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El Caballero Encantado: XIII

El Caballero Encantado
XIII
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  1. Portada
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  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
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  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XIII

Prosiguiendo en su vaga peregrinación, el encantado caballero va camino de Numancia.


Ganada la confianza con el largo palique, Bartolo y Gil llegaron á tutearse. “Fíate de mí —dijo el pacotillero, dejando ambos los duros colchones á punto de amanecer—. Tú sales ahora, y yo contigo para llevarte, con el resguardo de mi persona bien acreditada, hasta las ruinas de un castillo de Templarios que tenemos como á un cuarto de legua. Allí te guareces; allí me esperas, pues acá me vuelvo á despachar mis cobranzas y recibir encargos. Al mediodía nos reuniremos para encaminarnos despacito hacia un pueblo de pesca que llaman Renieblas, donde tengo trabajo lo menos para tres días. Tú sigues por las veredas que te indicaré, bien apartadas del camino onde podrás encontrar los malditos tricornios. Y si los encontrares, fíate de tu cédula y no corras, aunque no esté bien decir de la cédula lo que de la Virgen decimos; y si apurado te vieres, te haces pasar por criado mío, que para esa comedia te daré un paquetito de medallas del Pilar, dirigido al ama del cura de Santiago, que las revende en su iglesia… y así vivimos todos”.

Conforme al plan ideado por el sagaz Paniquesero, Gil pasó la mañana en los Templarios, esqueleto de rotos muros, que parecía maldecir apostrofar á la dormida soledad que le rodeaba. Entretúvose el mozo en mirar el circular revuelo de las aves que allí tenían sus nidos, grajas, chovas y cernícalos, dueñas de las altas piedras y del aire. Creía encontrarse en un país inhabitado, ó en el cementerio de una nación que ni memoria de sus hijos dejara. Fuera de algún pastor de cabras que conducía su rebaño á los zarzales y á las peñas revestidas de silvestres enredaderas, no vió alma viviente en aquellos contornos. Sólo con su imaginación, Gil abandonaba el paisaje y las ruinas para pensar en su amor y en la bella Cintia, de quien le separaban, á su parecer, distancias inconmensurables y siglos de tiempo. Y adormido en sus añoranzas, le venían á la memoria los versos idílicos que el zagal Rodrigacho solía cantar en la majada guiando á sus ovejas en busca de mejor pasto. Era el tal Rodrigacho un poco poeta y erudito memorioso de versos pastoriles. Gil se los hacía repetir, y algunos se le quedaron en la memoria. Recostado entre las ruinas y puesto el pensamiento en su augusta dama, murmuraba: “Oh Venus, dea graciosa, —á tí quiero y á tí llamo”. Recordando otra canción muy lastimera, decía: “Bien sé que me ha de acabar—él dolor de esta partida, —que de verme y veros ida—, me há tanto de lastimar—que en ello pierda la vida… ¡Ijujú!”.

Llegó puntual á las doce el hombre inquieto y ágil con el animalejo que era su insignia en el palenque de la vida. Traía ración sobrada de fiambres y una mediana bota de vino, con lo que hicieron mesa de un peñasco plano y se sentaron á comer. Bartolo, que comiendo en sociedad honraba siempre el nombre de su pueblo natal, Taravilla, extremó aquel día su locuacidad, aprovechándose de que Gil medio se aletargaba en melancolías taciturnas. De la viva charla del buhonero se extracta lo siguiente:

“Si eres despejado y no pierdes la sangre fría, podrás zafarte de la Guardia civil Hazte el valiente, aunque no lo seas, y si te cogen, di que te quejarás al señor Gaitín, ó que pidan informes de tí á cualquier Gaitín, porque aquí no hay más ley que el capricho y el me da la gana de esa familia. Los alcaldes son suyos, suyos los secretarios de Ayuntamiento, suyos el cura y el pindonguero juez, ya sea municipal, ya de primera instancia. Como te coja entre ojos un Gaitín, encomiéndate á Dios… Porque aquí decimos que hay leyes, y mentamos la Constitución cuando nos vemos pisoteados por la autoridad. Nombrar esas cosas es como si cuando te estás ahogando en un río pidieras botas de montar. Los tiranos que aquí se llaman Gaitines, en otra tierra de España se llaman Gaitanes ó Gaitones… Pero todos son lo mismo. Y para poder bandearme entre ellos, ando yo en esta vida vagabunda. No puedes ni respirar si no estás bien con el alcalde, con el juez, con la Guardia civil, con el cura. Y aquí me tienes que vivo con todos, es decir, que les engaño á todos. ¿Te vas enterando?” Replicó Gil que algo sabía ya del caso, y el de la ardilla prosiguió así: “Aquí vivimos de mentiras. Decimos que ya no hay Esclavitud. Mentira: hay Esclavitud. Decimos que no hay Inquisición. Mentira: hay Inquisición. Decimos que ha venido la Libertad. Mentira: la Libertad no ha venido, y se está por allá muerta de risa… Verás un caso: había en Matalebreras un pobre labrador con familia, buen hombre… Pero le dió la ventolera por no querer ir á misa. Pues ha tenido que malbaratar su tierra, tomando lo que han querido darle, y salir pitando para las Américas. Te contaría mil casos; pero tú los irás viendo, si ya no los has visto… El que quiera vivir aquí en paz, tiene que hacer lo que hago yo, y es ponerse al son y al gusto de cada uno. Yo engaño al cura metiéndome á ratos en la iglesia… y venga rezar, y vengan golpes de pecho que se oyen en Jerusalén; yo le bailo el agua al alcalde alabándole cuantos desatinos hace, y á la esposa del juez municipal y á las señoras de los Gaitines les vendo con rebaja de un veinticinco por ciento. Gracias á este ten con ten, vivo y como… Pues tú, como no hagas lo mismo, trabajiilo ha de costar te sacar á Pascualita de las uñas lagartijeras de don Saturio… Sutileza, hipocresía y engaño has de emplear antes que la fuerza”.

No estaba conforme Gil con la flexibilidad reptante de su amigo, y más le gustara ir por derecho al asedio y toma de Cintia. Engolfado en estas ideas, sólo prestó vaga atención á la charla del buhonero, y toda su alma iba en persecución de la imagen y alma de la Madre, pidiéndole auxilio para triunfar de la ímproba realidad. Encantado él, encantada Cintia, hallábanse bajo el imperio de la soberana Encantadora, y de ésta dependía el que ambos vivieran gozosos ó muriesen de pena… Y cuando emprendieron la marcha por veredas y atajos en dirección de Renieblas, Gil no tenía pensamiento más que para la invocación á la Madre, ni ojos más que para buscarla en una revuelta del sendero, ó suponerla en acecho tras de la peña formidable ó el espeso matojo. Su compañero á ratos le preguntaba: “¿Qué miras, qué oyes?” Y él respondía: “Oigo y veo lo que quisiera ver y oir”. Respetaba Cíbico estos nebulosos conceptos considerándolos rarezas del que tenía por hombre superior en calidad y entendimiento. “Es un león oprimido —se decía—, y yo el ratoncillo travieso que puede hacerle un buen recaudo”.

Renieblas era el último pueblo del mundo, ó el más distante moralmente de la civilización hispánica; mas no por esto disfrutaba de mayor paz y felicidad, porque allí también llegaba el apestoso influjo de la familia gaitinesca. Alojáronse los viajeros en una casa humilde, y en ella tuvo Gil, á la siguiente mañana, ilusión tan intensa de ver á la Madre y de recibir muy de cerca su soberano aliento, que ello fué como la misma realidad… Dando á su amigo las últimas instrucciones y consejos antes de separarse, el hombre industrioso y ardillesco le dijo: “Tengo que despachar aquí algunas baratijas, y cobrar lo que me deben del viaje pasado; luego me iré á Buitiago, donde pienso colocarle al cura unos Evangelios y Reglas de San Benito para preservar de enfermedades al ganado y personas. Tú, antes de ir á Soria, debes parar en Numancia, que según veo te llama y atrae con un son de poesía: allí puedes entretenerte viendo las cavas que hacen para desenterrar el cuerpo de la ciudad que tanta fama ganó con su valor”.

—Sí, sí: iré á Numancia —dijo el encantado—, donde, seguro, seguro, encontraré á la Madre.

—Las Madres Concepcionistas no estarán allí: las encontrarás en Soria, junto á la parroquia de San Clemente. Te lo digo por si la Madre que buscas fuera de esas… Las de San Vicente están en la Beneficencia. También te digo que si en Numancia te dieran trabajo en las excavaciones, debes ajustarte y coger pala y picachón, que así ganarás algún dinero, y esperarás á que yo me junte contigo para llevarte á Soria… Yo he de ir allá, que en aquellas ruinas sagradas tengo un negocio de que no te hablé todavía; pero ya es llegada la ocasión de ponerte en autos. Bien podría ser que nos asociáramos para una granjeria que da más que las minas soñadas del mamarracho de don Saturio… Ven acá, y sentémonos en este arcón…

Dijo esto echando mano al bolsillo interior de su zamarra, de donde sacó un lío de periódicos, y de entre ellos una carterita sebosa. Viva curiosidad movió á Gil, que fué derecho á sentarse junto á Bartolo. Este desprendió el elástico que sujetaba la cartera, y con solemnidad religiosa mostró al mozo los peregrinos objetos que en ella guardaba. Silencio en los dos. La cara de Cíbico era toda orgullo comercial; la de Gil sorpresa y admiración… “¿Qué me dices de esto? Aquí tienes medallas, monedas, camafeos… Proceden de Clunia, la ciudad romana que está soterrada en un poblacho que llaman Coruña del Conde. Los aldeanos que arando descubren estas preciosidades, las llaman chanflos del moro… Antes las vendían por cuatro ó cinco cuartos. Hoy han abierto el ojo y piden más. ¿Ves este ópalo que tiene grabado un ciervo? Pues uno como éste compré yo por dos pesetas, y en Zaragoza lo vendí en catorce duros. ¿Ves esta moneda de plata con letras que dicen Aug. Divi. Fi… y qué sé yo qué? Pues me la dieron por tres pesetas, y yo no la suelto por menos de cinco duros. Este medalloncito de piedra ónix con un guerrero que lleva escudo y lanza, lo guardo para un marchante muy entendido que lo tendrá si afloja veinticinco duros”.

El acto de mostrar Bartolo las monedas y camafeos fué el momento psíquico en que Gil tuvo la perfecta ilusión de la presencia de la Madre. No sólo apreciaba su aliento cálido que le azotaba el rostro, sino que la vió inclinada entre los dos amigos, casi tocando con su cabeza á la de ellos, en figura corpórea, no tan diáfana como la de los espectros. A tanto llegó su alucinación, que se le escapó decir: “¿Ver dad que es bonito, Madre?”, Y también creyó que la Señora sonreía como burlándose del traficante en polvo de los siglos muertos.

Luego Bartolo siguió así: “Estas monedas de cobre y de plata son de Numancia. Proceden, no de la ciudad, sino del Campo Romano. Adquirí el año pasado una moneda celtíbera de cobre que me valió treinta y dos duros, ó sea dos onzas… Con que ya ves si esto es buena ganga. ¿Creías tú que yo no trabajaba más que en ovillitos de algodón y en peines de á real?… Pues ahora, conociendo lo listo que eres, no necesito decirte que si te admiten en las excavaciones, y moviendo tierra ves que salta una moneda ó medalloncito, no lo des al encargado, sino lo apañas con disimulo, me lo entregas, y de la ganancia que hubiere, mitad tú, mitad yo… No te digo que hagas lo mismo con alguna jicara ó puchero que te saltara de entre los terrones, porque esto ya es más difícil de guardar… Tú á lo nuestro: ojo á las chapas, á los anillos, á los amuletos que aquellas pindongas romanas se colgaban entre los pechos”.

Admirado Gil de no ver á la Madre, y buscándola con sus miradas en toda la pieza, nada contestó al pacotillero, el cual guardaba sus preciosas chucherías con avara solemnidad.

Al despedir á Gil antes de media mañana, llevóle á la margen del pueblo por el Norte, y le señaló el camino que había de seguir: “Remontas esta loma, y antes de llegar al primer caserío, tuerces á mano izquierda y te metes en un páramo… Adelante, adelante por el páramo… Traspasas un cerro, luego otro cerro, y á la bajada de éste te encuentras en Garray, que es como decir en Numancia”. Salió andando Gil con veloz carrera, semejante, á su parecer, á la que llevaba cuando traspasó las cimas de Urbión agarrado al velo de la Madre. Pronto le dijo su cansancio que iba por su pie, y no conducido por ninguna fuerza sobrenatural. “No viene, no viene conmigo —se decía desalentado, revolviendo en torno suyo ansiosas miradas—. No la veo, no la oigo… Seguiré solo hasta Numancia, que es su casa y su trono”. Con esta ilusión avanzó en su camino, sin hallar persona viva. Era una región solitaria, en la que Gil no encontraba más que la huella invisible de la Historia, y gráficas huellas de rebaños. Y reconociéndose solo, también se reconocía sin albedrío para proceder libremente. Sentíase sujeto por duras cadenas á una fatalidad misteriosa, y ésta le llevaba por donde iba… No podría, no, dirigirse áotra parte. Lo más extraño era que su gusto y la fatalidad obraban en armonía perfecta, es decir, que era esclavo y gustaba de la esclavitud.

Toda la mañana anduvo sin novedad, y cuando apechugaba con el primero de los collados que le indicó Bartolito, vió que del Poniente, ó más bien del Sudoeste, venía un cálido viento que levantaba negras nubes de aquella parte, tapando el sol á ratos, á ratos descubriéndolo. Truenos lejanos pronunciaban un alerta terrorífico. Siguió su marcha, y cuando descendía por pedregosas veredas á un barranco, que parecía copia del valle de Josaphat, el cielo tomó color plomizo; la nube cerró el paso á los rayos del sol, y el viento ardoroso sopló con más fuerza disparando goterones que al caer en tierra sonaban como balas. Claridades lívidas y pavorosas cruzaban por los aires, y el trueno chasqueante y repercutiente seguía las huellas del relámpago con intervalo brevísimo. Buscó Gil dónde guarecerse; pero sólo encontró un peñasco que era en verdad el peor paraguas que pudiera imaginarse. Sobre el pobre Gil descargó un diluvio de granizo, del cual se defendió con el improvisado escudo de sus manos. En la rauda iluminación de los chispazos eléctricos, que en el aire describían las figuras geométricas más peregrinas y aterradoras, creyó ver Gil una silueta de mujer inconfundible con ninguna otra, y en su paroxismo de terror gritó: “¡Madre mía, socórreme!”.

Debió de socorrerle la excelsa Señora, porque salió ileso del horrible pedrisco. Sobre él cayerón cantos de hielo, que empezaron garbanzos, luego fueron nueces, y por fin huevos de gallina de los de dos yemas… Pasó la nube, y el pobre mozo siguió escotero, apechugando con el segundo collado, por donde debía pasar de un barranco á otro. Andaba de prisa; iba en dirección contraria de la que llevaba el temporal; pero allá por Occidente, tirando al Sur, veía un segundo escuadrón de nubes, como segundo cuerpo de un grande ejército que acabaría de invadir el cielo en lo restante del día. Calado hasta los huesos, avivó el paso, y al llegar al caballete de donde veía la hondonada obscura, buscó con inquieta mirada un paredón ó casucha donde abrigarse del nuevo diluvio que le amenazaba. Encaminóse á una ermita en ruinas, y allí esperó el segundo chaparrón de agua y granizo, que no fué menos violento y azotador que el primero, y también acompañado de pirotecnia de relámpagos y de estrepitosa sinfonía de truenos. No abandoné aquel amparo hasta que las horripilantes nubes descargaron toda la furia que llevaban en sus entrañas.

Ya se venía encima la noche cuando Gil emprendió de nuevo la marcha por una pendiente en cuyo fondo no veía más que negruras informes. El suelo bajaba con él; piedras y hielo resbalaban ante sus pies ó con ellos juntamente; caía, se levantaba, patinaba, y hacía mil figuras y cabriolas. De este modo, medio descoyuntado de brazos y piernas, llegó á un llano, encharcado por la lluvia. Siguió en derechura de unas luces que á regular distancia vislumbraba. El pueblo de aquellas luces debía de ser Garray. El peregrino, sin reparar en estorbos de charcos ó pedruscos, siguió en recta línea hasta que pudo distinguir un edificio grande y blanco, como enlucido de lechada de cal, reciente. La blancura y la luz le guiaban. La claridad salía de una anchurosa puerta, juntamente con ruido de humanas voces… Avido de abrigo y descanso, no vaciló en meterse bajo el primer techo que encontraba. Traspasó la puerta balbuciendo tímidamente una petición de permiso… Dijéronle: “Adelante”. Vió algunos hombres en pie, agrupados en derredor de una mesa. Sentados junto á ésta, la vista fija en papeles y en montón cilios de dinero, había dos personas. La que Gil vió á su derecha se ocupaba en pagar á los hombres, que tenían trazas de jornaleros de obras públicas. El señor que estabá de frente no hacía más que inspeccionar la operación de pago y cobranza. Adelantóse Gil desflorando una frase de cortesía, y antes de que acabara de pronunciarla, quedó absorto y mudo… El señor aquél qué la mesa presidía era el eximio sabedor de antiguallas don José Augusto de Becerro.

El primer impulso del caballero fué acercarse á su amigo para verle de cerca y exclamar alborozado: “Hola, mi querido Augusto… ¿Tú aquí? ¿No me conoces? Soy Tarsis”. Pero su mismo instinto de esclavitud le contuvo. No debía ni podía manifestarse en tal forma, sino en la de un pobre jornalero del campo, que medio muerto de fatiga, tronzado por el pedrisco y la lluvia, demandaba hospitalidad, y si podía ser, trabajo en las ruinas, cavas ó lo que hubiera.

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