo había visto hozando en las ruinas, y apretó á correr asustado del caragesto del animal y de su soplido. Riendo el guardia civil Regino de tales apreciaciones, dijo que la curiosidad le movió una noche á salir á ver al león, y… “Señores, están ustedes locos ó atontados por el miedo. Yo vi á la fiera, y aseguro que no es fiera, sino un perrazo de los que llaman de San Bernardo, animal hermoso, aunque algo viejo”.
Incitado el gran Becerro á dar su opinión, dijo gravemente: “Caballeros, en ningún caso puedo yo confundir perros con leones, porque á estos nobilísimos y fieros animales conozco y trato de antiguo… No se ría usted, Regino, y perdone que le diga… vamos, que el ente zoológico que usted vió paseándose majestuoso por las ruinas, no pudo ser perro, y que no lo tendremos por tal, aunque usted nos lo pinte con la noble prestancia perruna de los llamados del Monte de San Bernardo. También diré á usted y á todos los señores presentes, quedes simplicidad sostener que en España no hay leones, como no sean los que adestrados por domadores bárbaros muestran su ferocidad mercenaria en el circo. Y yo pregunto al amigo Regino y á su compañero: ¿Cómo negáis que existen leones, si vosotros mismos, bravos hijos de Marte, lleváis dentro el animal que es símbolo de la fortaleza y heroísmo? ¿Y lo que dentro lleváis, no podríais en un momento supremo sacarlo al exterior, asimilándoos la forma leonina en la especie de pelos, melena, uñas, rugido y fiereza? ¿Rechazáis tal hipótesis? Pues yo os aseguro que conozco… que he conocido personas de alma tan encendida en ardor patriótico, y tan enamorada del emblema heráldico de nuestra raza, que llegaron al puro éxtasis y á la perfecta identificación con dicho emblema. En sus paroxismos, esos seres privilegiados, cuando hablaban, rugían, y al querer andar, saltaban, y armados se veían de terribles garras, revestidos de bermeja pelambre y de una melena gallardísima… Pero noto incredulidad en vuestros semblantes, y os digo: Dejemos por ahora este asunto, que tiempo vendrá de tratarlo con la debida formalidad… Caballeros, buenas noches. Me voy á mi cueva”.
Gran burleta hicieron todos de lo que habían oído. Pero Gil no tomó á risa las irradiaciones de la encendida mente de Augusto. Ya se sentía herido del amor á lo sobrenatural, y llagado de la pasión de las cosas absurdas ó descomunales. A la mañana siguiente, sus ojos dieron en alterarle, si no la forma, el tamaño de los objetos. Al principio las personas cercanas se le ofrecían en su natural talla; pero las distantes se agigantaban hasta alcanzar estaturas de veinte ó más metros. Después, todos, él mismo, eran gigantes, y las ruinas de una extensión desmesurada que en los horizontes se perdía. Los pucheros rotos que extraían de la tierra eran como tinajas, y las ánforas llenaban con su abultado vientre un gran espacio. De estas alucinaciones tenía la culpa Becerro, que al verle salir para el trabajo y hablarle de la grandeza de aquel noble escenario, le dijo: “Aquí, Cipión, no hay nada pequeño… Todo es colosal. Yo encontré en los escombros de una casa celtíbera un alfiler que era del tamaño de las modernas espadas. No se ha determinado aún la talla de los numantinos, que era como la de una mediana torre”.
En el recogimiento de la noche, observó con gozo que los objetos recobraban el tamaño con que comunmente los vemos. Durmió tranquilo, y al despertar, tuvo la grata sorpresa de ver entrar de rondón en el cuarto á Cíbico y su ardilla. Esta se subió á un alto armario, y el buhonero abrazó á su amigo diciéndole: “He tardado… he tenido que ir á Soria. Te traigo noticias de Pascualita. Sal y hablaremos”.
Vistióse Gil, salieron, y camino de las ruínas desembuchó Cíbico cuanto llevaba. “La primero: he visto á tu novia. Me ha dicho que vayas á Soria, que quiere hablarte”. Gil saltó diciendo: “Vamos ahora mismo”. Bartolo, recomendando con expresivo gesto calma al amigo y quietud á la ardilla, prosiguió así: “No seas tan vivo. Oye esta buena noticia. Ya tiene Pascualita el nombramiento de maestra para no sé qué pueblo. La pobrecilla está loca de contento, pues ya gana su pan, y se quita el dogal de sus tíos, que es fuerte apretura”.
—Vamos, vamos allá hoy mismo… volvió á decir Gil; y Bartolo, con semblante risueño, replicó: “Hoy no vamos, por varias razones. La primera, que tu Pascuala y sus tíos vienen aquí esta tarde á visitar las ruinas. Les ha invitado, y en coche les traerá, el secretario del Gobierno Civil… Aunque ese gaznápiro de don Saturio hará el papelón de adorar el cuerpo santo de Numancia, viene con otra idea. Lo sé de su boca, que nunca miente cuando habla de sus necedades. Viene á proponer á los arqueólogos de acá y al señor ingeniero director de las cavas, que ajonden, que ajonden, como decía el gitano del cuento, porque debajo de todo este terreno que á la vista se ofrece, todo es plata. ¿No te ríes?… Otra cosa: me ha encargado Pascuala que no le hables, y tan sólo la mires de lejos… Ella… supongo que á tí te mirará de lejos, y aun de cerca… que para eso del mirar fingiendo que no miran tienen las mujeres un juego de pupilas que ya, ya… Bueno: pues hay otra razón para que no podamos irnos hoy, y es que tengo que mirar á mi negocio. Me han dicho al llegar aquí que en estos días han salido de la tierra cosas muy lindas de barro y de metal. ¿Y á tí no te ha deparado San Antonio alguna monedita, ó siquiera un cascote de ánfora con dibujo á rayas, de ese que los señores sabios llaman inciso?” Como Gil le respondiera negativamente, añadiendo que si algo hubiera descubierto lo habría presentado á los señores, Cíbico se burló dé sus escrúpulos, espetándole la vieja fórmula vulgar de que lo que es de España es de los españoles.
Luego añadió, metiendo mano al bolsillo: “Pues mira, por llegar pesqué esta medallita… Aunque es de cobre tiene un gran valor, por ser, como reza el cuño, del tiempo de un tal Sila. Es igual á otra que tuve y vendí. Se la compré esta mañana á un chico de Calatañazor que trabaja en el Campamento Romano”. Se pararon. Cíbico le señaló un lugar distante donde se vislumbraba hormiguero de cavadores, y dijo: “Aquél es el primer campamento que estableció el sinvergüenza de Escipión… El hombre no se anduvo en chiquitas. No alojaba sus tropas en tiendas de lona, sino en casas de piedra, que formaban como ciudades, con sus calles y todo”.
En esto vieron venir á la pareja de Guardia Civil, y oyeron la voz de Regino, que al aproximarse gritaba: “Hola, maldito Corre-corre; ¿ya estás aquí? Gracias que te esperamos sentados”. Saludáronse los cuatro cordialmente, y el ambulante abordó al guardia de este modo: “Ahí tienes ya las postales. Esta noche te las daré: son muy lindas… Pero ¡ay!, la más graciosa que te traía… ¡vaya una preciosidad!… una hembra como un capullo de rosa… y en camisa… con aire de inocencia deshonesta, como quien tapa y destapa. Pues, hijo, te has quedado sin ella… Me la birló el cura de Buitrago. (Risas.) Al darle otras que me había encargado, vistas de catedrales y de la Cara de Dios, que está en Jaén, se me fué entre ellas la tuya con la señorita vergonzosa en camisa… Una equivocación… (Carcajadas.) No te quiero decir cómo se puso el hombre al ver la profanía… Su cara echaba lumbre, rediós; le tembló la papada, apretó los puños”. “Grandísimo canalla —me dijo—, voy á denunciarte al Gobernador para que te meta en la cárcel por vender estas porquerías”. Temblando del susto, le contesté: “Don Atanasio, yo… yo vivo con todos… Se la di porque venían mal barajadas… Venga esa porquería, que era para otro cura”. Y él: “No, no te la devuelvo, bandido, recadista del Infierno… Me quedo con ella, me la llevo á casa… pero es para quemarla… Contigo debiera la autoridad hacer lo mismo”. Yo: “Pero, señor cura, déme”. Y él: “No te la doy… Y para que veas que soy hombre de conciencia, te la pago… Toma.” Me pagó, y al partir me bendijo”. (Gran fiesta y chacota.)
Separáronse, marchando las dos parejas en direcciones contrarias. Mientras Cíbico recorría casas de Garray buscando con huroneo sigiloso monedas ó fragmentos de cerámica para su granjeria arqueológica, Gil tiraba de pala y azadón en el lugar donde le habían puesto, y atento al trabajo manual dejaba que su vagabundo espíritu aleteara en la ilusión de ver á la ideal Cintia…
Y antes que llegase la hora de la tarde en que presumía el aparecer de su dama, Gil se vió acometido por segunda vez del engaño visual, consistente en ver agrandados desmesuradamente los objetos. “Vamos —pensó el mozo—, ya estoy otra vez entre gigantes. ¿Para qué me pondrá la Madre en los ojos del alma estos cristales de aumento? Sin duda para que la magnitud de lo que veo me enseñe la elevación de ideas”. Esto pensaba cuando vió á Cintia que de Garray venía, llevando de un lado á su tío, de otro al secretario del Gobierno; seguía detrás doña Baltasara con un bigardo peripuesto y de innoble facha, y en último término la pareja de la Guardia Civil. El secretario, que era un sujeto inflado, seco y vacío como un expediente, con bigote de moco y corbata colorada, se había hecho acompañar de la pareja para darse el pisto de llevar á sus invitados con escolta. Doña Baltasara era mismamente una bruja, y don Saturio, ocultos los ojos con gafas azules, los dedos gafos y nudosos metidos en guantes negros, el afilado rostro sin otra expresión que la de su inconmensurable imbecilidad, avanzó hacia las ruinas con andar y actitudes de hombre muy corrido y entendido, de esos que no se rebajan fácilmente á la admiración.
Entre esta corte de grotescas figuras iba Cintia ó Pascuala como una reina, que si su hermosura la enaltecía, no la realzaba menos su modestia. Vestidita con deliciosa sencillez, sin sombrero, porque no lo tenía; la cabeza tocada de un velito, su traje de merino azul obscuro muy parco en adornos, sus guantes, su calzado de cuero amarillo, cuantos la veían pasar se la comían con los ojos. Ya se sabe que á los de Gil, las figuras de Cintia y sus cargantísimos acompañantes medían talla más que gigantesca. Si esto daba grandiosa monumentalidad á la gentil estatua de Cintia, á los otros les agrandaba la fealdad, haciéndola monstruosa. Con fija mirada les siguió Gil en sus movimientos y en su examen de las reliquias descubiertas. El inmenso majadero don Saturio señalaba enérgicamente al suelo con su bastón, y á ratos lo hincaba en la tierra, cual si amenazar quisiese á los antípodas, y hacía desaforados aspavientos, que el caballero de este modo tradujo: “Señores, hagan caso de mí; ajonden, que debajo de esta broza hay un mar de plata. Yo lo sé; soy perito en capas de la tierra. Tengo el secreto; no me falta más que dinero para ajondar.”
Después que divagaron los visitantes entre montones de tierra y paredones desenterrados, volvieron en dirección de Garray para ver el Museo. La parada junto á donde Gil trabajaba fué lenta y no sin peripecias. Por los desniveles del terreno y los obstáculos que á cada paso se ofrecían, obligada se vió la bella joven á dar algunos brinquitos, recogiendo un poco su falda… Aquí le ofrecía la mano el Secretario, que pomposamente conciliaba la cortesía con la autoridad; allí, por encontrarse más cerca, la sostenía Regino. Cada mal paso era motivo de joviales comentarios. Al pasar Pascualita cerca de su enamorado, desplegó todo el arte mujeril para echarle tiernas miradas oblicuas sin que nadie lo notara… Alejáronse la familia de Borjabad y acompañantes: sus tallas gigantescas no presentaron otra disminución que la que marcaban las leyes de perspectiva… Desaparecida la señora de sus pensamientos, Gil quedó en un mundo enano y obscuro. El sol escatimaba su luz; apagábanse las voces, derivando en salmodia de tristes murmullos; hombres y animales eran seres canijos y desmayados, que pataleaban para no hundirse en la tierra húmeda. Esta se estremecía débilmente con amagos de terremoto, como queriendo sepultar á la generación presente junto á los huesos de la edad neolítica.
Con estas morbosas sensaciones, que eran las muecas de su melancolía, pasó Gil lo restante de la tarde; y á la hora de suspender el trabajo, fué á recogerle Cíbico, que le llevó á su alojamiento, en una casa de las más pobres del pueblo. Quería mostrarle algunas bagatelas arqueológicas recién adquiridas, migajas ó raspaduras de la Historia: una chapa, dos fíbulas de cobre, y un cuchillo de piedra. Esta última pieza diputaba por muy valiosa, y se relamía pensando en los buenos duros que habían de darle por ella. Las fíbulas mostró á su amigo, dándole acerca de tales baratijas ó adornos explicaciones muy eruditas. Eran al modo de broches con que las señoras y señoritas de Numancia se sujetaban el manto. Una era como culebrita de dos cabezas graciosamente curvadas; otra como una omega, con los trazos superiores en rosca. “Me figuro yo —decía Bartolito—, que las damas de aquel tiempo se componían y emperejilaban mismamente como las de hogaño, con una transcendencia de perfumería que daba gloria olerías… Y me figuro yo que cuando iban á sus bailes y zambras, se pondrían sus mantones de Manila, ó cosa tal, prendiditos al pecho con éstas que llamamos fíbulas, y que vienen á ser como los imperdibles que yo vendo á real ó real y medio… De faldas iban muy ligeras, calculo yo, y se las arremangaban hasta más arriba de la rodilla. Así lo he visto en unas pinturas de la Academia de Zaragoza… En la delantera ó pechuga llevaban muy poca tela; de forma y manera que lo iban enseñando todo… Para mí, Gil, y esto es idea mía, las damas que moraban en esos terrenos que estás desescombrando, tenían tanta vergüenza como San Sebastián pantalones… Todo por culpa del gentilismo, verbigracia, religión e ídolos.”
Atención tan vaga prestaba Gil á su amigo, que la charla de éste poco más era que el zumbido de un moscardón. Comprendiéndolo así Cíbico ya dispuesto á cenar en compañía de su ardilla, que le saltaba de las piernas al hombro y del hombro á la cabeza, varió así de registro: Cuando los Borjabades iban á coger el coche, me acerqué á saludar á tu novia. “Bartolo —me dijo Pascuala con un guiñito—, si vas á Soria mañana, no dejes de llevarme la seda verde”. ¿Has entendido? Seda verde quiere decir: “necesito comunicación”. El recado que para tí me dé la flor de la maravilla, entrará en tus oídos mañana á estas horas”.
Retiróse Gil consolado con estas ofertas y planes, y se fué á su alojamiento en la sobrestantía, donde le esperaba la cena, y después la entretenida tertulia que allí solían tener el capataz, la pareja de Guardia civil y otros amigos. Apenas llegó al ruedo, le cogió Regina por un brazo llevándole aparte, y fuera de la puerta se sentaron para charlar de cosas que no interesaban á los demás. Era el joven guardia muy comunicativo, afable en el trato, como hijo de muy decente familia empobrecida. No carecía de instrucción elemental; distinguíase por su exactitud en el servicio, y por su proceder noble y generoso en la vida privada, por sus movimientos efusivos con derivaciones románticas. A poco de tratar á Gil, que en Numancia era Florencio Cipión, le dió paso franco á su simpatía, después á su amistad, pronto á su confianza. Contábale á menudo episodios interesantes de su vida, en la que fueron pocas las venturas, muchos y grandes los sacrificios. De sus amores desgraciados hizo relato que parecía novela. La última novia que tuvo le amargó la vida con horrible desengaño… Y él paseaba su tristeza por los caminos que la pareja había de vigilar, y consolábase con la idea de sorprender criminales en quienes descargar sus destemplados humores.
Pero de improviso surgió en el alma del buen Regino una ilusión potente, que le anunciaba nuevas alegrías y consoladoras esperanzas. Con impaciencia pueril anhelaba comunicar al amigo el sentimiento que, apenas nacido, no le cabía ya en el corazón; y de esto vino el cogerle y llevarle aparte para decirle: “Deseaba verte para referirte lo que me pasa. Hoy ha sido para mí día grande, día de esperanza y de creer en Dios y en la Virgen. He visto hoy una mujer que me ha vuelto loco. Apenas la vi, la tuve por la mujer única, por la que ha de colmarme la vida. Engañado viví con otros amores, y ahora me alegro de que pasaran, y del martirio que me dieran me río, como se ríe uno de los castigos que le aplicaron en la escuela por no saber la lección”.
Viéndole venir, Gil turbado y suspenso le interrogó con dos palabras, y el guardia se clareó al instante con estas candorosas explicaciones: “La vi esta tarde visitando las ruinas con su familia y el Secretario del Gobierno de Soria, y sólo de verla quedé perdidamente enamorado de ella, como si de antes enamorado estuviese por haberla visto en sueños. Luego he sabido que se llama Pascuala, que es maestra con título, y sobrina de aquellos señores adustos que la acompañaban… No hablé con ella, ni el respeto me lo habría permitido… Sólo mediaron entre ella y yo estas palabras: "Sí… no… gracias… déme usted la mano… No tenga miedo… gracias… Para servir á usted… gracias". ¡Qué metal de voz!… Se me metía en el alma como una música de serafines… ¡y qué ojos, Florencio; qué mirar semejante al mirar de las estrellas, cuando las estrellas le cogen á uno pensativo y con murrias!… Supongo que entenderás esto, pues eres hombre agudo… Y, por último, mañana mismo le escribiré á Soria pidiéndole relaciones; y si me atiende, como espero, y nos tratamos, y del trato quedamos de acuerdo… bien avenidos el uno con el otro, aquí tienes á un hombre dispuesto á casarse, y se casará como hay Dios”.
No esperó Gil el Anal del concepto para levantarse, y en pie junto al guardia, con voz de convicción severa, le dijo: “No te casarás, Regino, porque esa mujer, esa Pascuala… y de su verdadero nombre hablaremos luego… esa que llamas Pascuala tiene ya dueño. Y para que desistas de tu pretensión, bastará que sepas que es mi novia; debiera decir mi mujer, porque juramento de tal me ha hecho, y palabra de esposa me ha dado, sin que yo tenga la menor duda de su fe, y de la verdad con que me entregó su corazón en prenda de su mano.”
Levantóse también Regino, movido de sorpresa y del estímulo de su dignidad, hombre por hombre… y Gil prosiguió con mayor brío de este modo: “Es mía esa mujer. Por ella estoy aquí; por ella soy ó parezco esclavo, pegado á una herramienta vil. No está ya en mi poder por la malquerencia de unos tíos tan infames como imbéciles. Pero eso no me importa. Yo venceré con la ayuda de Dios… Y ahora te digo que si no me reconoces el derecho de primacía y te obstinas en pedir relaciones á mi mujer, se acabaron las amistades, y empieza desde este momento la enemiga más fiera entre los dos. O te mato yo, para quedarme solo frente á ella, ó me matas tú á mí, para que sobre mi cadáver la enamores y la rindas, que no la rendirás. Di pronto si avanzas ó retrocedes, si eres amigo ó enemigo; y en caso de que te declares rival, no despuntará el día de mañana sin que se decida cuál de los dos quedará en este mundo”.
Vaciló Regino en la respuesta. Los sentimientos que en el campo de su alma chocaron en brava pelea durante segundos, no pueden definirse. Quedó triunfante la honradez generosa, la cual no tardó en recibir aliento de las virtudes nativas que fortalecían su sér. Pasando su brazo sobre los hombros del amigo, le dijo con sinceridad valiente: “Antes que enamorado soy hombre de bien, y aunque en mí no ves más que un triste número de la Guardia civil, me tengo por caballero… Lo que acabas de decirme me arranca la última ilusión, la última… ya no más… Es mi destino sacrificarme: ayer por una madre, hoy por un amigo… Veo la flor soñada; me acerco… y una voz me grita: ¡atrás! ¡Bonito papel hago en el mundo!… cuadrarme para que pase otro. Bien, Florencio: de lo dicho no hay nada. Que tu novia sea tu mujer… Que seas feliz… El ser tú dichoso y yo desgraciado, no estorba, no, para que seamos amigos”.