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El Caballero Encantado: X

El Caballero Encantado
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

X

De la blanda vida pastoril, pasa el caballero á vida más dura.


Bendito y descansado oficio era el de pastor, y así lo declaraba Gil ante sus compañeros, con los cuales vivía en santa paz, sin que la buena concordia se rompiese ni alterase por un sí ni por un no en largos días. Conducir el ganado de una parte á otra dentro de términos extensísimos, aprovechando estas hierbas y dejando descansar las otras; dormir en el chozo ó á su vera, según el tiempo; comer donde más les placía migas, sopas, ó el frite de oveja ó cordero; saber las horas por el sol, y de noche por las estrellas; saber del mundo lo poco que es llegaba, migajas del acaecer y del opinar traídas por el viento de vagas voces, era en verdad la mejor vida para llegar á viejo. Entretenían los pastores sus ocios refiriendo consejas, ó narrando cada cual su propia leyenda, no siempre sencilla ni tejida en telares bucólicos. Los que habían servido al Rey contaban militares valentías, y hazañas amorosas con niñeras y amas de cría.

Uno de ellos, Rodrigacho, que había sido monaguillo muy travieso, contó su fuga de la iglesia y lugar de Cuérnagos, por haberle echado pica-pica al cura cuando estaba sentadito en misa de tres oficiantes. Tuvo que salir á espetaperros, huyendo de la paliza que quiso darle el sacristán, y corrió tanto, decía, que en cada tranco que daba, un pie perdía de vista al otro… En su medrosa carrera no paró hasta Vigo, donde quiso embarcar para la Habana; pero no pudo colarse de polisón, que era su ardiente anhelo, y al cabo de mil penalidades, sirviendo á gente de mal vivir, se vino á tierra de Salamanca con unos hombres que conducían dos toros padres venidos de Inglaterra. Arreglóse con el amo de éstos entrando en los ejércitos de la ganadería, pues en los de Rey no sirvió, por ser hijo único de viuda.

No faltaban en la majada horas de aburrimiento, que Blas y Sancho sorteaban labrando cucharas de boj. Casados y solteros no tenían las mismas añoranzas de la hembra lejana. Sancho, que dejó á su pastora en Micereses, la echaba muy de menos; Rodrigacho, que tenía su Filis en Pocilgas, partido de Alba de Tormos, habría querido tenerla á mayor distancia; Mingo, que hablaba con una viuda de Cantimpalos, apenas se acordaba de ella, y Blas solía cambiar de Galatea en el ir y venir de la trashumancia. Cuando á Gil le tocaba bajar por víveres á Torrecilla de Cameros, ponía en juego todas sus artes de seducción para proporcionarse una conquistilla. A pesar de las prisas de recadista, estuvo á punto de lograr sus deseos, capturando á una moza garrida que cuidaba cabras á media legua del pueblo. Naturalmente, la cortedad del tiempo no le permitía rematar su aventura. Diéranle más desahogo, y á la majada se llevaría la pastora y sus cabras. Contando sus apuros á Blas, el muy socarrón le decía: Amor fino y buena mesa, no quieren priesa.

Con sus lentas horas y su apartamiento del mundo, la vida pastoril era para Tarsis la más grata forma de encantamento. Pero de súbito se torció el destino del caballero hacia una situación desconocida. La causa de esto fué que el ganado pasó de la propiedad de los Gaytanes á la de los Gaitines, establecidos en Soria y Cameros. Ya se lo maliciaba Sancho. Nunca pudo explicarse trashumancia de tal extensión en estos tiempos sino por venta ó cambalache. En efecto: Gaytanes y Gaitines hicieron escritura, por la que éstos vendían á los otros tierras con que querían redondear su latifundio, y aquéllos entregaron á los cameranos sus ovejas, y á más una suma en metálico. El administrador, que subió al monte á notificar el cambio de propietario, propuso á Sancho quedarse de rabadán; pero no quiso aceptar y se fué á Micereses. Blas y Rodrigacho desfilaron también; Mingo se quedó, y á Gil se le llevaron á Torrecilla por expreso encargo del nuevo dueño, que ofrecía darle colocación más activa y de más lucido jornal.

Entraba, pues, Gil en otra etapa villanesca. La transformación empezaba por el cambio de costumbres y ropa. Regaló montera y zahones á Mingo; conservó su calzón de estezado y alguna otra prenda pastoril. Con lo que se llevaba compuso su hatillo bien asegurado en un pellejo con fuertes correas, y echándoselo al hombro partió para Torrecilla. El administrador de los Gaitines no le detuvo más que el tiempo preciso para un corto descanso, comer, comprar zapatones, tabaco y un par de camisas, y le expidió, en compañía de dos hombres, al lugar de su nueva colocación. Al llegar á Logroño se les facturó en ferrocarril á la estación de Alfaro, desde donde irían á su destino en carros ó caballerías. En el trayecto de tren acabó Gil de enterarse del trabajo en que había de emplear su encantada personalidad. Era la explotación de una cantera próxima á la villa de Agreda. Los señores Gaitines, contratistas de un camino real entre dicha villa y Tarazona, habían establecido la extracción de piedra en la falda de un monte, de los que sirven de estribo y contrafuerte al excelso Moncayo. Uno de los acompañantes de Gil iba de listero, el otro de barrenador. Por ambos supo Gil que ganaría jornal de once reales. Del tren partieron en mulos hasta Grávalos, donde descansaron medio día, y al siguiente dieron con sus molidos cuerpos en la ibérica Ilurci, que los romanos llamaron Grœcuris, nombre que, pasando como canto rodado por bocas de godos, árabes y cristianos, vino á ser Agreda.

A corta distancia de la villa, y casi tocando al trazado del camino real, estaba la cantera, llaga enorme abierta en el costado de una dura montaña, dejando ver la tierra como sangre y las piedras como desmenuzados huesos. Desde lejos se veía la inmensa herida, y el espectador se condolía del desdichado monte, imaginándolo víctima de una bárbara labor quirúrgica, levantada en gran parte su hermosísima piel verde, deshecha por el hierro su carne, y todo en pedazos mil, y todo cayendo y rodando en piltrafas sanguinolentas como los despojos de un anfiteatro… Pero cuando el espectador se acercaba, ya no sentía lástima del monte, sino de los que en él trabajaban, bajo un sol ardiente, gateando en el áspero declive. Los unos taladraban la peña con poderosas barras, los otros recogían los pedazos dispersos por la explosión, des Deñándolos por la pendiente, hasta que los peones los partían y cargaban las carretas. Era un trabajo de gigantes: algunos, desnudos de medio cuerpo arriba, mostraban admirables torsos y brazos de atletas formidable; otros, agobiados de fatiga, se doblaban por la cintura, contenían el gemido para poner toda su alma en el esfuerzo, sacado á tirones angustiosos de las más hondas flaquezas.

Entró Gil en el trabajo de la cantera con cierto brío, estimulado por la ganancia, por la emulación, por algo de grandioso que veía en aquel luchar al aire libre con lo más duro que existe: la roca. Noble era el arado; mas la barra y su manejo agrandaban y hermoseaban la humana figura. Desplegó, pues, sin tasa en los primeros días su vigor muscular, y aparentaba despreciar la fatiga. Toda su admiración era para Cristóbal, con quien había venido de Torrecilla, trabajador incansable, no desprovisto de cierta elegancia en los acompasados movimientos con que taladraba la piedra, sosteniendo el ritmo. Atizaba más fuerte á medida que el agujero iba más hondo. La piedra caldeada por el hierro, á éste entregaba su seno endurecido por los siglos.

Marchaban los trabajos con regularidad intensa, inflexible. El capataz, hombre muy serio, envarado de autoridad, no permitía distracciones, ni descansitos, ni palabras ociosas. Llamábase José Mantecón, y ponía gran empeño en mostrar un genio absolutamente contrario á su apellido. Cuando llegaba el momento de los tiros, gozaban todos de un corto descanso. Se cargaban los barrenos, se encendía la mecha que había de prender el cartucho, y á correr la gente para ponerse al resguardo de la explosión. Diseminados alegremente, cada cual elegía el burladero que estimaba más seguro. El estruendo de la terrestre artillería, la conmoción del suelo, el humo, el volar de los cantos, traían un momento de alborozo. Los pedazos de piedra caían como proyectiles perdidos, mostrando en sus caras interiores, calientes, la virginidad de la roca. En esta función de los disparos, permitía el capataz á los trabajadores el recreo de un cigarrito, golosina de holganza que les alentaba para volver al trabajo de barrenar, descantillar, y al arrastre y carga en los carros. Gil no desmayaba, y se mantenía siempre en el término estricto de sus obligaciones. Un día, por ausencia de Cristóbal, que faltó por enfermedad, dió un par de barrenos no inferiores á los del maestro. Con frase áspera, el capataz declaró bueno el trabajo, sin ablandarse á prometer ascenso. El sol ardiente de aquel día, bastante á derretir el apellido de Mantecón, hizo más duro su carácter.

Los sábados cobraban puntualmente, mitad en plata, mitad en calderilla; los domingos, después de trabajar medio día, se iba cada cual á su descanso ó esparcimiento. Gil vivía con otros en un parador abandonado, cercano al pueblo; dormían en el suelo sobre improvisados lechos de paja y mantas. Mujerona feísima, mas no puerca ni haragana, regía la casa. Regañando á toda hora, era diligente, gobernosa, y á los trabajadores servía muy á punto sus comidas y cenas. Los días festivos, Gil se lavaba y acicalaba, y presumiendo de guapo se ponía su calzón estezado, su blusa limpia, su faja negra, y con la boina ladeada, el cigarrito en la boca, pañuelo en la faja, en el bolsillo del pantalón los dineros que sonaban al andar, se iba al sitio de recreo del pueblo, un extenso prado que llaman la Dehesa. Dábanle amenidad una umbrosa alameda por la parte próxima al río Queiles, y en la cercanía del monte, encinas, álamos y tilos en grupos, á cuya sombra manaba una riquísima fuente. La Dehesa era la gran atracción de Gil los domingos por la tarde. Allí acudían las muchachas del pueblo, y armaban bailes tremendos, con brincos ó agarraos, conversaciones, vivas, carcajadas y chillidos, bullanga de música, ya por lo serrano, ya por lo aragonés. Mozas había muy lindas, de silvestre ingenuidad las unas, otras ladinas y escamonas, en guardia siempre contra el hombre, fortificada su honestidad por la espesura de sus refajos.

Gil no paraba en toda la tarde de atontar al mujerío con su charla donosa, bailoteando jotas y seguidillas hasta más no poder. En ninguna sociedad de las que conoció en su vida de caballero se había divertido tanto. Era su compañero inseparable otro mozo de la cantera, guapín, despierto, medio aragonés y medio navarro, llamado Juan Ablitas, el cual galleaba y se ponía moños por haber traído á su redil á una jovenzuela graciosa, sobrina de un cura, que desde el primer día de conocimiento en la Dehesa le hizo entrega de su albedrío. La chiquilla se escapaba por las noches al encuentro del galán, y á más de obsequiarle con favores de amor, le regalaba bodigos de los que su tío el buen párroco copiosamente recogía. Son bodigos los panecillos de flor que se llevan á la iglesia, y cual ofrenda se añaden á los cirios en el sufragio por los difuntos. Volvía por la noche Juan junto á su amigo, y dándole un panecillo, con hinchada fatuidad le decía: “Toma, Gil, uno de los bodigos que me ha traído la mía, y confiésame que conquista como ésta no la has hecho tú, ni la harás en tu pindonguera vida”.

Comía Gil el panecillo, y no se cuidaba de abatir la petulancia del tenorio agredense don Juan Ablitas. Sucedió que á los pocos días de esto supieron los amigos, por una de las mozas, que el cura olfateó la sustracción de los panes, y cogiendo á la muchacha, sobrina ó lo que fuera, con pellizcos y pescozones la puso en la apretura de vomitar sus pecados, y á lo último echó el más feo de todos, que fué dar los bodigos á un chico de la cantera. Desde aquella hora nefanda, Juan y Gil no volvieron á ver el pelo á la moza, y en esto, llegado el domingo, Ablitas, escupiendo por el colmillo y apretándose la faja, dijo que no pensaba ir á la Dehesa ni estaba en vena de divertirse… Para que se viese que era un hombre, se plantaría en la iglesia mayor del pueblo, ó en sus inmediaciones, hasta encontrarse con el cura y darle cuatro morrás como para él solo…

No trató Gil de disuadir al tenorio retador, y se fué solo al paseo. Vió grupos de chicas; pero al llegarse á ellas, un estímulo fisiológico le llevó hacia la parte del monte, donde á la sombra de unas encinas y al arrimo de peñas musgosas, secreteaba consejas el chorrillo de una fuente. Como á veinte pasos del agua vió que de la fuente venía una gallarda moza con un cántaro lleno cogido por el asa. Cuando llegaron uno frente á otro, Gil lanzó una grande exclamación y extendió el brazo en ademán de detener á la joven aguadora. Y ésta paró en firme, mirándole á él con enojo de que un desconocido le cortara el paso.

“Cintia, Cintia —dijo Tarsis—, no te me escapas ahora.

—Quite allá… Déjeme. No le conozco.

—¿Me negarás que eres Cintia? ¿Crees que puedo yo olvidar ó confundir tus ojos divinos; tu boca, tan linda risueña como enojada, y esa frente de diosa, y esos cabellos partidos en dos bandas, y esa color de albura quebrada, y ese aire de reina, y ese…?

—Anda; está loco el hombre. Déjeme seguir.

—Un momento. Me negarás que eres Cintia; pero no me impedirás que te adore.

—¡Ya escampa!… Me llama Cinta, y mi nombre es Pascuala… Ea, si viene de burlas, sepa que no las aguanto.

—Mátame si quieres; pero yo digo y sostengo que eres Cintia. Si no me conoces, te diré que soy Tarsis”.

La hermosa joven, cuyas incomparables facciones correspondían á la forma encomiástica con que el mozo las había descrito, le miró con fijeza y seriedad.

“Qué —dijo Tarsis prontamente—, ¿haces memoria?… ¿buscas mi fisonomía en tus recuerdos?… ¡Ah, Cintia! Tú estás encantada como yo, y aún te encuentras en ese estado crepuscular de la memoria que vuelve, que quiere volver”.

—Le miro á usted —dijo ella un tanto compadecida y temerosa—, porque me parece que está usted loco… y los locos me dan miedo… Vaya… Con Dios.

—Un instante, Cintia. Tengo una sed horrible… ¿Serás tan cruel que no me des un poco de agua?…

Sin decir nada, la lindísima mujer alzó el cántaro y lo inclinó sobre su brazo izquierdo para que el sediento bebiese.

“¡Ay! —exclamó Gil-Tarsis después de absorber buena parte del contenido del cántaro—. Me has dado la vida. Con la emoción y la sed, ni hablar podía… No, Cintia; no estoy loco. Ya lo comprenderás si me haces el honor de concederme tu trato algunos momentos”.

La guapa moza volvió á la fuente para reponer el agua, y Gil siguió diciéndole: “Acabarás por recordarme; acabarás por reconocer al que desdeñaste, al que te amó con locura… al que te lleva en su alma vagando en estas soledades tristísimas. Si no crees lo que te cuento, admíteme como amigo, y lo que no aprecies por mis demostraciones de amor, lo apreciarás por mi respeto”.

Algo más le dijo, y sus palabras sinceras y ardientes, si no penetraron hasta traspasar su alma, pasaron rozando á ésta como flechas temblorosas. La que Gil llamaba Cintia no se mostró tan esquiva como en la primera embestida galante del barrenador de rocas. Le miraba muy seria, balbucía cortos y turbados conceptos, tuteándole… La arrogancia y viril hermosura del mozo la cautivaron sin duda; pero en su confusión ni aun se daba cuenta todavía de que aquel hombre le gustaba.

“¿Me permites que te acompañe hasta tu casa? —le propuso Gil con acento y ademán de profundo respeto—. No dirás que acompañarte es locura”.

—No es locura —replicó ella más turbada—; pero es tontería. Vivo muy cerca… allí… ¿Ves aquella casita blanca entre árboles, orilla del río…?

—Ya veo. Pues esa tontería haré yo si me das licencia. Venga el cántaro…

Y ella, defendiendo el cántaro de las manos del galán: “No, no: yo lo llevaré. ¡Qué dirían!”.

—Dirían que te sirvo como buen caballero. Dirían que hablamos como aquéllos y otros que ves en la Dehesa, novios honrados y decentes… Vamos hacia allá.

—Hasta mi casa no —dijo la linda lugareña recelosa—. Iremos juntos un poquito no más, hasta la entrada de la alameda. Después no.

—Sigamos sin miedo. Nadie nos mira. Pasamos junto á las mozas y mozos sin que ninguno nos mire. Es que no nos ven, Cihtia.

—De veras parece que no nos ven… —observó ella con pasmada ingenuidad—. Nadie se fija… Pues te diré que antes de ahora no me conocías, como yo no te conozco á tí… He querido recordar y nada: no he visto tu cara antes de ahora.

—La última vez que te vi fué dentro de un espejo —afirmó Gil dejándose llevar del arrebato de su fantasía—. Era un espejo maravilloso, donde uno se miraba y no se veía, al contrario de lo que sucede en todos los espejos. Yo me miré, y te vi á tí, Cintia. Créemelo como éste es día…

Y ella: “Cosas muy raras ve una en los espejos: yo me miré una noche, y vi á mi madre, que murió lejos de mí”.

Y él: “Tu madre murió en Buenos Aires”.

Y ella, con asombro y risa: “¿Qué estás diciendo?”.

Y él: “Si me niegas que eres americana, no he dicho nada”.

Empleando de nuevo la burla campesina, la hermosa hembra declaró que no podían seguir juntos si él no ponía freno á sus dislates, y terminó con esta saetilla: “Explícame, hombre de Dios, cómo puede ser americana la que ha nacido, como yo, en Matalebreras, lugar á dos leguas de aquí, camino de Soria”.

—¿Qué nacido puede asegurar el lugar de su nacimiento? En cuanto al nombre, si el mundo engañado te conoce por Pascuala, para mí, desengañado, Cintia eres y Cintia te llamaré.

—No es feo nombre. Yo he notado que suelen ser bonitas las cosas falsas. ¿Y á tí cómo debo llamarte?

—Mientras estemos en este destierro expiatorio, llámame Gil.

—Gil, Gil —repitió la bella con sorpresa y susto—. Hace dos tardes pasé por la cantera y vi á los hombres trabajando… Me parecieron demonios. Por la noche soñé cosas horribles… Soñé que era yo piedra, y que me estaban barrenando en el corazón. Desperté al dolor de mis carnes taladradas por el hierro. ¡Ay, qué susto al despertar, y qué sudores de muerte! Oía los graznidos de una bandada de cuervos, y los cuervos decían Gil, Gil… y eso mismo, Gil, estuvo sonando en mis oídos aquella noche y todo el siguiente día.

—Oías mi nombre… Era el anuncio de que hoy nos encontraríamos en la fuente y seríamos novios.

—No sé… —dijo la moza; y mirándole de hito en hito, agregó un comentario mudo, guardado dentro de sí como impúdico secreto—: ¡Y qué guapo es!… ¿Será verdad que he visto á este hombre en alguna parte?… ¿Dónde, Señor, dónde?

Al llegar á la alameda, Cintia ó Pascuala, como se quiera, dió orden de parar. “De aquí no se pasa”. Y Gil sintetizó su comedido anhelo en esta pregunta: “¿Estás conforme en que hablemos?”.

Y ella, embebiendo su mirada en la de él, contestó con doble frase, una saliente, que fué: “Bien, hablaremos;” y otra entrante y no articulada: “¿He visto antes á este hombre?… ¿lo he soñado?… En sus ojos tiene toda la simpatía del mundo. ¿Me querrá de veras? Si su locura es de amor, en buen hora venga”.

Las últimas expresiones fueron para determinar dónde podían verse y hablarse. Puntualizó ella los sitios que creía mejores para la aproximación honesta de los presuntos novios, y Gil la vió partir embelesado de su airoso andar y gentileza. Dos veces volvió ella la cabeza para mirarle. Gil la seguía con mirar certero. Quería que sus ojos la llevaran hasta la puerta de la casita blanca; pero mucho antes de llegar á ésta, la figura de Cintia se desvaneció como una luz que se apaga.

Annotate

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