XXVII
Con el desencanto de Asur terminan, por hoy, estas locas aventuras hispánicas.
Avanzando por los Paseos del Botánico, Prado y Recoletos, ambos
caballeros empalmaban rápidamente la realidad con sus desencantadas
personas. “No olvides —dijo Azlor—, que mi tía nos espera esta noche.
Allí iremos á pasar un rato”.
—¡Ah!, sí: la Ruy-Díaz —murmuró Tarsis atormentado por su memoria, la memoria del vivir nuevo—. Hemos resucitado en el punto donde fenecimos. En casa de tu tía estuve la noche anterior á mi encantamento. Esto es despertar en la misma postura en que nos dormimos… Pues no me disgusta esta manera de anudar el hilo roto de la existencia normal. De la casa de tu tía conservo dulces remembranzas. Allí conocí á personas que se me metieron en el corazón, y en él moran todavía. Allí, si mal no recuerdo, tuve el gusto de ver á una dama distinguidísima, de cabellos blancos, tan seductora por su talento como por su exquisito trato, la Duquesa de Mío Cid…
—Es mi tía en décimo grado, por la rama de Aragón. No sé si estará en Madrid. Viaja de continuo, y las ruedas de su automóvil se saben de memoria todo el mapa de España. Su chauffeur es un espíritu genial, engendrado por el tiempo en las entrañas de la Historia… ¿Qué haces, Tarsis? ¿Te duermes?
—Cerrando los ojos comprendo mejor lo que dices… ¿Dónde estará en este momento tu excelsa tía en décimo grado?
—Me figuro que está en tierras de la Coronilla, á la parte de allá del Moncayo.
—Ayer dormía en aguas del Tajo; hoy se solaza en los brazos del Ebro.
—Son sus maridos… son sus amantes predilectos… Cada día le nacen mil hijos… los cría en los dorados trigales, en los barbechos fríos, á una y otra banda de Mulhacén, de Gredos, de Peñalara, de Montesdeoca, y en el sin fin de pueblos ricos ó miserables; aquí mismo, en este Madrid picaresco, los cría y los mata… Yo también me duermo, Carlos; yo me meto en la hondura del pensar que ennoblece… —Salgamos, sí, del árido pensar que nos vulgariza. Tu tía nos ha enseñado la ciencia compendiosa del vivir patrio. Hagamos honor á sus lecciones. Seamos hombres, no muñecos de resortes gastados…
Hablando así, llegaron á la casa de Tarsis, donde éste se quedó, mientras el amigo á la suya, no lejos de allí, se encaminaba. Quedaron en reunirse de nuevo á las ocho para comer en el Viejo Club, desde donde se irían tranquilamente al palacio de Ruy-Díaz. En su vivienda entró Asur, hijo del Victorioso, y supo disimular su emoción, afectando ante la servidumbre la frialdad de los actos corrientes, y el donoso ajuste del hoy con el ayer. Todo lo encontró tal como lo dejara en una fecha remota, cuya distancia en los renglones del tiempo no podía precisar… Algunas cartas vió en la mesa de su despacho, y entre ellas una que le hizo el efecto de un tiro… hay tiros de júbilo. En el sobre reconoció la fina, correcta y elegante letra de la maestra de párvulos de Calatañazor. Con garra de león rasgó el sobre; con ojos ávidos leyó lo siguiente: “Caballero Tarsis: ya sé que está usted libre, y que ha dejado en las orillas del Tajo su fingida personalidad de salmonete para recobrar su verdadero sér y estado social. Mi enhorabuena. Yo también he soltado en el claro Henares mi rusticidad y pobreza; ya me han traído á lo que fui, bien corregida de mi orgullo, y del desprecio con que miré á los que no poseían caudales como los que por herencia, no por trabajo, poseo yo… Al venir de mis galeras no he venido sola. He tenido un hallazgo precioso que quiero mostrar al caballero Asur, hijo del Victorioso. Quien sigue los pasos de Asur me ha dicho á dónde va esta noche. Allí me encontrará y hablaremos. Se ríe en las barbas de usted su amiga, la desdeñosa americana,— Cintia.”
Fulgurante de alegría Tarsis exclamó: “Madrid mío, ¡qué bello eres! Dentro de un rato me darás la compensación de las horribles noches de Sigüenza y Pitarque”.
A las diez dadas, entraban Azlor y Tarsis en el palacio de la Duquesa de Ruy-Díaz, morada tan espléndida como artística; todo era allí rico sin chillería, de suprema distinción, en el tono justo de la verdadera elegancia. La Duquesa, ya bien entrada en la madurez de la vida, perfecto tipo de la modestia señoril, recibía y obsequiaba á sus amistades con gracia exquisita y afable naturalidad. No lejos de ella, la Duquesa de Mío Cid contaba en un grupo de señoras las peripecias de sus últimos viajes por abandonadas tierras de nuestra España, y las picardías y desafueros de unos gigantes malignos que llaman Gaitanes, Gaitines y Gaitones… Vió Tarsis muchedumbre de damas elegantes, las unas bonitas y jóvenes, las otras de mediana edad, bien compuestas y restauradas de rostro y talle; vió caballeros de distintas cataduras, esbeltos, gordos, esmirriados, profundamente serios ó superficialmente festivos.
A los más fué saludando Tarsis con frase afectuosa de etiqueta corriente. Su imaginación exaltada reprodujo en algunas figuras otras de muy distinta esfera que había visto y tratado en su azarosa vida penitencial. Una de las damas era propiamente la Usebia de Aldehuela de Pedralba, adobada la belleza campesina con blanquetes cortesanos, enmendado el talle bárbaro con cincha de ballenas. El prurito de las semejanzas llevó á Tarsis al delirio. Entre los caballeros vió la procerosa estampa de don Alquiborontifosio rediviva en la figura de un académico melenudo y cegato. Observando aquella gente, sin sentir hacia ella menosprecio ni aversión, llegó á posesionarse de la síntesis social, y á ver claramente el fin de armonía compendiosa entre todas las ramas del árbol de la patria.
Explorando con avidez la muchedumbre, el caballero distinguió á Cintia en un grupo lejano, rodeada de lindas jóvenes y galancetes empalagosos. Si aún fuera lícito aplicar á esta verídica narración los fenómenos de picaresca hechicería, podría decirse que Tarsis vió la celestial risa de su amada antes de ver su rostro. Pero estas licencias hiperbólicas no cuelan ya. La vió; fué hacia ella en momento propicio para un discreto coloquio. La selecta concurrencia se agolpaba con cierto desorden en el Salón de Música, donde un famoso pianista extranjero, de copiosa pelambre y maravillosos dedos, había de idealizar la reunión con sonatas clásicas. El caballero español y la gentil americana lograron situarse juntos en un rincón distante del Pleyel. Las teclas del admirable instrumento y las manos del virtuoso eran trama y urdimbre del sublime tejido musical en que se prendía y enganchaba la sutil atención de todos los presentes.
Gran psicólogo es Beethoven y portavoz ecualitario del humano dolor, exhalado de las almas humildes como de las que se tienen por linajudas… Abandonando sus oídos á la onda musical, y dejándolos que en ella se anegaran, Cintia y su caballero á un tiempo tocaban y oían la música de sus almas. Sin molestar á los circunstantes hallaron modo de secretear cuanto quisieron, y de comunicarse con susurro pianísimo. “Ya sabía yo —dijo él—, que al volver usted de las galeras, no ha venido sola”.
—Caballero Tarsis —replicó Cintia sofocando su risa con graciosos morritos—, ¿cómo se atreve usted á ofender mi delicadeza… mi pudor, mejor dicho, habiéndome de un asunto que debiera confundirme… que debiera avergonzarme?
—Antes que me lo indicara en su carta, sabía yo que se ha traído usted un precioso chiquitín.
—Bueno, bueno… dejo á un lado el rubor; recobro mi sana franqueza; declaro que es cierto lo de la criatura, y que ella es mi felicidad…
—Seamos ambos sinceros, como nos lo ha enseñado nuestra Madre, y tú por tú, hablémonos como en las dichosas horas del parador de Atienza. Pareció la ardilla del gran Cíbico; ha parecido también la verdad que buscábamos, y la culminante verdad no puede ser otra que el amor nuestro… nacido antes del encantadlo, alentado con fuego pasional en los días de penitencia y expiación… en la Dehesa de Agreda, en Numancia gloriosa, en Calatañazor de triste memoria, en…
—Basta, caballero Tarsis… —dijo Cintia contraída en dulce seriedad—. Pues hemos vuelto á la vida normal, cesen las bromas. Sin reirme, digo que el niñito lo tuve de un mozarrón muy bruto que trabajaba en la cantera de Agreda… Fui su mujer en cuantito me sacó del cautiverio de los Gaitines.
—Pues el bruto soy yo. Me llamo Gil.
—Y yo soy Pascuala. Nuestro chiquitín parece que viene muy listo. Pronto le enseñaré yo á decir che, i, ene—chin.
—Nació en Sigüenza… Debemos gratitud á la madre de Regino…
—Ella fué la madrina.
—¿Qué nombre le pusiste?
—Héspero, en memoria de nuestra Madre.
—Muy bien. ¿Has visto á la Madre? Aquí está.
—La vi… Hablamos un momento. Me dió un recadito para tí… Que me quieras mucho… que velará por nosotros. ¿Y tú, has visto á tu pariente Torralba de Sisones?
—Sí: nos hemos saludado. Yo me digo: ¿por qué á la Madre benéfica no se le ha ocurrido encantar á ese idiota?
—Los perversos y los tontos rematados no son susceptibles de encantamento. La Madre impone su corrección á los hijos bien dotados de inteligencia, y que sufren de pereza mental ó de relajación de la voluntad. En la naturaleza corregida de estos elementos útiles, espera cimentar la paz y el bienestar de sus reinos futuros.
—Bendita sea mil veces.
—Otra cosa tengo que decirte… ¿Sabes que mi tío Borjabad, aquel gaznápiro que fué mi arráez en las galeras, encontró al fin la mina que buscaba?
—¿De veras?
—Espérate un poco. El hombre ajondaba, como decía Cíbico, y ajondando llegó hasta la capa terrestre de mi patria, Colombia. La mina era de plata, y apareció en mis dominios. Soy ahora más rica que antes. Tú, según dice la Madre, eres más pobre. ¿Pero qué nos importa? Nuestros bienes son comunes, y entre nosotros no puede haber ya tuyo y mío… Haremos grandes cosas, ¿verdad?
—Desecaremos las lagunas de Boñices, y sobre la pobre aldea edificaremos una gran ciudad.
—Construiremos veinte mil escuelas aquí y allí, y en toda la redondez de los estados de la Madre. Daremos á nuestro chiquitín una carrera: le educaremos para maestro de maestros.
—Y en la plaza de Nueva-Boñices pondremos la estatua de Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias.
—Y á Cíbico le traeremos á nuestro lado…
—Y al gran Becerro nombraremos archivero mayor de todos los reinos descoronados… con un sueldo que asegure su existencia estudiosa…
—Y á la ardilla de Cíbico la nombraremos monja honoraria de todos los conventos.
—Y convertiremos en barrenderos ó en repartidores de periódicos á todos los Gaitañes, Gaitines y Gaitones…
—Eso y mucho más haremos… Cuidado… parece que termina el concierto…
—Sí… aplaudamos. No digan que somos insensibles á la buena música.
—Yo aplaudo á rabiar.
—Ahora, vida y alma mía, despidámonos… tú primero, yo después… y quedemos de acuerdo para salir juntos. ¿Tienes en la calle tu coche?
—Sí… saldremos juntos. ¿A dónde iremos? ¿A tu casa ó á la mía?
—Por de pronto á la tuya, Cintia. Esta noche cantaremos el Gloria in excelsis, y adoraremos á nuestro Niño Dios.
—Está bien. Vámonos á mi casa, Gil, que ya es tuya, como la tuya es mía… Y mañana…
—Mañana y siempre juntos… Despídete… Aquí te espero.
—Ya me he despedido… Ahora tú… Nos encontraremos en la antesala…
—Ea, ya estamos en franquía. Te doy el brazo para bajar la escalera…
—Ya bajamos… Despide tu automóvil… ya entramos en mi coche… Abracémonos y besémonos cuanto nos dé la gana…
—Ya era hora… Llegamos á tu casa.
—Ya subimos… Entra… Verás á Héspero… Pasa… Aquí le tienes dormidito…
—Ya lo veo: ¡qué ángel! Es mi retrato…
—Boca y nariz, tuyas… La frente y ojos son de la Madre.
—El alma tiene de ella… Cintia, cenaremos.
—Cenaremos, descansaremos…
—Descansaremos… Siento aquí la presencia invisible de nuestra Madre que nos manda repoblar sus estados…
Santander-Madrid, Julio-Diciembre de 1909.