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El Caballero Encantado: XII

El Caballero Encantado
XII
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  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
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  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XII

Del conocimiento que hizo Gil con el industrioso mercader Bartolo Cíbico.


Trabajando en la cantera con desordenado empuje, el buen Gil dejó que las manos se entendieran solas con las piedras, sin el gobierno de la voluntad, y ardía en éstos y otros coloquios consigo mismo: “Buscaremos á la Madre… Madre, ¿dónde estás? ¿Te has subido al Moncayo, que es tu más alto trono, de donde puedes mirar á Castilla y Aragón?… Pero si allí estás, ¿cómo hemos de subir á la cima de ese monte mi Cintia y yo, que somos criaturas mortales, aunque encantadas?… Pensando, Madre, pensando dónde podríamos encontrarte, se me ha ocurrido que tú no sólo habitas en las cumbres geográficas, sino en las cumbres históricas. ¿Estarás en Numancia, quiero decir, en lo que fué Numancia, que si algo queda de ella tú sabrás dónde está? He oído que cerca de Soria yace soterrado el cuerpo glorioso de aquella ciudad. Allá, allá iremos á buscarte”.

A la hora de comer, le llevó Felipa el recado de que Pascuala saldría con sus tíos al amanecer del siguiente día; y sabido esto, Gil no fué á la cantera más que para despedirse. Sorprendió á los compañeros y al capataz la despedida del mozo, á quien todos querían por su trato sencillo y buena conducta. A las explicaciones que se le pidieron, contestó que su oficio era modelador de yeso y estuquista, y que de Soria, donde temía parientes, le habían propuesto trabajar en una obra de la Diputación, con jornal de cuatro pesetas para arriba… Antes de ir al parador, enteróse bien del camino que había de seguir; y recogida y bien liada su ropa en el hatillo con correas, se puso en marcha. Si los tíos de Pascuala partían al alba, él les tomaría la delantera, saliendo de Agreda antes de media noche, y así les ganaba camino para igualar en lo posible la diferencia de andadura, pues los Borjabades iban en carro y él no tenía más coche de ruedas que el de San Francisco.

Caminando ya con firme paso por la carretera de Soria, sus pensamientos pueden ser verbalizados de esta manera: “Parece que tengo libertad y no soy libre… Dentro de mí siento el hierro, siento la coraza del encantamento, que no me impiden correr hacia la ideal Cintia para unirme con ella; pero que no me dejarían seguir otra dirección si tomarla quisiera. Encanto y amor van unidos, lo que es doble esclavitud y dulzura doble. Confortado por el amor, no temo los duros trabajos, ni la humillación, ni la miseria. Concédame la Madre vivir con Cintia en el hueco de una peña, como los aborígenes que vinieron acá con mi abuelito el hijo de Japhet, nieto de Noé. Viviremos en salvaje independencia, ignorados é ignorantes del mundo… Criaremos un rebañito de cabras; yo seré cazador… Domesticaré halcones y gerifaltes para resucitar la muerta y olvidada caza de cetrería… ¡Oh encanto de encantos!”.

Así pensando, descendía por ásperas pendientes, y al amanecer pasó junto á la laguna de Añavieja, sobre la cual pesaba una manta de niebla perezosa. “Los que por aquí vivíanse dijo, —¿eran celtas ó iberos? No recuerdo lo que el pobre Augusto me contaba de la vida y costumbres de los españoles primitivos. Lo que yo sé, sin que él me lo haya dicho, es que no gastaban chalecos ni cuellos altos, y que su calzado había de ser muy cómodo… Me siento amigo de aquellos buenos madrugadores de la vida hispánica, y hasta doy en pensar que yo también madrugué, que fui un poquito prehistórico”.

Viandantes encontraba pocos, y éstos de aspecto miserable; mujeres flacas cargando haces de leña; hombres que parecían enfermos y lo estaban de penuria y cansancio, luchadores de la vida, en completo vencimiento y derrota.

Que iban en busca de una limosna en forma e jornal. Apenas dejó atrás la soñolienta laguna, que ya mostraba su cuajado cristal despejándose de la neblina, el paisaje le sugirió ideas menos tristes. En los collados verdegueaban matojos y chaparros; se oían esquilas de ovejas y algún silbo de pastores… Cuando más solo se sentía, encontró una cuadrilla de titiriteros. Abrían la marcha dos hombres y un muchacho á pie; seguía el carro entoldado, donde llevaban los avíos escénicos. Asomaban por el hueco delantero dos caras de mujer y medio cuerpo de una mona triste, achacosa y deslucida de pelo. Pararon en firme para dar respiro al tronco de burros, que acababa de echarse á pechos una empinada cuesta.

A los que venían á pie preguntó Gil si faltaba mucho para Matalebreras. El que parecía capitán dé la cuadrilla ó director circense, contestó al caminante que á la vuelta del cerro estaba Matalebreras, y que si no estuviese allí ni en ninguna parte del mundo, nada se perdería, porque lugar más arrimado á la cola no había visto en lo que llevaba de aquella vida. Y el otro, que debía de ser el payaso, completó así el informe de su compañero: “Buen hombre, si llevas que comer, vete á Matalebreras, y si no, pasa de largo, que en ese pueblo no ven en el forastero más que mismamente un ladrón que llega y les quita lo poco que tienen de comer. En dos puñaleras funciones que hemos dado, no hemos visto la cara de ninguna moneda del Rey, si no es la roña de ochavos morunos… Y no faltan pudientes; pero nos han tomado por gentuza que trae acá la corrumpición de los pueblos y el turriburri contra la religión”… Y el otro, colérico y vociferante, siguió así: “Vinieron dos cuervos, alcalde y curángano, á decirnos que si no ahuecábamos pronto, nuestras costillas lo habían de sentir”.

Bajo la curva del toldo dejáronse ver, agachándose, las dos mujeres desgreñadas y pitañosas. La una, que no era joven ni bonita, y aún conservaba en sus mejillas flácidas manchurrones del almagre y blanquete de la noche anterior, metió para adentro á la mona que allí estaba tomando el fresco, y soltó la catarrosa voz á estos bárbaros improperios: “Oiga, joven, ¿va usté á esa Mataliebres ó Matachíncites? Diga de mi parte al reladronazo del alcalde que me voy con las ganas de pasearme por encima de sus tripas y de machacártelas ternillas… Y á ese judío del cura dígale que me chincho en su corona, y que se vaya á descomulgar á la perra de su madre”. La otra mujer, que en sus brazos había cogido á la mona y cuidadosamente la espulgaba, soltó después los clamores de su ira diciendo: “¡Pueblo iznorante y farisón! Pa esos gansos, el arte no es nada… To'l dinero pa misas, y los probes artistas que ladremos de hambre”. Gil les consoló con medias palabras; gruñeron y blasfemaron los dos hombres; el jefe de la cuadrilla dió por terminado el descanso de sus burros; rechinó el carricoche. Con una despedida campechana se separaron, y Gil siguió su camino, lastimado del desavío de aquella pobre gente.

Avanzado el día, alto ya el padre sol, que acariciaba con sus rayos las espaldas del caminante, éste llegó á las primeras casas de Matalebreras, y como en aquel punto sintiese cercano rodar de carros, pensó que serían los de la caravana de Pascuala y sus tíos. Escondióse tras de un espeso matorro para verlos pasar, y en efecto ellos eran. En el delantero alcanzó á ver el rostro ideal de Cintia, y la desapacible carátula de don Saturio amparada de un ancho sombrero; vió sus manos nudosas con guantes de lana, apoyadas en el puño de un recio bastón… Tras ellos asomaba el rostro afligido y siniestro de Baltasara. En el carro zaguero iba un hombre desconocido, entre colchones, trebejos y calderería. La familia desgraciada llevaba consigo todo su ajuar, que era bien pobre.

Viéndoles internarse en el pueblo, recordó Gil noticias que le dió Pascuala del enfadoso don Saturio. Acariciaba este infeliz señor en su cacumen la manía de que las sierras del Madero y del Almuerzo guardaban en sus entrañas riquísimos minerales de plata y oro, y de bermellón ó cinabrio. No había más que abrir las peñas y hozar un poco en las tierras para encontrar tesoros tales, y bajo la seguridad de estas riquezas se escondía el barrunto de que, buscando plata, se encontraran esmeraldas y rubíes. Más dé una vez derrochó sus mermados cuartejos en abrir pozos y calicatas de que no sacó nada valioso, ni siquiera la joya de su desengaño. Cuanto más vencido, más aferrado á su loca ilusión.

Pensaba Gil que tal vez don Saturio y su caravana se detendrían en Matalebreras, patria verdadera ó fingida de la sin par Pascuala, y no atreviéndose á entrar en el pueblo, temeroso de ser tratado en él como lo fueron los desdichados saltimbanquis, se situó á la salida, por donde á su parecer habían de pasar los viajeros cuando siguieran á Suellacabras… Serían las cuatro cuando Gil, escondido tras una cabaña en ruinas, vió aparecer los dos carros de la caravana, despacito, acomodándose al paso de varias personas que salían á despedirla. Entre ellas vió Gil á un cura inflado y de buen año, que debía de ser el mismo de quien la desesperada titiritera habló con ira y desprecio; á otro sujeto muy suelto de ademanes, que era sin duda el alcalde, y una pareja de humildísimo pelaje, que bien podía ser de las nobles alcurnias de Borjabad ó de Arabiana. Les siguió con la vista, hasta que en un repecho se dieron los adioses. Ocultóse Gil en espesura cercana, y hasta que se vió rodeado de intensa soledad campestre no emprendió su camino.

Aproximándose á una sierra, á ratos oía Gil el rechinar de los carros, á ratos no, según la vuelta que llevaban en los escalonados alcores. Así anduvo toda la tarde, y á punto de anochecer, se fué metiendo en espeso pinar. Pensó el encantado caballero que andando de noche por aquel misterioso bosque se perdería; mas sin arredrarse por ello, penetró más y más pinos adentro, sin que la negrura de la selva ni la quejumbre dolorida del viento en aquellas bóvedas le impusieran temor. Ya le rendía el cansancio, cuando sintió sobre la hojarasca resbaladiza pasos que no eran de bestias, sino de un activo caminante… Le vió venir; fuése á él, diciéndole: “Buen amigo, ¿voy bien por aquí á Suellacabras?” Y el desconocido, sin detenerse, le respondió con buen modo: “El mismo camino llevo yo. Paréceme que es usted nuevo en esta tierra. Yo me la sé de memoria. Oigame: aun andando sin parar toda la noche no llegará usted á Suellacabras antes de amanecer. Hay que tomarlo con calma. Del pinar saldremos pronto; sigue una nava no muy grande; luego un monte de hayas, boj y madroñera. Iremos juntos, y si usted no tiene demasiada prisa, descansaremos en un chozal de carboneros á media legua de aquí”.

Agradó á Gil la cortesía del andarín. Pegada la hebra con franqueza locuaz por una parte y otra, no tardaron en hablarse como amigos: “Yo vengo de Agreda, y voy á Suellacabras en busca de trabajo”. “Yo soy mercader ambulante que vengo de media España, y á media España voy. Llevo á cuestas mi comercio por dos razones: porque me ha quedado poco género, y porque en Aldea del Pozo se me murió tres días há la borriquilla que era mi tren de mercancías”. Oyendo esto, advirtió Gil que su compañero de camino, á más del envoltorio colgado á la espalda como mochila, llevaba sobre el hombro izquierdo un animalejo que al pronto le pareció ratón grandísimo, y luego vió que era ardilla, atada de una larga cuerda que el buhonero liaba en su brazo derecho. A ratos, volvía el hombre su rostro hacia la mansa bestezuela, y pasándole la mano por el lomo le decía palabras de paternal ternura… Mas como hablador descosido, su mayor gusto era platicar con el compañero de viaje. “Si se puede saber, dígame, buen amigo, en qué trabaja usted y qué oficio tiene”. Al oir que Gil venía de romper piedras en una cantera, expresó su disgusto y poca estimación de tal oficio, propio de hombres en quienes exclusivamente domina la fuerza muscular.

“Yo, como usted ve —dijo—, soy comerciante, para lo cual más que puños se necesita pesquis, y más trato con personas de todas clases que con piedras duras ó blandas. Desde pequeñuelo ando en el tráfico, y en él seguiré hasta que Dios me mande á comer barro debajo de la tierra. Y de todos los modos de comerciar, he preferido el que usted ve, que me ahorra gastos de tienda, luz, dependientes, y el quebradero de cabeza que dan los libros ó papeles de cuentas. No tengo familia ni ambición, y disfruto del local más ventilado y espacioso que puede imaginarse, que es el libre suelo de mi España querida. Total: que mi casa la barre el aire… En los buenos almacenes de las capitales compro mi género, y voy á surtir á las villas, aldeas y lugares. Aquí cobro, aquí pago: siempre me queda para un mediano pasar. En todos los pueblos me quieren, en algunos me alojan gratis, en otros me obsequian; recibo encargos; cumplo como un caballero; sirvo al ilustrado y al cerril, á las viejas regañonas y á las mozas guapas, al cura ronflante y á las monjitas de hablar gangoso y manos blancas. La lista de mis artículos no tiene fin: tijeras, cintas, agujas, carretes, peines, botones, alfileres, puntillas, plumas, lápices, sortijas, pendientes, alfileres de pecho y otras alhajitas falsas, estampitas, medallas de la Virgen del Pilar, escapularios, corazones y rosarios… catones, fleuris, cajitas de polvos, polvos para chinches, postales con niñas al fresco… mas amén de otras cosillas reservadas que vienen de donde vienen y van á donde van”.

Pasada la nava, vió Gil un resplandor que iluminaba los senos del inmediato monte. Internándose en éste, se hallaron en la clara donde ejercía su industria una cuadrilla de ahumados carboneros. Dos grandes montones de leña cubiertos de tierra ardían con lenta combustión, despidiendo la tufarada de la madera verde, y humareda sofocante; y no lejos de éstos que parecían altares druídicos, chisporroteaba la fogata, que era vivac y cocina e los humildes trabajadores. Cuatro hombres y un chico estaban en derredor de la lumbre á la mira de un cazolón. Dos tenían calada la capucha del capote y parecían cartujos, las caras más ennegrecidas que negras, no afeitadas, y de aspecto morisco y huraño. Acogieron los carboneros con franco agasajo á los dos caminantes, y especialmente al de la ardilla, con quien tenían antiguo conocimiento, y les invitaron á su mesa, que era un negro suelo sin manteles. No lejos del cotarro, dos pollinos echados dormitaban pacíficamente.

Los trajinantes, que á hora tan avanzada tenían más hambre que Dios paciencia, no se hicieron de rogar para ponerse en el ruedo y participar de la frugalísima cena, que era un guisote prehistórico, céltico, antidiluviano, compuesto de cecina de cabra y zoquetes de pan, seguido de queso duro y piñones. Todo les supo á gloria, y la conversación que amenizaba el banquete versó sobre diferentes chismes de los pueblos cercanos. A la claridad de la hoguera que el chiquillo atizaba, pudo apreciar Gil la persona y rostro del comerciante andariego. Era un hombre acartonado en los años medios de la vida, enjuto de cuerpo y de regular talla, piernas de mozo y cara de vieja, con ojuelos negros, chiquitines y vivarachos como los del animalito que agasajaba. Retirados á donde se les ofreció lecho de hoja seca junto á unas hayas, el buhonero, que no podía dormir sin prepararse al sueño con un poco de palique, agregó á lo dicho; estas noticias de su persona:

“Yo me llamo Bartolomé Cíbico, y nací en un lugarejo que llaman Taravilla, tierra de Molina de Aragón. Con diferentes motes soy nombrado en los lugares donde tengo mi parroquia. En Aragón me dicen el Paniquesero, por este bicho que llevo conmigo, al cual llaman allí paniquesa; en Navarra me apellidan el Prisitas, porque soy muy vivo para el despacho; en la parte de Aranda me conocen por Corre-corre, y aquí, en lugares de Soria, no habrá nadie que no le dé á usted razón de Bartolito”. Correspondió Gil á estas confianzas con otras, diciendo y callando lo que le convenía.

Y á la mañana siguiente, sentaditos los dos en un soto á la vista de Suellacabras; desayunándose con mendrugos, Gil determinó franquearse con Bartolito, pues tales cualidades de agudeza y metimiento había descubierto en él, que no dudó sería un excelente auxiliar en el negocio que á tal pueblo le llevaba. Después de prepararle con insinuaciones sutiles, le dijo que no venía de las canteras de Agreda por buscar trabajo en otra parte, ni por nada tocante á la vida material, sino por la busca y seguimiento de una linda mujer con quien sostenía lícitos amores. En tan singular hembra se reunían la belleza, la virtud y la discreción. Ella y él querían casarse; pero sus anhelos se estrellaban en la oposición de unos tíos… que eran los tíos más perros que Dios había echado al mundo.

Interesado en el cuento, Cíbico pedía claridad, nombres, nombres; y cuando oyó á Gil mentar á los Borjabades, llevóse las manos á la cabeza, exclamando entre serio y festivo: “¡Don Saturio, Virgen del Tremedal! ¡El primer chiflado y el primer cicatero de este mundo, del otro y del de más allá! Le conozco, por mi desgracia… Sé quién es la chica. La vi en Zaragoza cuando estudiaba para maestra… ¡Vaya, vaya! ¡Don Saturio! Pues no le ha caído á usted floja viga encima del cráneo. Ya sabrá que anda buscando piedras preciosas. Boñigas y cascarrias le daría yo. A cuenta que para piedra preciosa, bastante tiene con Pascualita… Que la venda, y”.

—Eso quiere él, Bartolo —dijo Tarsis-Gil—: venderla; pero yo no se lo consentiré, y usted me ayudará…

Mostróse Cíbico en tan buena disposición para secundar los planes del amigo, que éste se aventuró á proponerle mediación ó tercería para comunicarse con la bella moza. Gil se mantendría escondido en cualquier hostal ó parador, y Cíbico, con el mete y saca de su ambulante comercio, podría llevar y traer esquelas ó recaditos.

Brillaban con cierta malicia rufianesca los ojos de Bartolito cuando dijo: “Sí, sí: lo haré de muy buena conformidad, porque á ese tío le tengo yo gana por una judiada que me hizo el año pasado, y aguardaba yo coyuntura de cobrársela. Ahora es la mía. El viejo carcamal, desesperado de no encontrar oro ni diamantes, quiere hacer negocio con la California de su sobrina. Pues ahora nos veremos. Hoy mismo, amigo Gil, empezaremos á trabajar el negocio. Don Saturio estará alojado en casa de esos que llaman los Almuerzos, Pues allá me voy con mis pacotillas, echando por delante toda mi agudeza. Y para que se entere usted de quién es ese tío marrullero, oiga este golpe. Diez meses há, me encargó una lente de gran aumento, de esas que llaman lupas, para examinar los granitos y polvitos que á él le parecen de oro. En Zaragoza compré la lente, y era tal que con ella veía usted los pelos del sobaco de una pulga… Se la traje… y el muy pindonguero, después de usarla muchos días, no quiso pagármela. Díjome que se había enfermado de la vista, porqué el cristal tenía maleficio y qué sé yo qué. Resultado: que ni me pagaba, ni me devolvía el artículo… Lo que digo: hoy mismo empezamos”.

—Yo le quedaré á usted muy agradecido, señor Cíbico —dijo el mozo con timidez—, y si salimos triunfantes, le recompensaré… Hoy habría de ser con alguna cortedad, porque ando escaso de moneda; mañana, otro día…

—¡Oh! No hablemos de eso —replicó el mercachifle con voz y ademanes de delicadeza—. Ya nos entenderemos… y lo que usted dice: á triunfar, á reventar á ese pelma y deshacerle la combinación. Bien veo yo, y perdone… bien veo que usted no es un cualquiera. Me ha dado en la nariz que aquí hay principalía, que debajo de un Gil hay un Torongil… ¿No me entiende?… Hágame el favor de enseñarme sus manos…

Mostró el caballero sus manos, y el ladino Bartolo las tocó, y apreció su dureza y callosidades. Después hizo lo propio en el antebrazo, apretándolo para enterarse de la tensión acerada del bíceps. Hecho esto, y clavando en Gil sus ojuelos vivarachos, le dijo: “Amiguito, las manos y brazos son de cavador ó de cantero; pero la cara, el mirar, el habla, son de otra calidad, son de otra encarnadura. A mí no me la da nadie. Soy perro viejo, que ha visto mucho mundo… Debajo del sayal hay al… y punto… Ya hablaremos, señor don Gil”.

Diciendo esto, dió á la ardilla todo el largo de cuerda, que era como unas varas de libertad. Subióse el animal á un árbol con graciosa presteza, y después de brincar de rama en rama, persiguiendo los pajarillos, estuvo espulgándose y limpiándose el hocico hasta que el amo la llamó á su amorosa tutela, mostrándole cortezas de pan: “Ven, rica… Venga mi paniquesa bonita y salada… Baja, toma… ¡Ay, qué juguetona y qué enredadora es la niña de su padre!”.

Llegáronse cautelosos hasta las primeras casas del pueblo, y en una de éstas, que era casa de amigos, aposentó Bartolo á Gil, encareciendo la familiar asistencia. Luego partió á su correría mercantil, y tan diligente estuvo en lo tocante al negocio del amigo, que á media tarde le llevó noticias de su novia. “Entré en la casa de sus primos, y mi buena estrella me deparó el ver á Pascualita. Me compró unas peinas que no pienso cobrarle. Después, aprovechando un momento en que nos quedamos solos, le hablé de Gil. Se puso muy colorada. Yo le dije que estaba usted en lugar seguro… y ella mudó de color; dijome que su tío… ¡Porra, qué tío!”. “Pues sabrá usted que don Saturio se avistó esta mañana con el Gaitín que vive en Suellacabras, y concertaron que la Guardia civil le prenda á usted por vago, y le lleve atado codo con codo: ¿á dónde? Ya no me acuerdo… Esto me lo dijo la niña secreteando… Apareció la tía con su cara de alcuza y no pudimos hablar más. No hay que apurarse, amigo. Aquí no han de cogerle. La gente de esta casa es de toda confianza… Ahora voy á dar una vuelta por el pueblo, á ver si cobro algunos picos… Le traeré á usted una cédula; rompe la suya, y toma con nueva cédula otro nombre”.

Intranquilo estuvo Gil hasta la noche y hora en que Cíbico le llevó con la cédula noticias peores. Había vuelto á la casa de Pascuala, que aterrada y trémula le entregó este mensaje, rápida y nerviosamente escrito en un papelejo: “Vete corriendo de aquí, y lleva la cédula que te dará Bartolo… Escóndete de Guardia civil… Irás vuelta de Soria rodeo largo. En Soria estaremos viernes. Bartolito daráte señas… Bartolito amigo bueno… Bartol”. No siguió escribiendo… Gran susto… Oyóse el carraspeo de don Saturio como una tempestad cercana.

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