IX
Continúa el coloquio entre Gil y la Encantadora.
TARSIS. —¿Me llevas al cielo?
LA MADRE. —Te llevo conmigo á los más altos escalones de mi trono, desde donde veo el antaño y el hoy. En esta eminente altura domino la grandeza de mis estados, y la considerable dimensión de los tiempos. Ayer y hoy se juntan bajo una sola mirada, y las penas que fueron se funden con las penas que son. (Las águilas, que antes huían asustados, al ver á la Madre en el picacho más enhiesto de Urbión, suben en bandadas, y sobre y en torno de ella trazan con su vuelo inmenso círculo.)
TARSIS. —El aire que aquí respiramos, ¿no es el aire del primer día del mundo? Su diafanidad, su pureza y frescura, dan vida nueva y potente á mi espíritu enfermo, envejecido.
LA MADRE. —Si tus ojos otean como los míos á distancias enormes, sácialos en esa inmensidad que tendrás delante volviéndote de esa parte, hacia donde va cayendo el sol. El Occidente te señala el valle de Arlanza, cuna de lo que tu amigo Becerro llamaría Civilización castellana. En lo más próximo verás á Barbadillo, Salas, Lara. ¡Oh ilustres y carísimos nombres! No lejos de Lara verás tus tierras y tu castillo de Santa Cruz de Juarros, que pertenecieron á tu antecesor Gonzalo Gustioz, el viejo más verde que ciñó laureles de amor. Las tierras que fueron tuyas, son ya de tu administrador Bálsamo. Consuélate ahora de este despojo, llamándote Asur, Hijo del Victorioso; llamándote Mudarra ó Mutarraf, que es Vengador. Véngate, hijo, véngate ahora con ira y rabia de tu fiero enemigo, que eres |tú mismo.
TARSIS. —No tengo por qué vengarme. A nadie aborresco. Soy Gil, pastor humilde, y el que se llamó Asur, Hijo del Victorioso es un majadero que estuvo dentro de este pellejo mío, y ya, gracias á tí, salió y se fué con sus necedades á otra parte. Este pobre Gil no ambiciona más que ser tu escudero, Madre querida…
LA MADRE. —Ya lo fuiste, tonto.
TARSIS. —¡Yo!
LA MADRE. —En la lista de diputados te vi, y más de una vez escuché tus graves discursos, diciéndome con terquedad borriquil: sí, no. ¿En qué me serviste, mastuerzo? ¿Qué hiciste por aliviar mis males, por darme lustre y dignidad? Contesta: ¿qué hiciste?
TARSIS. —Nada, Reina y Señora. Lo confieso, y declaro que no era yo una cabeza, sino un sombrero de copa; no era yo un hombre, sino una levita.
LA MADRE. —Pues si nada hiciste cuando podías mirar por tu Madre, ¿qué harás ahora, miserable Asur, transformado en Gil? ¿No veías, no sabías que tus síes y tus noes no fueron nunca para mi gloria y provecho? ¿No veías, no palpabas que los predicadores, en sus latiguillos, echaban el latigazo de su lógica del lado de los provechos particulares? ¡Si fuiste ya mi escudero y me vendiste, vendiste á tu Madre…! No me arrepiento de haberte convertido en un patán. No mereces estado mejor… (Derivando á un afable humorismo.) Y ahora, mi ilustre gaznápiro, ya que la Madre tuya y de todos no puede hacerte su escudero, no bajarás de esta eminencia sin que saques de tan admirable perspectiva una lección ó enseñanza. Por esa parte á donde el sol se pone ves mi cuenca de Arlanza, hoy mal poblada de árboles y de hombres, mísera y cansada tierra. Pues así como la ves, pobrecita y escuálida, es la primera en mis idolatrías de Madre; es mi epopeya; es creadora de mis potentes hombres; es la que amamantó mis vigorosas voluntades. (En pie, de cara á Occidente, con fogosa mirada, que fulgura en sus pupilas negras bajo la saliente ceja, de aquilina forma,) Cuitado, ¿no ves Covarrubias y San Pedro de Arlanza?
TARSIS. —No veo con mis ojos; veo con los tuyos y con tu grande espíritu.
LA MADRE. —Diego Porcellos, Gonzalo Gustioz, Ñuño Rasura, mi bravo y generoso Fernán González, ya no sois más que polvo. Ni polvo sois ya; pero aún dura y perdurará por siglos, en uno y otro mundo, la lengua que en vuestros días y en vuestros labios empezó á remusgar, y al fin quedó hecha, sicut tuba, trompeta de nuestra energía. Ya ves, pobre Gil: por esa bocina de oro que aquellos gigantes nos dieron, somos fuertes tú, yo y cuantos la poseemos; por ella somos iguales, y el pobre y el rico, el plebeyo y el noble, nos hallamos en venturosa fraternidad; por ella vivimos, quiero decir, que muertos todos vosotros, yo viviré siempre, defendida por este divino aliento que cierra el paso á la muerte… Y ahora, hijo mío, verás la enseñanza que has de sacar de lo que acabo de decirte… Estas orejas mías oyeron de la boca de mi Fernán González una sentencia que es la más antigua que recuerdo de nuestra sabiduría popular. Contestando á unos infanzones que dos veces le habían ofrecido vanamente su ayuda en la guerra con los leoneses, por el partir de tierras, el Conde montó en cólera, y allí, en Covarrubias, delante de doña Sancha, su espora, y de mí, les echó á la cara esta razón: “Fechos son ornes, palauras son mulleres”, refrán que ha repetido el vulgo en esta forma: “los hechos son varones, las palabras son hembras”. Y yo te digo, Gil, que cuando las palabras, ó sean las féminas, no están bien fecundadas por la voluntad, no son más que un ocioso ruido. Y aquí verás señalado el vicio capital de los españoles de tu tiempo, á saber: que vivís exclusivamente la vida del lenguaje, y siendo éste tan hermoso, os dormís sobre el deleite del grato sonido. Habláis demasiado, prodigáis sin tasa el rico acento con que ocultáis la pobreza de vuestras acciones. Sois muy lindas taravillas. Así, cuando la palabra no tiene dentro la obra del varón, es hembra desdichada, horra y sin fruto.
TARSIS. —Donosa es la lección, y he de aprovecharla en esta vida trabajosa, que es, por lo que voy viendo, vida de pocas palabra”.
LA MADRE. —Sigamos ahora.
TARSIS. —¿Hay más picos altos á que subir?
LA MADRE. —Los hay; mas ya es hora de que bajemos, que aún no estás hecho á las cumbres eminentes, y tu natural te pide el arrastrarte por lo bajo de la tierra, como criatura esclava de los estímulos de hambre y sed. Agárrate del velo, y te llevaré por estas cañadas que bajan hacia el Norte. Pernos á parar junto al nacimiento de mi río Najerilla; traspasaremos Ja sierra de San Lorenzo, para caer en mi Sin Milián de la Cogulla, lugar célebre en mis fastos de Historia y Letras…
TARSIS. (Dejándose llevar como despeñado por insondables precipicios.) —Vamos á donde quieras. Ir contigo es mi gloria. Bien sé que no lo merezco, y que de llevar contigo algún paje ó escudero, elegirías persona de más valía que este mísero Gil, rebajado, por su falta de seso, de caballero á villano. Dime dónde habitas, y allí me tendrás día y noche, ya sean tu vivienda los riscos más empinados ó las cavernas más hondas.
LA MADRE. (Bondadosa y jovial.) —Muy entontecido estás, pobre Gil, cuando no has comprendido aún que yo no tengo casa. Al revés lo entenderás mejor: mía es toda vivienda cimentada en esta tierra, míos son los palacios, mías las moradas humildes. No hay techo que no me haya visto pasar bajo sus tejas ó pizarras; no hay lugar que no haya visto el paso de mi sombra por el suelo.
TARSIS. —Que frecuentas los palacios, ya lo pensaba yo antes de oírte. En mi flaca memoria persiste la impresión de haberte visto algunas noches en el salón de la Duquesa de Saldafia y en el de los Condes de Pontibre. Tu rostro de soberana belleza y majestad no puede confundirse con otro alguno. Vestías con suprema elegancia, y te llamaban Duquesa de Cervantes en una casa, de Mío Cid en otra.
LA MADRE. —Así es. Con tales nombres me conociste; yo también te conocía, y por cierto que me causaba risa tu imbecilidad, no mayor que la de otros. Como no frecuentabas bohardillas ni cabañas, nunca me viste entre gente mísera, agobiada de privaciones, ó entre tipos picarescos y maleantes. Mi sociedad es tan extensa y variada como mis reinos, y no niego mi presencia á ninguno de los que se dicen mis hijos, sean lo que fueren. A su lado me tienen nobles y villanos, orgullosos y humildes, descreídos y fanáticos, monjas y damas, pastores, soldados, frailes, viejos caducos y desarrapados chiquillos… Cuanto en estos montes y en aquellas mesetas y en las lejanas costas alienta, es mío; de todos soy, y á todos me debo… Y ahora, buen Tarsis, sabrás que si tengo poder para llevarte con vuelo de águila de una parte á otra de mi territorio, no está en mis facultades el sostenerte días y días sin alimento. Subiremos ahora esta otra sierra que llamo de San Lorenzo, y después de dar un vistazo al santuario de Valvanera, te llevaré á que descanses en mi San Millán, donde guardo el dulce recuerdo y las cenizas de mi glorioso ermitaño y de mi primer gran poeta Gonzalo de Berceo, que toma su apellido de un pueblecito que verás más allá… Agárrate bien, y apresuremos el paso, que viene la noche.
TARSIS. —Ya viene… Por nuestra derecha, que á mi parecer es tierra de Aragón, veo salir una luna redonda y clara, encendida de color, y partida en dos por un celaje que parece alfanje. (Remóntase la luna en su inflexible camino por el cielo; Gil y la Madre Encantadora avanzan con ideal presteza por montes y valles; llegan á un caserío humilde, apiñado á la sombra de un negro monasterio; se albergan en rústico parador; cena Gil con arrieros; la Madre se sienta entre mozas y viejas parleras; Gil se tumba sobre paja y sacos á la vera de la Señora, y en el regazo de ella reclina la cabeza y duerme con dulce sueño. Amanece; despierta el mozo.) ¡Qué dulce paz! He dormido en tu regazo como un niño, y he soñado que vivimos en un mundo patriarcal, habitado por seres inocentes que no viven más que para compartir con amorosa equidad los frutos de la tierra…
LA MADRE. (Graciosa.) —Hijo, te has anticipado á la Historia dando un brinco de cien años ó más, para caer en un porvenir que y# misma no sé cómo ha de ser. Bien, Gil: así se pasa el rato agradablemente, y del soñar á gusto, á nadie se ha de pedir cuenta. Hoy, por desgracia, mis hijos viven más en sus querellas locas que en las leyes de amor.
TARSIS. (Candoroso.) —Pues de mí te digo que de caballero, lo mismo que de villano, he mirado siempre á la paz y al amor. Enamorado fui y enamorado soy, por paces. Déjame que te cuente… En Aldehuela tuve devaneos y liviandades con el ama á quien servía, una tal Usebia… Hablando con verdad, ella fué la que á mí me requirió antes que yo á ella. No es hermosa propiamente, ni aseñorada; pero se abrasó de afición á mí, y era de suyo harto pegadiza. Pecábamos, al volver del mercado, por querencia suya irresistible, y hacíamos mal tercio á la decencia por ser ella casada. Dolíase de su mal; mas no sabía corregirlo. Al despedirme lloraba por mi ausencia, y por el agravio y ornamento que poníamos á su marido.
LA MADRE. —Ya lo sabía, Gil. Más culpable es ella que tú. La ley de encantamento no te impone un absoluto despego de amor, y el encastillarte en una ridícula virtud te pondría en violenta discordancia con la libre naturaleza que te rodea. Es error creer que el campo no brinda al hombre enamorado fáciles triunfos amorosos. Solteras y casadas acogen con blandos arrumacos al mozarrón forastero, y en aldeas y villas no faltan amas de cura, salidas de madre y padre, con poco escrúpulo de la opinión.
TARSIS. —¡Que me place!… Debo decirte que mis amores con Usebia fueron de puro pasatiempo. El amor mío verdadero y profundo es otro: lo sentí cuando era caballero, y en mi alma lo conservo con todo su ardor y pureza… Antes que me encantaras, hice la corte á una joven americana llamada Cintia: empecé con idea del matrimonio, anteponiendo al amor mi afán de riquezas. Rechazóme ella, prefiriendo para marido á un diplomático envarado, de éstos que al vestirse por la mañana se tragan el palo del molinillo. Me saca de quicio el desaire, y desairado amé á Cintia con pasión escondida, de las que la soledad y el pensar continuo convierten en locura. Cuando me dábais los primeros pases de ilusión para encantarme, vi á Cintia en un espejo. Obra fué de las hechicerías del maldito Becerro y de las brujas de sus hermanas… Hablamos la americanita y yo de un lado á otro del cristal: me dijo que no se había casado con él diplomático; á mi parecer me miraba con amor, y sus palabras destilaban ternura… Pues bien, Madre: tú que todo lo sabes, dime si, en efecto, Cintia no se ha casado, que bien podría ser todo una ruin burla de los invisibles demonios que correteaban por aquella casa. Dime también si Cintia está en España ó se ha vuelto á América… Claro que si está en América, nada podrás decirme.
LA MADRE. —Allá, como aquí, domino por mi aliento, sicut tuba; por la vibración de mi lenguaje, que será el alma de medio mundo. Cuando de allá me invocan, acudo al instante. Mi Colón me dejó una linda nao milagrosa que me lleva y me trae en dos minutos… Por otra parte, ni tú debes pedirme informes de esa familia, ni yo debo dártelos, pues mientras permanezcas en estado villano, es necedad que pienses en amores con damas principales… Y ya no más, hijo. Levántate. (De la escarcela sacó unas bellotas que se trocaron en monedas; pagó el gasto del mozo, y partieron.)
TARSIS. (Ingenuo.) —Ya podía la señora Madre darme de esas bellotas, ó decirme dónde está el árbol que las cría.
LA MADRE.(Con severidad afectuosa.) —Espérate un poco, hijo: un ratito hasta que fructifique la encina que tú mismo has de plantar; otro ratito, hasta que maduren las bellotas… (Siguen platicando del cómo y dónde plantará Gil la encina, y continúan andando en busca del rebaño, que, según indica la Madre, estaba en Cameros. Llegan de noche, guiados por el resplandor de una hoguera encendida por los pastores, que han matado una oveja y se disponen alegremente á comérsela.)
TARSIS. —Allí están. Oigo la voz de Sancho, que suena en la espesura de estos montes, sicut tuba. No puedo precisar el tiempo que ha durado mi ausencia de los compañeros. ¿Han sido dos días, ó tres?
LA MADRE. —En la vida pastoril no necesitas calendario ni reloj. El tiempo es un vago discurso con somnolencia.
TARSIS. —¿Qué hora es?
LA MADRE. —El cielo te lo dirá. Mira la dirección del rabo de la Osa. Mira el León que se esconde ya por Occidente. Por Oriente ha salido Antarés, la diabla iracunda, y tras ella Sagitario armado de flechas.
TARSIS. —Ya estamos entre ellos. Nos han visto y celebran tu presencia con palmadas y vítores. El rabadán, los pastores y zagales, llamados Blas, Mingo, Rodrigacho, prorrumpen en alegres exclamaciones.
SANCHO. —¡Vítor la Madre!… ¡Hurriacá!
MINGO. —Quédate, Madre, entre nos.
RODRIGACHO. —¡Ijujú! Madre adorada. Buen gasajo aquí te damos.
BLAS. —Cata la Madre de Amor. Cata el Amor verdadero. (Rodean á la Señora coa brincos y algazara, y cantan en su loor un alegre villancico.)
SANCHO. —¡Vítor la Madre querida! —Dime, pastor, por tu vida, —¿qué es lo que tú le darás, —y con qué la servirás?
RODRIGACHO. —Daréle buenos anillos, —cercillos, sartas de prata, —buen zueco, buena zapata, —cintas, bolsas y tejillos.
BLAS. —Y frutas de mil maneras —le daré destas montañas, —nueces, bellotas, castañas, —manzanas, priscos y peras. —Dos mil yerbas comederas, —cornezuelos, botijinas, —pies de burro, zapatinas—y garbanzas y acederas.
MINGO. —Berros, hongos, turmas, jetas, —ano-cejas, refrisones, —gallicresta y arvejones, —florecicas y rosetas.
RODRIGACHO. —Y aun daréle pajarillas, —codornices y zorzales, —jergueritos y pardales —y patojas en costillas.
BLAS. —Pegas, tordos, tortolillas, —cuervos, grajos y cornejas, —las de las calzas bermejas. —¿Cómo no te maravillas? (La Madre se muestra regocijada del obsequio, participa del festín de la oveja, bebe del zaque, les saluda con gracioso además, y á la postre, aclamada como al principio, desaparece.)