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El Caballero Encantado: XXVI

El Caballero Encantado
XXVI
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XXVI

Del encuentro que tuvo Asur con otro aristócrata, y de lo que hablaron por señas previniendo su desencanto.


Consolado quedó el caballero con la visión de Cintia; pero su alma seguía tropezando en las tristezas que bordan el camino de la esperanza… El resto de aquel día y los siguientes, con sus larguísimas noches, pasó divagando en salas desiertas, ó en el jardín de cristalinas flores sin aroma. Entre los fantasmas, duendes ó pececillos que eran sus aburridos consortes en el fluvial presidio esmerilado, distinguió á unos cuantos, que á menudo se producían en el mudo lenguaje mímico piscilógico. Y entre estos pocos, se singularizó uno que le inspiraba simpatía cariñosa, y era más expresiva y más inteligible que los demás. Aconteció que á los tantos ó cuántos días (la cifra de días se ignora), le tuvo ya por amigo, y entreteniéndose ambos en el ejercicio de muecas, ojeadas y garatusas, empezó el cautivo á iniciarse en el parloteo redomil: de allí á la posesión del tal idioma no había ya más que un paso. Con entender al amigo y poder contestarle repitiendo los signos que fácilmente se asimilaba, la vida del caballero fué menos ingrata y sus horas menos soporíferas.

Llegaron á entablar larguísimas conversaciones, que el narrador se ve obligado á reproducir, sin responder de su exactitud, por ser este caso el más inverosímil y maravilloso de las aventuras del encantado Tarsis. Sin dudar de la veracidad del reverendo franciscano descalzo que nos ha transmitido aquellos interesantes coloquios, es deber del narrador señalar el sin igual prodigio de que con signos ó pucheros de la boca, guiños de los ojos y algún meneo de las manos, se expresen hechos y abstracciones que aun con todos los recursos del lenguaje oral, no habrían de exteriorizarse fácilmente. Pero como ello cae debajo de la desconocida ley de encantamento ó hechicería, forzoso será cerrar los ojos y tragarlo todo, sin reparar en que pase por el gaznate alguna ruedecilla de molino.

Lo primero que hizo entender á Gil el amigo y compañero de tediosa esclavitud, fué que aquel recinto del quietismo acuático era comunmente la postrera etapa ó estación del vía-crucis correccional. Bien baqueteados llegaban allí los penitentes, con las voluntades bien sacudidas y las entendederas abiertas á la razón. Allí se les daba la última pasadita, el barniz que llamaban cura del silencio, soberano remedio que atajaba el flujo de las palabras ociosas.

La estancia en aquel Limbo solía durar dos ó tres años, y una vez cursada la asignatura del buen callar, salían ya los caballeros en disposición de volver al mundo. Protestó Asur con airado gesto de la duración de aquel lento suplicio; pero el amigo no tardó en tranquilizarle, diciéndole que en la pecera sin ruido las leyes del tiempo se regían por cómputos y divisiones distintas de las del mundo. Lo que en éste se llama un día, en la pecera era un mes lunario. “De modo —añadió el informante—, que si tú, pongo por caso, te duermes esta noche á las ocho en punto y despiertas á la misma hora de mañana, puedes decir que has dormido veintisiete días, siete horas, cuarenta y tres minutos y once segundos y medio”.

Abriendo en todo su grandor ojos y boca, expresó Gil su admiración y alegría. Y no era para menos, pues contados de aquel modo, dos años en la pecera equivalían á veintiséis días solares. Más extraordinario que esto era que tan complicada explicación se diese haciendo morritos con los labios, enseñando ahora los dientes, ahora la lengua, y agregando como elemento prosódico el punteado de las manos. No era lícito emplear el alfabeto digital de sordomudos, ni podrían hacerlo los pececillos aunque quisieran, pues al entrar en la redoma desconocían absolutamente las letras, así por lo gráfico como por lo mímico… En una segunda conversación, paseando entre arbustos de cristal, el amigo se excedió en la confianza. “Parece mentira —dijo con rapidísimas contracciones de boca y nariz—, que no me hayas conocido. Yo te conocí desde que entraste en la redoma. Mírame bien, Carlos de Tarsis. ¿No te acuerdas de Pepe Azlor, Duque de Ribagorza? (Gran dilatación de boca fué el signo de inteligencia del caballero Asur.)

—Yo fui encantado antes que tú —prosiguió el pececillo—, por desatinos y aberraciones que ahora no son del caso… Yo he corrido como tú; yo he rodado como piedra que arrastran los ríos, y de tanto correr y rodar, mi sér anguloso y cortante se ha pulimentado… Ya estoy bien redondito… Como en nuestro cautiverio andante se nos permite y aun se nos recomienda el amor que vigoriza nuestras almas, yo… Antes te diré que me han tenido largo tiempo en la galería más honda y más negra de una mina de carbón… Justo castigo á mi perversa frivolidad… Hacinados como reses dormíamos los trabajadores en una cuadra próxima á la mina, y en aquellos horrendos lugares conocí á una linda muchacha, vendedora de aguardiente. Me enamoré de ella, y he aquí que vivimos felices… y… En fin, que mi Cloris será, y no me pesa, Duquesa de Ribagorza. Y ahora, dejo á un lado mis cosas y voy á las tuyas, que de ellas tengo conocimiento por hallarme casi en el punto de extinción de mi condena. Entre paréntesis, querido Tarsis, yo saldré mañana… Sigo contándote, y dispensa mis digresiones… Tú te enamoraste de una maestra de escuela: la seguiste, la robaste, y en libre ayuntamiento con ella estuviste unos días… Desde aquellos días al presente ha pasado un año”.

No pudo contenerse Asur, hijo del Victorioso y con boca y nariz, ayudado de las flexibles manos, soltó este donoso parlamento: “Anoche vi á mi mujer en un espejo que tenemos en la sala de armaduras. No habló conmigo como la primera y segunda vez que nos vimos. No hacía más que reir y reir del modo más gracioso. Llevaba en brazos un niño chiquitín”. Y el otro le dijo: “Tu mujer te ha dado descendencia, como á mí la mía. Eso nos encontraremos al volver al mundo”. Viéndole caviloso y mohíno, le llevó al rincón más apartado del jardín, para recatarse de los vagantes compañeros, y á solas cambiaron las declaraciones más íntimas. “Ya te le he dicho: salgo mañana… murmuró Azlor, que en la suma discreción no empleaba otro lenguaje que el de los ojos”. Y Gil replicó angustiado: “¿Pero hasta cuándo ¡por vida de Merlín!, me tendrá la Madre en este presidio bobo? ¿Has hablado tú con ella?”.

—Sí —significó el otro—. Soy su pariente en décimo grado por la rama de Aragón. Las confianzas que tiene conmigo no las tiene con nadie… Aquí se nos presentó anoche. Yo dormía. Me despertó un ruido de catarata… Salté, salí… Encontré á mi Señora en este mismo sitio donde ahora estamos… Con interés vivo me preguntó por tí… contóme lo del alumbramiento de tu mujer, á quien tiene en grande estimación por su talento y virtudes… Luego hacia tí resbaló la conversación… Dice que eres de buen natural, con el grave defecto de arrebatarte fácilmente. Te dará de alta cuando la cura del silencio te haya secado la vena del decir ocioso. Yo abogué por tí… Vaciló nuestra Señora… Por fin, cediendo á mis ruegos, dióme licencia para llevarte mañana conmigo…

—¡Mañana!… ¡salgo mañana de esta redoma! —exclamó Gil, si exclamar es abrir la boca extremando la elasticidad de los labios—. Tanta dicha me trastorna, querido Azlor… No podré contener las ganas de alzar el grito, de cantar un himno á la libertad…

—¡Silencio… por los clavos de Cristo, silenció! Sigue mi ejemplo, querido Tarsis. Ya ves que soy muy callado. —Ya lo veo.

—Condición precisa impuesta por la Madre: saldrás conmigo si poniendo un punto en tu boca demuestras haber ganado borla de doctor en la Facultad del buen callar… A esta triste morada vienen los que por hablar demasiado ahogaron en océanos de palabras la voluntad y el pensamiento de la vida hispánica. Casi todos los que ves aquí son oradores… Hablaron mucho y no hicieron nada. Maestros son algunos de la palabra altísona, fascinadores públicos, que con la magia de su arte y la diversidad de sus retóricas convirtieron la torre de la elocuencia en torre de Babel… Y el más notado de nuestros compañeros, ese que llamas el Conde de Orgaz, tres veces fué dado de alta, y otras tantas volvió acá, por reincidencia en el vicio que le devora. No es propiamente orador, sino hablador. Su elocuencia consiste en despotricar con gracia y facundia, refiriendo vida y milagros de cuantas damas y caballeros hay en la Corte, y aderezando su maledicencia con chistes sangrientos y reticencias traperas. Entiendo yo que ese no se curará jamás. Por su vejez en cierto modo gloriosa en el ciclo picaresco de nuestra raza, es el único á quien se concede aquí el uso de los naipes. Se pasa los días sinódicos, que son meses, haciendo solitarios…

—No quisiera verme en tan duros castigos —dijo Tarsis—; y para que me saquen pronto de aquí, y no vuelvan á traerme, pondré en mi boca cuantos puntos y puntadas sean menester… Da pena ver á éstos que fueron habladores convertidos en pececillos, sin otra señal de vida que el ondear perenne en las curvas del cristal, sin otro lenguaje que el abrir y cerrar de bocas, como un signo confesional de la religión del bostezo… Ya rabio por salir… Dime cómo se sale y cómo cambiamos de ropa, pues con este empaque pisciforme no podríamos volver al mundo sin que nos apedrearan”.

No fueron muy explícitos los informes que el caballero Azior dió al caballero Tarsis acerca de la salida de la reclusión. Primero dijo que los absueltos eran sacados con un aparato de pesca; después, que se escabullían subiéndose al techo de una de las habitaciones, ó que en la circular tapia cristalina del jardín había una puertecilla, un torno, una trampa… La propia indeterminación se advierte en el relato del fraile franciscano tan descalzo como erudito. El santo varón quiere describir el cómo y dónde de la salida, y se hace un lío… En un pasaje de su cronicón asegura que vió salir á muchos con el traje fresco que usaba nuestro padre Adán en el Paraíso, y en otro habla de que los echaban con un aparato de noria, vestidos con la ropa que trajeron al entrar. Forzoso es prescindir de estas referencias equívocas en lo accidental, y atenernos á las fundamentales aseveraciones del reverendo; que si el tal dejó fama de trolista, inventor de cuentos para la infancia, también la tuvo de gran teólogo y comentador de los sagrados libros.

Bajo la fe y autoridad del religioso cronista, puede afirmarse que á media mañana de un claro día (no hay indicación de fecha ni cosa que lo valga) se encontraron Azlor y Tarsis fuera del cristalino palacio, y que lo primero que se les vino á las mientes fué cambiar de ropa, pues aún llevaban las sotanas de color purpúreo, de tela suave y escamosa. El caballero Azlor propuso, con buen acuerdo, que se encaminaran á su finca, camino de Añover de Tajo, donde fácilmente se limpiarían de aquella piel ictínea, pues no era decente presentarse en el mundo como escapados de un aquarium. Dicho y hecho. En tres cuartos de hora llegaron á las posesiones de Azlor, donde hallaron abrigo, comodidad y servidumbre hacendosa. Como ambos caballeros tenían la misma talla y carnes, con ropa del uno se vistieron elegantemente los dos.

“Al cumplir mi condena —dijo el que ya no se llamaba Gil—, no me sentiré dichoso si no logro complementar mi vida. Y te aseguro que me estorban estos cuellos y esta corbata, y el traje todo que envuelve mi humanidad. Cree que me siento celtíbero… Espero con ansiedad la impresión que ha de causarme la gente que hace tiempo perdí de vista. Sus ideas entiendo que han de parecerme extrañas y en pugna con las mías.

—En igual situación me encuentro —replicó el otro—. Puedes creer que me cargan los guantes. Me siento visigodo… Pero ya nos arregostaremos, como se dice por allá… ¿Y qué hacemos ahora? La Madre me ordenó que volvamos á nuestras viviendas, como si de ellas hubiéramos salido ayer. En tu casa y la mía encontraremos lo que dejamos, y nuestra ausencia no habrá sido notada. Esto excede al desatino de los más locos ensueños; pero así ha de ser… quien manda, manda. Vayamos á Madrid penetrándonos de que esto no es más que un despertar, un abrir de ojos, que nos pone delante el mundo que desapareció al cerrarlos por cansancio… ó del sueño.

—Asi es —dijo Tarsis, ya metidos los dos en el automóvil y corriendo hacia la Sagra—. Pero fíjate en una cosa, Pepe. Lo primero que tenemos que hacer, para que no se rían de nosotros, es enterarnos bien del día en que vivimos. ¿En qué fecha estamos, en qué mes, en qué año? La estación parece otoñal. Están rompiendo la tierra en los barbechos… Por Dios, Pepe: pregúntale á tu chauffeur. Es ridículo no tener idea del tiempo que hemos pasado en presidio.

—Ya buscaré yo un discreto modo de hacer la pregunta sin que parezcamos tontos ó desmemoriados insubstanciales —dijo Azlor—. Si he de decirte la verdad, creo que no debemos preguntar nada, y esperar á que la conversación corriente nos descifre el enigma.

—¡Pero el año, Pepe, el año…!

—Lo sabremos por los primeros almanaques que nos salgan al rostro… Todos los años son iguales á un año cualquiera”.

A medida que avanzaban hacia la Corte, en el cerebro de uno y otro iban recobrando su casilla las ideas que dispersó el interregno vital. Diríase que eran ideas proscriptas que volvían al hogar patrio. Esto que ocurre cuando regresamos de un largo viaje, en aquel caso fué como un despertar del ensueño á la realidad, lo que no siempre es grato. Así lo pensaba el buen Tarsis, que se entristeció sintiendo entrar en su memoria los nombres é imágenes de todos sus amigos y relaciones de antaño, y viendo resurgir su anterior y nada meritoria existencia… Arrastrados por la fogosa gasolina, pasaron como huracán por Illescas, Torrejón de la Calzada, Parla, Jetafe. Acortando marcha, hicieron su entrada en Madrid por el puente de Toledo, y esquivaron la puerta y calle del mismo nombre, torciendo por las Rondas en dirección de las barriadas del Este… En la imaginación de Tarsis, todo lo que veía se le representó como cosa despintada, como artificio que funcionaba torpemente, como semblante triste mal embadurnado de alegría. “¡Oh, Madrid, patria mía! —exclamó—. Con más gusto entré en Boñices”.

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