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El Caballero Encantado: XXIV

El Caballero Encantado
XXIV
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XXIV

Allá van los peregrinos, de tierra en tierra, de río en río.


Consumado el acto de policía impuesto por duro reglamento, advirtieron los guardias en su compañero Regino palidez tan intensa, que más parecía muerto que matador. Demudado de rostro y oprimido el pecho por indecible congoja, difícilmente podía tenerse en pie; y mientras sus camaradas subían á cerciorarse de la muerte de los fugitivos, se sentó junto á la inerte y fenecida humanidad del buen don Quiboro. O se avergonzaba de la flaqueza de su ánimo, ó en su mente se agolparon, con violencia congestiva, ideas suscitadas por las terribles imprecaciones de Gil poco antes de caer fusilado. Volvieron del reconocimiento los guardias, y Regino les interrogó sacando débiles voces de su angustiado pecho. “El mozo está más muerto que mi abuelo —dijo el fosco—. Cabeza y corazón tiene, al parecer, pasados de parte á parte. En la vieja no hemos visto heridas; pero está tiesa y sin respiración. Si no la tocaron las balas, muerta está del susto”.

Suspiró Regino. Ocupáronse los cuatro sin demora en apreciar la situación poco airosa de la conducta. Fugados también los leñadores furtivos, sólo quedaba en cuerda el gran Becerro, que ni podía escapar, ni aunque pudiera lo intentaría, sometiéndose de buen talante al fuero de policía, por dictado inapelable de su honrada conciencia. “Señores guardias —les dijo—, aquí me tienen á su disposición para cuanto gusten mandarme. Mis consortes de cuerda huyeron validos del descuido y confusión que se produjo por la muerte de este olvidado patricio, que de Dios goce. Yo no huyo, y aunque voy preso tan sólo por la delincuencia levísima de haberme apropiado dos cebollas, movido del hambre furiosa, respeto las leyes y voy á donde quieran llevarme, que por malo que sea el lugar de mi destino, siempre será mejor que la nada del desamparo en que me veo. Atenme si quieren; mas yo aseguro á los dignos caballeros de la Santa Hermandad que no será preciso, pues no he de hacer nada por la Libertad, que ésta, ¡vive Dios!, ha de dar paso á su hermana mayor la Justicia”.

Aunque los de la Benemérita fiaban en la sumisión del esmirriado Becerro, no quisieron perderle de vista, y colocándole sentadito junto al cadáver de don Quiboro, á guisa de guardián ó asistente religioso para encomendarle el alma, procedieron á la ejecución de lo que el reglamento en aquel singular caso les imponía. En espera del primer transeúnte que les ofreciese la casualidad, redactaron el parte que habían de dirigir al Juzgado municipal del pueblo más cercano, para que viniese á recoger los tres muertos de aquella infeliz jornada. Acertó á pasar el primero un mocetón con dos borricos cargados de tejas; se le detuvo, y encargado fué de llevar el mensaje. Inmediatamente comenzaron á extender el atestado que habían de formar, y de la redacción de éste, así como del parte, se encargó Regino, auxiliar de una de las parejas, y el más suelto de letra y estilo para trabajos de oficina. Sacó el guardia papel, tintero y pluma, que á prevención llevan todos en su cartera cuando van en conducciones, y haciendo mesa de su rodilla, escribió cuanto era menester para cumplir el trámite ineludible. “En el kilómetro tal y tal, el detenido tal y tal sufrió un accidente; se le prestaron los auxilios tales y cuales… quedando, al parecer, difunto… Y en la confusión que sobrevino, los detenidos tales y cuales se escaparon por un terreno en que era imposible perseguirlos; y otra pareja de presos, joven él y anciana ella, conocidos por tal y cual… intentaron la fuga, siendo acometidos por accidentes de que les sobrevino muerte natural, etcétera, etcétera”.

Un buen rato invirtieron en esto los buenos guardias, y en tanto, transeúntes diversos se detenían movidos de lástima y curiosidad en el lugar de la tragedia, llegando á formarse un atasco de gente que obligó á los civiles á ordenar el despejo. “Ea, paisanos: sigan su camino, que aquí no se les ha perdido nada. Ya hemos dado el parte, y esperamos que venga el Juzgado municipal, con la tardanza de tres leguas largas que suponen el aviso para ir y el juez para venir. Hagan el favor de retirarse cada cual por donde le llaman sus obligaciones, que aquí no nos hace falta público… Adelante ó atrás todo el mundo”. Unió á estas exhortaciones la suya muy autorizada el gran Becerro, diciendo á los mirones: “Obedezcan á los señores guardias, y despejen. Este que aquí veis, anciano difunto, es un venerable profesor de las escuelas del Reino… vida cansada, heróica… Ha muerto andando… Por lo que á mí toca, si entre ustedes hay alguno de los que llaman repórter, y me pide informes personales para su periódico, diréle que voy preso por haber cogido dos cebollas con el fin de alimentarme, pues no llevaba conmigo más que un poco de pan seco. Pensaba yo que los frutos de la tierra han sido dados á la Humanidad para su sustento… Y sepan asimismo que me vi en tan cruel necesidad porque unas meretrices desenvueltas y unos mancebos desvergonzados me aliviaron de mi dinero… Y nada más tengo que decirles… Señores, buenas tardes… Adiós… Gracias”.

Las tres leguas largas del aviso que va y del Juzgado que viene, se alargaron por la natural pereza de estas diligencias de la policía de caminos, y se pasó la tarde y vino la noche en la propia situación descrita. También los dos cuerpos tendidos en la parte de monte, más arriba de la trinchera, tuvieron su poco de público, homenaje de la curiosidad compasiva. Los mirones pegajosos dejaron caer sobre las víctimas de aquella tragedia la opinión concluyen te de que el mozo y la vieja, el uno ensangrentado, la otra seca y rígida, estaban ya poco menos que putrefactos. Se les debía dar tierra en el propio suelo donde yacían. Ocioso es decir que los guardias ahuyentaron el enjambre fisgón, que en cien caseríos á la redonda había de esparcir el zumbido de opiniones diversas acerca de la justicia en despoblado.

Como se ha dicho, declinó el día con perezosa tristeza sobre los vivos y muertos que en aquel punto esperaban la llegada de un funcionario judicial, y al día sustituyó la noche en la guardia ó centinela de lo muerto y lo vivo, apoderándose de todo con dulce tutela melancólica. Ya pestañeaban en el cielo, queriendo lanzar su brillo, las tímidas estrellas de Casiopea; ya el grupito gracioso dé las Pléyades subía tras de Perseo y delante del Toro, de ardiente mirar, cuando la vieja, estrella terrestre, á quien unos llamaban Madre, otros doña María, y los menos avisados doña Sancha ó doña Berenguela, empezó á pestañear también como las del cielo, queriendo esparcir su soberano brillo sobre el mundo… Dicen historias fidedignas que se incorporó sin desperezarse, y algún cronista consigna el desperezo como dato preciso. Sin dar importancia á este detalle, el narrador afirma que la Madre tocó el cuerpo exánime de su encantado hijo, diciéndole: “Gil, ¿estás muerto?” Y añade que el caballero Tarsis, sin moverse, respondió: “En verdad no sé si soy difunto… ó si de mi defunción quiere salir una nueva vida. Te aseguro que roto mi cráneo como una hucha de barro, las monedas, digo, los sesos salieron á tomar el aire… Pero á mi parecer, han vuelto á meterse en su casa ó madriguera, y la herida me duele tan poco, que si me pasaras por ella tu dedo mojado en tu saliva, creo que no me dolería nada.

—Sí haré —dijo la Madre, aplicándole la medicina por él propuesta—. Abre los ojos, si ya no los tienes abiertos… ¿Ves? ¿Me ves á mí y á estos matojos que nos rodean?

—No he cerrado los ojos desde que nos fusilaron, y aguantándome inmóvil he visto á la gente novelera que vino á cantarnos el funeral de su lástima, diciendo que estábamos ya en descomposición. Yo me lo creí, y hasta llegué á sentir las cosquillas que me hacían los gusanos corriendo por toda mi carne, y dedicándose á comerme sin ningún respeto.

—¿Podrías tú ponerte en pie? Pruébalo.

—Pues sí que puedo —respondió Gil, moviendo piernas y brazos para tomar la postura de cuatropea—. Lo que temo es que si me levanto, nos vean los guardias.

—No te ven. ¿Has notado que cae sobre este suelo, en gran espacio, una densa obscuridad?

—Lo he notado… Nada se ve fuera de un radio de tres varas… Sí: veo unas luces que vienen por arriba, como hachas encendidas que oscilan y tiemblan al paso de las personas que las llevan.

—Son hachones, sí —dijo la Madre—; son los cirios de los frailes Recoletos que vienen á sepultarme á mí… y á tí, como es consiguiente. No hagas caso de esto, y dejemos que nos entierren…

—¿Vivos?

—No, hijo… Ellos nos entierran y nosotros nos vamos.

—¿Cómo he de entender tal dislate, si no me concedes siquiera un destello de tu ciencia divina?

—No discutas, no caviles, no ahondes en el vago misterio, sobre el cual yo misma no podría darte razones que lo aclaren. Cógete á esta falda mía, toda fango y desgarrones, y ven, ven…

—¿No temes que nos vean los guardias y nos fusilen otra vez?

—No se fijan en nosotros. Desde aquí los veo descuidados de los muertos, y atentos á si viene ó no viene el juez municipal á sacarles de este atolladero.

—¿Y el gran Becerro qué hace?

—Allí le tienes sentadito á la cabecera del buen don Quiboro. Primero entretuvo á los guardias contándoles el paso del Cid con toda su hueste por estos lugares, para ir á la conquista de Valencia… Después, metiéndose en la geografía arcáica, les dijo que no lejos de aquí tuvieron los celtíberos su celebrada Confluenta… y otras ciudades… En verdad, no sé si Becerro está en lo firme: con los años y el tráfago del vivir presente, se me van olvidando estas cosas.

—Yo, por más que digas, temo á los guardias. ¿Estamos donde caímos muertos, ó nos hemos alejado un poquito?

—¿No te haces cargo de lo que has andado conmigo agarradito á los pingajos de mi falda? Entre nosotros y el lugar de la tragedia he puesto ya un espacio de más de doce kilómetros. No te diré dónde estamos, porque no lo sé fijamente ni me importa. Te llevo por la margen derecha de mi risueño Henares, y si no te cansas, no hemos de parar hasta la docta ciudad donde nació el Príncipe, por no decir el Rey, de mis ingenios”.

Aseguró Tarsis que en mil años no se cansaría. Era feliz junto á ella, y aún lo sería más cuando pudiera olvidar las angustiosas escenas de Pitarque, la triste conducción por carretera con el doloroso paso de la muerte de don Alquiborontifosio y el imborrable espanto del fusilamiento. Exhortóle la Madre á ir expulsando de su cerebro aquellas patéticas emociones hasta que no quedara rastro de ellas. “Por mi parte —añadió—, siempre que salgo de apreturas como la de esta tarde, me doy buena maña para velarlas y desvanecerlas con el benéfico olvido. Si así no fuera, viviríamos en un puro dolor. Debo decirte que, aunque la cuenta de mis años no cae dentro del fuero de la aritmética y de la cronología, no he llegado á persuadirme de mi inmortalidad, no puedo ponerla entre las cosas incontrovertibles y dogmáticas. Las indecibles tonterías y despropósitos de mis hijos me han precipitado á la desesperación, y en las negruras de ésta he visto segura, inevitable, mi muerte… Luego, en crisis terribles que parecían entrañar mi acabamiento, heme levantado viva cuando ya me llevaban del lecho mortuorio al sepulcro”.

—Eres inmortal —replicó Gil con vehemencia—, porque no eres una vida, sino millones de vidas; no eres sólo un lenguaje, sino remillones de lenguas que espiritualmente te vivifican.

—Así sea —dijo ella sonriente—; pero por mi fe, yo temo la extinción de la vida, mayormente cuando sufro reveses como los que acabo de pasar, y cuyos efectos en mí son vejez, enfermedades y hondo desaliento. En la barbarie de esta tarde, que fué la tensión máxima del infortunio motivado por mis malos hijos, sentí el horror de la muerte. Cuando los guardias me apuntaron, dije para mí: “Esto se acabó. Ya no me vale mi poder invisible”. Luego, ¡loado sea Dios!, este don de milagros, que otros llaman magia, y que siempre usé con discreción y prudencia, me resultó eficaz, tanto para mí como para tí… Del trance salimos con vida… Casi, casi me decido á creer en mi inmortalidad… ó al menos, por algún tiempo podré seguir afianzada en esta idea robusta, como una estatua en su pedestal. Adelante, pues, y hasta otra… hasta que tus hermanos me traigan un nuevo conflicto de los que llamáis de vida ó muerte… De éste salí. ¿Saldré de los de mañana?… Tengo la suerte… y ello es una virtud más que me ha dado Dios… de no perder mis bríos en las mayores adversidades. Cuando las padezco, lloro y me desespero; pero en cuanto pasa el sofoco y me encuentro con vida, poco tardo en volver á mi normal tranquilidad, y á sentirme alentada por la esperanza… Entiendo que no soy yo, sino la raza que llevo en mí, la que tan rápidamente se cura del torozón de sus desdichas. Así somos, así nos hizo Dios, Asur, hijo del Victorioso. Caemos y nos levantamos tan arrogantes como estuvimos antes de caer, y con limpiarnos el rostro de algunas lágrimas y sacudir los miembros, y abrir plenamente nuestros ojos á la luz del sol, ya estamos de nuevo en todo el esplendor y frescura de nuestro optimismo, que podrá tener, como dicen algunos filósofos regañones, su poquito de ridiculez, pero que es, créeme á mí, el único ritmo, pulsación ó compás que nos queda para seguir viviendo.

—Pues tú así lo piensas —dijo el caballero con efusiva convicción—, yo hago mío tu pensamiento, yo quiero ser el eco de tu voz. Vendrán ó no los días gloriosos; pero hemos de esperarlos, y orientar hacia ellos nuestras almas. Advierto, Madre querida, que ya no eres vieja-vieja, como te vi en Pitarque. Tu rostro no se ha desarrugado; pero tu agilidad y tu mayor corpulencia dicen que te restablecerás pronto al sér majestuoso en que te conocí.

—Así será: no tardaré, hijo mío, en vestir mi esqueleto de carnes hermosas, y en aderezar mi prestancia personal conforme al decoro que por antigüedad me corresponde…

Decía esto la buena Madre esparciéndose donosamente en la verde frescura de un prado, desligada del hijo, voltejeando sola en derredor de él con cierto retozo juvenil, y movimientos de danza pausada y decente. Sus pies descalzos hollaban la hierba húmeda; elevaba sus brazos en doble curva graciosa, hasta formar un nimbo en torno de su cabeza. Su harapienta ropa se despegaba del cuerpo enjuto, queriendo ahuecarse y plegarse con formas y líneas escultóricas. Mirábala Gil asombrado, y ella puso fin á la gallarda pantomima llegándose á él y señalándole un débil resplandor lejano.

“Aquellas luces esparcidas —le dijo—, son la claridad nocturna de un pueblo mío muy querido, Alcalá de Henares, por tantos títulos famoso en mis estados. No entremos en la ciudad que ilustraron Cervantes, Cisneros y mi salado Arcipreste. Dame la mano y vamos más allá… Leguas, quedaos atrás… tierras mías, dad paso á vuestra Señora… A prisa, Gil; á prisa, que es tarde… Hemos llegado á donde se aparecen más débiles lucecitas… San Fernando es éste… Adiós, manso Henares, que entregas tu nombre y tus aguas á mi buen Jarama… Adiós, Mejorada; adiós, Loeches, tumba del Conde-Duque… Jarama, contigo vamos hasta dar con tu hermano Tajuña, ambos tributarios del padre Tajo, en cuyas aguas quiero dejar mi fingida vejez y los andrajos que visto”. Siguieron en veloz curso, semejante al correr planetario. En cortos paréntesis de su gozo, Gil volvía su mente á las escenas y figuras que había dejado atrás. Repitió su lamentar del triste fin de don Alquiborontifosio, y expresó sus temores de la suerte que depararía el Destino al pobrísimo y desamparado Becerro. “No temas —dijo la excelsa Madre—: yo le echaré una mano; yo cuidaré de que cese el martirio de ese fantasma de los tiempos pretéritos. Su vida toma jugo de la pura erudición. Vivirá mientras aliente el interés cada día más débil que inspira el códice pergaminoso… Todo esto se acaba… En la existencia futura, el alma de Becerro no tendrá más realidad que la de una esencia contenida en redoma lacrada… Yo miro con atención materna esa pobre ruina hasta que llegue á su extinción polvorienta”.

Luego siguió así: “El delito porque le llevan preso es la más tremenda ironía de los infelices tiempos que corren. Cogió dos cebollas en el predio perteneciente á uno de los más desaforados Gaitones que oprimen la comarca. El que le apaleó era un bárbaro jayán. El dueño de aquella tierra y de otras colindantes, formando un inmenso estado agrícola que llaman latifundio, apenas paga por contribución una décima de lo que le corresponde. Es burlador del Pisco, y por esto y por otros delitos de falsificación de actas, de encubrimiento de criminales, atropellos de ciudadanos y arbitrariedad en el reparto de consumos, debiera estar en presidio. ¡Y el pobre Becerro, por sólo apropiarse dos cebollas, es conducido al Juzgado entre los fusiles de la Benemérita!… Esto es horrible, ¿verdad? Y más horrible que no pueda yo evitarlo. ¿Te asombras, hijo, de que teniendo tu Madre un poquito de virtud sobrenatural, sazonada… así lo quiere Dios… con unas gotas de humorismo, sepa trastornar de vez en cuando las leyes de la Naturaleza, y no acierte á corregir ó atenuar siquiera la condición aviesa de los hombres?”.

No supo Gil qué contestar, y viéndole en tales dudas, la dama cambió el giro de su palabra: “No nos entretengamos parloteando y avancemos por estas fértiles llanadas, pisando apenas el follaje muerto de las plantas que dieron ya los dulces frutos de primavera y estío… Ya veo brillar tus aguas, Tajuña; ya te acercas al punto en que las confundirás con las de tu hermano Jarama… Sigamos, hijo… No tardaremos en hallar la florida vega de mi Aranjuez querido, oasis de este reino, á donde afluyen aguas mil fecundantes”.

En un lapso de tiempo cuya brevedad no pudo apreciar el caballero, pasó con la Madre bajo los inmensos plátanos y negrillos ya desnudos de sus hojas. Eran como bóvedas de alambre, por cuyo enrejado el cielo dejaba ver la inmensidad de sus estrellas. Los pies de ambos caminantes rozaban el suelo cubierto de hojas caídas, que al veloz paso crujían y revoloteaban con manso ruidillo. A la izquierda dejaron la mole del palacio, las luces del pueblo, las fuentes aparatosas, calladas; y al cabo de un raudo caminar por solitarias alamedas y terrenos blandos, cuyos surcos formaban pautas interminables, llegaron al lomo de una ribera que, como dique, encauzaba la corriente del dorado Tajo. Impresionó á Gil el rumor de las aguas que descendían bufando en oleaje hirviente, juntos ya los caudales de Tajo y Jarama. La Madre se detuvo en el lomo del dique, y extendiendo sus brazos hacia el río, con elocuente ademán de mujer apasionada que se arroja en brazos de su amante dijo así: “Al fin llego á tí, mi Tajo potente, mi Tajo impetuoso y varonil… En tí me limpio de esta pegadiza roña de mi vejez; en tí recobro mi hermosura y majestad… Y ordenando al caballero con breve mandato que la siguiese sin miedo al refuelle de las ondas turbulentas, en ellas se arrojó de cabeza, vestida, como ansiosa nereida que se introduce en el lecho de su amado”.

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