XX
De cómo pasaron el caballero y sus amigos de la esclavitud de los Gaitines á la no menos insolente y dura de los Gaitones.
A escondidas de Gil y Pascuala, contaron á Cíbico los trajinantes
que descubierto en el despeñadero de Calatañazor el cadáver del
secretario del Ayuntamiento, y desaparecida la maestra de la casa de sus
tíos, recayeron las sospechas de ambos delitos, homicidio y rapto, en
la persona de aquel mozo, que unos llamaban Gil, otros Florencio Cipión,
jornalero en las minas de Numancia. En Calatañazor había gran
escándalo, y los Gaitines de Soria echaban lumbre, abrasados de ira y
furor de venganza. Ya se habían dado órdenes á la Guardia Civil para la
busca y captura del criminal, que por todas las trazas no era otro que
el tal Cipión, á quien tenían pared por medio en aquel instante.
Agregó riendo el Pocho que perdonaba de todo corazón al matador, y aun le concedía plenas indulgencias, considerando, como dice la curia, que mejor estaba Galo Zurdo en el otro mundo que en éste; y los tres declararon que con alma y vida estaban dispuestos á ocultar á Cipión, para que los civiles y la justicia no pusieran mano en él. Una circunstancia favorable al delincuente hubieron de señalar, y era el lugar donde á la sazón se hallaba, porque la Benemérita, siguiendo una falsa pista, buscábale por el camino del Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz y Aranda. Debían, pues, llevársele á la villa de Atienza, que de allí bien podría escabullirse á izquierda ó derecha requiriendo veredas solitarias y serranías casi desiertas.
Aterrado quedó Cíbico ante tal notición, j lo primero que hizo fué desahogar su pena con grandes suspiros y exclamaciones lastimosas. En breve consejo que los cuatro celebraron, se acordó proponer á Gil y á la dama robada que aquella misma noche partiesen con ellos, acomodándose en uno de los carromatos. Véase por dónde la Providencia ó la Fatalidad desviaron al enrabiscado Bartolito del audaz propósito de pegar fuego al convento de Carmelitas de Almazán. Dispuesto á partir para esta villa, hallábase el hombre en Barahona; mas el generoso anhelo de librar á su amigo de las garras de la justicia, le indujo á seguir la dirección contraria. Mucho habrían de agradecer las buenas religiosas que el gran Cíbico cambiara de ruta, si de ello tuvieran noticia. Todos iban ganando: las monjas se libraban de la chamusquina, y al buhonero se le apagó el rencor que inflamaba su pecho.
Ante la gravedad del caso, se determinó el buen Bartolo á comunicar á los descuidados amantes lo que sabía. No se inmutó mayormente el caballero, que ya presumía ó barruntaba la repercusión de la tragedia. En el bello rostro de Pascuala se notó el ahinco de mostrar entereza; mas la pavura y aflicción le salieron pronto á los ojos y boca. Resignados al fin los dos con la suerte que el cielo y los hombres les depararan, entregáronse sin reserva al amigo y á los carreteros para que les condujesen á la más probable salvación. Media noche era por filo cuando partieron de Barahona. Los amantes iban solos en uno de los carros, recostaditos en sacas de lana, y abrigados con mantas espesas; pero esta relativa comodidad no les dió el blando sueño, porque les desvelaba el ardiente cavilar, midiendo y pesando los riesgos que corrían. Hicieron febril examen de los diferentes medios de ocultación, y se entretenían en inventar y proponerse los disfraces más estrambóticos.
Al amanecer, parados los vehículos al subir del puerto, Cíbico pasó de su carro al de los amantes para platicar con ellos y sugerirles una ó más ideas de escondite seguro. Hablando después de cosas pretéritas y de personas ya perdidas de vista, aunque no borradas de la imaginación, dijo el encantado Asur, Hijo del Victorioso, que si hubieran seguido la falsa pista, y en ella les encontrara el guardia Regino, éste les habría dejado escapar. Era un amigo de acendrada nobleza, caballero á carta cabal. A esto replicó Cíbico: “Nuestro buen Regino no está ya en la Comandancia de Soria. Le han trasladado á… deja que me acuerde… No sé si es á Sigüenza, Jadraque ó Cogolludo. Sería buena sombra para tí que toparas con él, y mejor aún que antes le viera yo para prevenirle. Si esto pudiera ser, á tí vendría yo con un lindo soplo, diciéndote: "Gil, no vayas por este camino, sino por quillotro". O bien: "Gil, vístete de fraile francisco, y Pascuala de lego; ensuciaos caras y manos, y echaos al camino pidiendo limosna, sin miedo á la pareja. Para esto habías de llevar holgadas alforjas, y Pascualita un santirulico metido en su urna". Y en resolución, amigos, confiemos en Dios Todopoderoso y en su divina Madre”.
En la Madre suya, que también era divina, confiaba el caballero con arraigada fe, y tenía por indudable que viniese á socorrerles cuando estuvieran en las apreturas y conflictos más graves. Siguieron adelante con marcha perezosa, por causa del tiempo de agua que les fastidió á poco de salir de Barahona. Encharcado el camino, las pobres mulas tiraban á desgana; los trajineros, encapuchados con sacos del revés, bajaban á estimular con palos á las pacientes bestias; cada bache producía detención y una bárbara escena de castigos, imprecaciones y ofensas á Dios y á la humanidad, envileciendo y ensuciando las cosas más santas. Sólo los dos perros iban tranquilos, guarecidos de la lluvia debajo de los carros. Los amantes no se dolían del mal tiempo, pues era muy de su gusto no ver alma viviente á lo largo de la carretera. En Un alto que hicieron descendiendo hacia Paredes, subió Cíbico por segunda vez al atascado carro de los amantes, y partiendo con ellos desayuno de pan y cecina, les animó con risueños planes.
“Ya que estoy aquí —les dijo—, seguiré hasta mi pueblo, que es Taravilla, en término de Molina de Aragón; y si queréis llegaros allá conmigo, desde ahora os garantizo tanta seguridad como tendríais si os subiérais al mismo cielo. Ya os he dicho antes que os conviene casaros por la ley de Dios, que así os hallaréis santificados, y mejor dispuestos para que la justicia se ponga tierna con vosotros. Haced caso de mí. No está bien que sigáis amontonados según eso que llaman librepienso, porque casadnos no podrá decir nada contra vosotros el malvado Clericalismo… Sed, pues, un poquitín hipócritas; poneos en el tono de los más, y aparentad religión, que si la lleváis en la voz y el gesto, ya tenéis medio camino andado para que la opinión os crea inocentes. A propósito de religión, sabed que el cura de Taravilla es mi tío, don Librado Cíbico, santo varón que os casará en dos palotadas en cuanto yo le hable de ello. Me diréis que os faltan los papeles, y os contesto que cuanto papelorio necesitéis os lo facilitará otro de mis tíos, don León Conejo, cartulario en Molina de Aragón, el cual es un águila en escritura moderna y antigua, y lo mismo imita la letra gótica que la Iturzaeta ó la bastardilla, rasgos para arriba, rasgos para abajo; y documento que sale de sus dedos es tan de fe como los que escribieron los cuatro Evangelistas. Tened por seguro que los papeles de ambos contrayentes los apañará tan en regla como si fueran los propios, sin que nadie pueda poner la menor tacha en los sellos, rúbricas y demás requilorios”.
Convencidos quedaron los amantes, y tal era el efecto de la suelta labia del buhonero, que ya se veían refugiados en Taravilla esperando á que les arreglaran el casorio don Librado Cíbico y don León Conejo… Por el mal estado del camino y la insistente lluvia, tardaron los carromatos dos largos días en llegar á la ilustre villa de Atienza, ceñida de doble muro y guardada por uno de los más altaneros castillos que han sobrevivido á la época feudal. En una venta situada al pie dél cerro en que se alza el castillo, pararon los trajineros para tomar la mañana, y allí se discutió si sería ó no conveniente que los fugitivos entraran en la villa, oprimida, como las más de España, por autoridades metijonas y cargantes, por clérigos fastidiosos y acusones, y señores rígidos que en todo metían las narices olfateando la inmoralidad. Estas advertencias hizo el Pocho en bárbaro lenguaje, y Filiberto trató de desvirtuarlas, asegurando que el vecindario y autoridades de Atienza eran buenos, generosos y hospitalarios. La opinión de Tomás fué que no mandando en aquella comarca los Gaitines, sino los Gaitones, no había nada que temer. Aunque el Gaitón de Atienza y sus hijos eran de la peor ralea del mundo, bastaba que aquellos fugitivos vinieran de tierra gaitinesca para que se cuidaran de protegerlos antes que de perseguirlos.
Oídos los distintos pareceres, determinó Cíbico que Gil y Pascuala quedaran en la venta, y él con ellos para prevenir cualquier incidencia desagradable. Además, había que hacer frente á una nueva dificultad. Los tres amigos trajineros tenían que volverse á Soria. Era forzoso estudiar y poner en práctica otro medio de locomoción, para llevar más lejos á los perseguidos de la justicia. Instalóse, pues, Bartolo con éstos en un camaranchón alto de la venta, para descansar, reponer fuerzas, y ocuparse en discurrir los cantos inéditos de aquella odisea.
Con algunas dádivas y expresivos requerimientos que llegaban al corazón, ganó Bartolo la voluntad de los venteros, quedando así garantizado el escondite hasta emprender nuevamente la marcha. Pero la tranquilidad en que se hallaban los fugitivos fué turbada al siguiente día por las noticias alarmantes traídas de Atienza por los carromateros. En la villa corría un rumorcillo del crimen de Calatañazor, del cual hablaban ya con misterio, apuntando también á Cíbico, como encubridor, los papeles de Soria. No le nombraban; pero bien claras eran las señas y la pintura del tipo, con los rasgos indubitables del comercio ambulante y la pérdida de la ardilla. Opinaban, pues, el Pocho y compañeros que los sospechosos debían tomar soleta sin demora, internándose en los montes de Sierra Pela. Con estos graves avisos de la realidad, se turbó el ánimo del buhonero; mas recobrando pronto su buen temple, supo ponerse, como dicen los políticos, a la altura dé las circunstancias, y con el dedo en la frente, los ojos medio cerrados, largó esta soflama de general en jefe en día de batalla:
“La cuestión se complica. Procuremos conservar nuestra sangre fría, y ante las arrogancias del enemigo saquemos del magín todas las matemáticas pardas que poseemos. Visto que mi objeto es refugiarnos en Tara villa, donde tendremos para el ocultamiento, casorio y demás á mi tío don Librado y á don León Conejo; visto que aquí no podemos seguir, nos escabulliremos de noche hacia Riofrío, y por atajos seguiremos hasta plantarnos en Aicolea del Pinar. De allí á Molina, todo el territorio es mío, pues en Selas y Maranchón hasta las piedras me tutean, y los ciegos me ven y los mudos me oyen… Con que, amigos, dad memorias á los Borjabades de Soria, que á mi parecer esos son los causantes de que yo me vea complicado en este negocio. El avestruz de don Saturio me tiene tirria porque yo me llevo las simpatías de todo el mundo, y á él nadie le puede ver. Que siga buscando las minas de plata, y que las encuentre de porquería. Y despídase para siempre de este filón de Pascualita, que es para mi amigo Gil. Rabiad, Gaitines; tragad quina, Borjabades. A estos desventurados novios me los llevo á Taravilla, y allí los caso, y seré padrino de la boda y de lo que venga después. Con que, amigos Pocho, Tomás y Filiberto, buen viaje, y si os preguntan por nosotros, decid que nos ha tragado la tierra… Cuando paséis por Aimazán, echad á las Carmelitas de parte mía todas las maldiciones que se os ocurran, con la mar de ajos y otras desvergüenzas; y si podéis meterles por las rejas una tea encendida, prestaréis un servicio á la patria y á vuestro seguro servidor”.
Un día más dejó pasar el astuto capitán de la expedición para mayor descanso de Pascualita, y en espera de mejor tiempo. Por fin, ajustados y dispuestos tres borricos de buen pelaje, propiedad de un recuero de Sigüenza, partieron en noche fría y serena á tomar las angosturas de Riofrío, faldeando el monte llamado Padrastro de Atienza. Nada digno de contarse les ocurrió en esta travesía. Llegaron felizmente á Huérmeces á la tarde siguiente; descansaron allí algunas horas, y con ocho más de recorrido avistaron la ilustre y episcopal ciudad de Sigüenza. Guardóse bien el prudente Bartolo de penetrar en ella, y pasando el Henares por un kilómetro más arriba, rodea” ron hasta parar en una venta situada en la carretera de Alcolea del Pinar.
Era el ventero amigo y algo pariente de los Cíbicos de Taravilla, y enterado del asunto quiso mostrar á los fugitivos su generosa simpatía, proporcionándoles un carro para seguir hasta Sel as. En el carro pusieron media carga de ladrillos, y encima unas piezas de estameña y saquerío para que se acomodara la señora; los dos hombres irían á pie, cambiando su ropa por las prendas usuales del país. En los preparativos de esta combinación se les fué todo un día y parte de la noche. Salieron al fin hacia Barbatona, confiados y contentos… Pero ¡ay!, al amanecer, cuando se aproximaban á este lugar, se les apagó súbita y desgraciadamente la buena estrella que en su fuga les guiaba, y quedáronse á obscuras en pleno día. Día fué en verdad funesto, de los que han de marcarse con piedra negra… Al salir de una revuelta, vieron venir la pareja de la Guardia Civil. No les valió hacerse los indiferentes, con idea de pasar de largo sin más que un ligero saludo. Pronto vieron que los guardias venían al bulto… pronto reconocieron en uno de ellos al bondadoso Regino.
Al compañero de éste le desconocían los fugitivos: era proceroso, bigotudo, de rostro cetrino y fosco. Dióles el alto y les pidió los nombres. Vacilaron un momento los dos caminantes, y mirando á Regino, parecían solicitar su benevolencia. El guardia feo sacó el papel en que llevaba las señas de Florencio Cipión, presunto autor de un homicidio. Regino le dijo: “No te canses, Juan. Les conozco, y ni éste ni los demás pueden ocultar sus nombres. La dama irá en el carro. Ya la veo: es ella”.
—No queremos mentir, Regino —dijo el caballero con gallarda sinceridad—. Somos Cintia y yo que vamos huyendo de la justicia. No nos maltrates, y cumple con tu deber.
—Amigos míos son —dijo Regino al otro guardia—, y me duele verme en el caso de detenerlos. Pero la ley es ley. Conozco á Cipión… Cipión amigo, te tuve por caballero… Yo no te acuso; yo no hago más que prenderte, porque eso nos han mandado. Si eres inocente, como creo, tú sabrás demostrarlo… Y en cuanto á tí, buen Corre-corre, no sé qué pensar.
—A mí me cogéis por encubridor —declaró Bartolo con cierta arrogancia caballeresca—. Yo protejo á los fieles amantes y doy mi amparo á los desvalidos. Ya sabéis aquello de Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia…
—Ea, poca conversación —dijo el guardia de la cara fosca—. Con usted, paisano, y con la señora del carro, no va nada. A ninguno de los dos se menta en este papel. Y ahora vuelvan grupas, y á Sigüenza los tres, si no quieren dejas solo al Cipión:
—Yo voy con mis amigos hasta los confines del mundo si es menester —dijo Cíbico iniciando la contramarcha. Al dar los primeros pasos, Regino se acercó al carro, y viendo á Pascuala hecha un mar de lágrimas, la consoló con estas blandas razones: “No llore usted, señora” Es cosa triste, sí, que tenga usted que separarse de Florencio; pero… calculo yo que será cuestión de pocos días… En todo caso, le garantizo que estará usted en lugar seguro y decoroso, tan bien atendida como en su propia casa. Y si, como pienso, Florencio resulta inocente, se reunirá con usted para continuar su camino hacia la felicidad, que pocos alcanzaron en este mundo… ¡Quién sabe si este contratiempo será para mayor dicha de ustedes! Yo así lo deseo… Vaya, vaya… tanto llorar le retuerce á uno el corazón…
Insensible á estos candorosos emolientes, Pascualita no atajaba la corriente acerba de sus lágrimas, ni su congoja le permitía pronunciar palabra alguna. En tanto, Gil marchaba taciturno entre Cíbico y el otro guardia, y su ceño adusto y su mirar al suelo indicaban el paso interno de una lúgubre procesión de despecho y coraje. Volvió Regino á su puesto junto al criminal, para llevarle en medio, y también traía entre ceja y ceja y en su grave mutismo indicios de otra solemne procesión, acaso conflicto anímico entre los deberes y la amistad. Y cuando Regino abandonó el papel de consolador junto al carro, que iba detrás, fué á desempeñarlo Cíbico, tratando de atenuar el dolor de la maestra con estas rebuscadas expresiones: “Si se llevan á Gil, y ello será por pocos días, ya sabe, Pascualita, que en mí tendrá un padre… Y si quiere que vayamos tras de Gil á Soria, por mí no hay inconveniente… Buenas relaciones tengo en toda la tierra de los Gaitines, y algo podré hacer para que la causa vaya por buen camino. Don Eleuterio y don Sabas Gaitín no me dejarán mal, si les digo yo al oído dos palabritas, y el mismo Prior de los Carmelitas de El Burgo no me dejará feo si le pido su intercesión. Yo le perdono lo de la ardilla, si él saca el pecho fuera por salvar á un inocente. Animo, bella señorita… y no lloréis tanto, que se os empaña la hermosura”.
Sin ningún incidente que alterara la triste za de lo que se ha referido, llegaron á Sigilenza, lo que fué mayor duelo de Cintia, porque apenas entraron en las calles costaneras y en Sedradas por los demonios, la caravana fué rodeada de gente curiosa, en su mayor parte chiquillos y mujeres, que con preferencia se agolpaban á los lados del carro para contemplar á la dama dolorida, en quien algunos vieron una princesa cautiva. Con séquito tan azorante llegaron á la Plaza Mayor, donde está el Ayuntamiento y en él la cárcel. De la otra parte se alza el hastial derecho de la hermosa basílica Seguntina. Porches desiguales rodean la plaza; retorcidos hierros oxidados soportan el balconaje de las casas vetustas. La llovizna y el brumoso cielo ennegrecían el ya triste escenario. Al pasar el carro junto al Ayuntamiento, formóse un gran ruedo de mirones impertinentes en torno á la caravana. Regino llegóse á Gil, y un tanto turbado le dijo: “Tú solo entras en la cárcel; la señora y Cíbico quedan fuera, pues aún no se nos ha ordenado detenerlos. Yo te aseguro que debes estar tranquilo por lo tocante á Pascualita, pues la albergaré en mi propia casa, donde será tratada con todo el miramiento que merece”.
Montó en cólera el caballero al oir esto, y no pudo contenerse: “Ya veo la infamia, ya veo tu deslealtad conmigo. Por caballero te tuve; pero ya entiendo lo que puedo esperar de tu amistad. Mi mujer no se separará de mí; mi mujer no puede ir á tu casa, porque no debe ser así, porque no quiero yo, Regino… no quiero, no quiero”.
—Párate un poco, y reflexiona —replicó el guardia, pálido, con temblor de la mandíbula—. En Numancia te dije que aquí nací yo, que aquí vive mi madre, señora de cuya respetabilidad pueden darte noticia muchas personas de las que aquí están. Mi madre es hermana del Rector del Colegio de San Antonio, y con él mora. Es vivienda por demás honrada y decorosa… No dudes de mí, que fui tu amigo y sé portarme como tal y como caballero…
No se dió Gil á partido; antes bien, poseído de furor, trató de desasirse de los que le sujetaban, y con modos tan violentos se sacudía, que el guardia fosco ordenó que le amarraran. “No te creo, Regino; eres un villano —gritaba—; eres un hipócrita: ahora me quitas á la que con artes de mala ley quisiste hacer tuya… ¡Suéltenme! Regino, por la fuerza me vencerás… pero yo me vengaré de tí, yo”. No pudo decir más, ó no se oyó lo que en rencorosos borbotones salía de su boca.
En esto se adelantó un hombre, un señor de buena estampa, con barba negra, el cual por su actitud y manera de producirse tenía sin duda predicamento y autoridad en la ciudad. Era don Ramiro Gaitón, y sus palabras fueron de las que no admiten réplica: “Ea, metedle adentro, cacheadle y ponedle grillos si fuese menester, que éste, por las trazas, es bandido de cuidado. Pronto, adentro con él”. Y luego se fué á ver á la del carro, que de la fuerza de su congoja y del bochorno de verse entre tal gentío, había perdido el conocimiento. Miróla el Gaitón con ojos ávidos de conocedor y catador de bellezas, y risueño dijo así: “¡Bonita mujer! No caen estas brevas todos los días. Llévatela, Regino; guárdala en tu casa”.