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El Caballero Encantado: XI

El Caballero Encantado
XI
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
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  21. XIX
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  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XI

Donde brillan con toda claridad la ternura y discreción de la hermosa Cintia.


Enloquecido quedó el buen Gil con el encuentro de la divina mujer á quien sin vacilación diputaba como la propia Cintia, transmutada, de señora en villana por la mano hechicera que le había transformado á él. Pasó la noche en inquietos delirios, y á poco de amanecer aplicaba al trajín de la piedra su fuerza muscular, cual máquina emancipada del pensamiento. No tenía Gil amigo de confianza con quien comunicarse. El famoso burlador don Juan de Ablitas estaba en la cárcel, por haberle salido su aventura diametralmente al revés de como la hubo pensado. Fué al pueblo con la caballeresca ilusión de pegarle al cura, y éste, que era un hombracho como un castillo, le ganó velozmente la acción, destrozándole con recios bofetones toda la cara, pateándole después, y de añadidura requiriendo á la autoridad para que le metiera en la cárcel, como se hizo, procesándole por agresión sacrilega.

La segunda entrevista de Gil con la que ya era su novia fué poco después de anochecido, en una plazoleta próxima á la casa de ella; casa honestísima ciertamente, como lo era también la plazoleta, formada de una parte por la casa-cuartel de la Guardia civil, y de otra por un convento de monjas reclusas. Comprendió Gil que su novia disfrutaba de cierta libertad. En la vaga conversación sabrosa iba dando á conocer su vida y parentela, y diversas circunstancias que el mozo apreció como favorables para los incipientes y ya formales amores. Pascuala manifestaba su alma con graciosa sinceridad, y era honesta sin gazmoñería, honrada y pura sin la menor afectación. Gil se confirmaba en que tenía delante á la propia Cintia por un signo infalible, rasgo saliente y luminoso de la hermosa colombiana, que era la sana y dulce alegría, el sonreír largo que dejaba ver la más perfecta y blanca dentadura.

Era Cintia; sólo Cintia sabía decir conceptos delicados y conceptos comunes con aquella boca de ángel…

Ya en el encuentro ó aparición en la Dehesa había notado Gil que el lenguaje de la moza no era el habla tosca del pueblo campesino; se expresaba con limpia dicción y con notoria pureza gramatical. El enigma quedó aclarado con estas palabras de Pascuala: “Soy maestra. En Zaragoza, donde he vivido cinco años con mi tío don Bruno Borjabad, procurador, hice mis estudios, y tengo título… ¿Qué te creías? Ahora estamos esperando á que don Feliciano Gaitín, que es el mandón de estos lugares, nos cumpla lo prometido: darme una escuelita de párvulos en cualquier pueblo de esta comarca. Buena falta nos hace, porque mis tíos, con quienes vivo, andan atrasadillos por las malas cosechas y lo perdido que está todo”.

Completó Pascualita su historial con estas referencias: “Vivo con mis tíos Saturio Borjabad y su mujer Baltasara, y esta casita es de unos primos míos por parte de madre, llamados aquí los Almuerzos y porque son de la sierra de este nombre, y se dedicaban al negocio del carbón. Ahora viven en Soria. Mi madre se llamaba Pilar Arabiana; dicen que era un poquito noble. Mis tíos los Borjabades tienen en Suellacabras dos ó tres telares, y allí viven mis primos, que fabrican sayas y capotillos de jerga. Con que ya tienes ante tí todo el mapa de mi familia. Al ponértelo delante, me río como ves… En mi parentela hubo nobles y plebeyos; hoy todos son pobres. Algunos viven de ilusiones, otros emigran, algunos trabajan como negros… Yo, que en pobreza no tengo á nadie que me aventaje, les alegro á todos con mi alegría.

—¡Qué encanto de mujer! A Dios bendecimos y alabamos por haber hecho esa boca. Y á Dios le basta eso para ser grande”.

Terminó Pascuala la segunda entrevista despidiendo á Gil con la más dulce de sus risas, un empujoncito y esta frase donosa: “Vete ya, que no quiero enojar á los tíos… Me dan licencia de un ratito, y el ratito se va volviendo ratón”.

¡Ay, Gil, en qué soñador arrebato vivías! Y machacando piedras, dejabas que tu espíritu rodara por los espacios, chocando con estrellas y soles… Muy fuertes habían de ser los tirones de la realidad para que á ella volvieses… A la ya referida cita con Pascuala siguieron otras en él propio sitio, ó en un bosquecito de acacias frontero al pórtico de las monjas. En aquellos ratos de dulce intimidad, el fuego de amor prendía con flamear gracioso en los corazones. La idea, nunca olvidada por Gil, de que se conocieron antes, en otra misteriosa y lejana vida, prendió también en la mente de ella, y á menudo decía: “Sí, Gil: yo llevaba en mí hace tiempo tu cara y tu sér todo”. Se confiaban sus pensamientos sin faltar á la pureza y corrección. Si él, llevado de su fogoso temple, acortaba la distancia honesta, ella le contenía con ademán grave y con su inefable sonreír, que valía por un mandato. Separábanse contentos, gustando de antemano un porvenir dichoso… Pero á la cita cuarta ó quinta, que en el número no concuerdan los autores, Pascuala llegó junto á su amado con cara triste. “Esta noche —le dijo—, te traigo malas nuevas. Ya ves que no me río… y cuando no me ves reir, ya comprenderás que hay procesiones por dentro”.

—Dime lo que hay —replicó Gil, disimulando su alarma—, que seguro yo de tu amor como tú del mío, podemos reimos de toda procesión, aunque sea la del Corpus.

—No pasa el Santísimo Corpus Christi —dijo Pascuala—: lo que pasa es que tendremos que separarnos pronto… Mis tíos han resuelto que nos vayamos á Suellacabras, porque aquí está todo muy malo… Allí no nos faltará un pedazo de pan, y además…

—¿Además, qué?

—Que el señor Gaitín ha dicho que está á caer mi nombramiento de maestra. ¿Para qué pueblo? Eso… de Soria nos lo dirán…

—Pues no veo la procesión… Sí la veo… Te veo á tí marchando á Suellacabras con tu familia, y yo detrás… Dejaré mi trabajo y cuanto hay en el mundo por seguirte. ¿Cuándo nos vamos?

—¡Ay, Gil de mi vida! Tu falsa alegría no me sacará de mi tristeza. ¿No adviertes que esta noche no me he reído ni tan siquiera un poquito? Pues cuando mi boca olvida la risa, ¡cómo estará mi alma!… Te contaré todo; verteré de mi alma á la tuya todo el amargor que llevo dentro. Pensaba dártelo á traguitos; pero ¿á qué traguitos si es mejor decírtelo de una vez? Mi tío Saturio ha sabido que tú y yo… nos queremos. La tía se enteró y fué con el cuento al tío… Llamáronme á juicio esta mañana, y yo, que llevo siempre mi conciencia en la cara, saqué de mi intención toda la verdad antes de abrir la boca… Porque soy así, Gil… Dijeles que sí, que no tengo por qué ocultarlo, que te quiero y me quieres, y estamos los dos en la idea de casarnos… Así, clarito… ¡Vieras á mi tía cómo se puso!… Que es una deshonra para la familia… que habrá que oir á los Almuerzos cuando lo sepan. Y mi tío Saturio, con el temblorcillo de quijada que le da cuando se incomoda, y abriendo un ojo más que el otro, salió con esta sinrazón: “¡Una joven de tu mérito, Arabiana por parte de madre, y por tu padre de los Borjabades de Medinaceli, casarse con un peón rústico, un casca-piedras y rasca-lodos…! ¡oh ignominia!”. Y luego la tía, saltando de la ira al sentimiento, lloriquea y me dice: “Pascuala, por cincuenta coros de ángeles te pido que no hables más con ese bruto. ¿Quieres tú que nos muramos de pena? ¿Para qué están en el mundo tus tíos más que para buscarte un marido de circunstancias y ser todos felices?… En fin, que me han vuelto loca, sin que hayan conseguido rendirme. De esto que te cuento ha salido la idea de alejarme de tí”.

Maldecía el enamorado su suerte, trinaba y vociferaba mezclando las burlas con la ira: “¡Alejarte de mí! ¿Y no han discurrido esos tiorros impedir que salga el sol, y que los ríos se encaramen en los montes?”.

—Espérate un poco. Hace algún tiempo que Saturio y Baltasara se ilusionan con la idea de casarme á su gusto. Dos novios para mí tienen puestos en remojo. El uno es un señorito de Soria, que usa cuellos muy altos, y corbatas de colorines, hijo único de viuda rica, según dicen; otro es un chico de Almazán, que empezó estudiando para cura en El Burgo, y luego lo dejó, y se ha hecho perito agrónomo… Todo esto te lo digo para que te vayas enterando. ¡Ay, Gil de mi alma! ¿Qué haré yo para ponerme ahora en contra de esta mala corriente de mis tíos; qué haré para desobedecerles sin perder el respeto y la gratitud que les debo?

—El amor es antes que todo, Cintia… Hoy te llamo Cintia porque con este nombre estás más unida á mí que con el de Pascuala. Y cuando tus tíos feroces te digan: “Pascuala, ven”, tú responderás: “No sé quién es esa que llamáis,”.

—¡Ay de mí! —gimió agobiada la sin par mujer, inclinando su cabeza casi hasta tocar el hombro del cantero—. Hoy estoy muy triste, hoy no me río. Dime locuras; oiga yo tus locuras para que se me quite esta pena.

—¿Locuras? Pues tengo un martillo muy grande. Con él he roto las piedras más duras; con él partiré las cabezas de esos tíos sin entrañas, tíos peores que sobrinos de Satanás.

—Matar no… No me hables de muertes”. Otras locuras has de decirme para que yo…

—Pues oye ésta que otra vez oíste y te tentó á la risa. Yo no soy lo que parezco. He pertenecido á una sociedad superior, y por fines de enseñanza ó de castigo he sido rebajado á esta condición plebeya en que me ves.

—Pues ahora no me río, no me río nada… Lo que hace tu Cintia es recordar que ayer mi amiga Felipa, la hija del mandadero de estas monjas, me dijo que tú tienes aire de persona principal, y que se te puede tomar por un conde con ropa y manos de peón.

—Ya te dije anoche que Felipa me parece una mujer de gran agudeza.

—Algo hay en tí —dijo Pascuala sin perder su triste serenidad—, algo que… no sé decirlo.

—Pues yo lo diré, aunque te me pongas incrédula y burlona. Estoy encantado… Siendo quien soy, aparento condición distinta de la que me dió mi nacimiento… No me mires con esos ojos alelados, que nó por quedarse lelos son menos bonitos que el sol. No me mires así, que ahora voy á decirte algo que te asombrará más. Encantada estás tú también, Cintia; pero no has llegado al punto de conocer tu propio encantamento. Lo sospechas no más. La primera vez que te vi, en la fuente, te lo dije y me tuviste por loco… Ahora no piensas lo mismo”.

Dió Pascuala un gran suspiro, dejando caer sus miradas al suelo. Sin levantarlas, murmuró esta pregunta: “Dime, Gil: ¿estar encantada es lo mismo que estar enamorada?

—No es lo mismo; pero hay gran parentesco entre el encanto y un vivo amor. Como aquella tarde te dije, estás en el crepúsculo de tu memoria, del recuerdo de tu sér tal como fuiste antes de ser traída al estado presente”.

La actitud hondamente pensativa de Pascuala era como la de quien exprime con ahinco su memoria para obtener de ella una imagen, una luz. Por fin, suspirando con más fuerza, como bebiéndose y expulsando todo el aire que la rodeaba, dijo así: “Por momentos paréceme que algo recuerdo; por momentos que no recuerdo nada.

—Ya recordarás, ya te convencerás.

—Pero dime: ¿en tal estado nos hallamos porque á él nos traen?

—Sin duda.

—¿Quién?… ¿hechiceros?…

—O seres divinos, que con ello no quieren hacernos daño, sino mucho bien”.

Pascuala cruzó dedos con dedos, y enlazadas fuertemente las dos manos, las puso sobre el hombro de Gil, cargando sobre él el peso leve de sus brazos y el grave de su busto. En tal actitud puso su penetrante mirada en los ojos de él, y con intensa seriedad le dijo: “Pues quien nos ha encantado que nos desencante. Gil. ¿Quién puede hacerlo?

—La Madre.

—¿Qué Madre es esa?

—La tuya y la mía, la de todos…

—Pero esa Madre, ¿dónde está? Yo no la veo…

—Es nuestro sér castizo, el genio de la tierra, las glorias pasadas y desdichas presentes, la lengua que hablamos…

—¿Dónde está esa. Madre?

—Aquí, en todas partes. Vendrá… se dejará ver si la llamamos con la voz piadosa de nuestro amor”.

Oído esto, Cintia se levantó. Era hora de volver á su casa. Pasándose la mano por la frente y recogiendo de ella ideas quiméricas, las cuales arrojó al viento con gesto de diosa que se personifica en materia humana, expresó la triste orden de separación: “Mira, Gil: que las últimas palabras tuyas y mías que hemos de decir esta noche, sean para fijar nuestro destino”.

Juntaron sus cuatro manos. Gil dijo así: “No necesitas jurar. Mándame que te siga, y basta”.

—Quiero y mando. Sabrás por Felipa el día que salga con mis tíos. Si no cambian de ventolera, partiremos pasado mañana á la hora del alba. Aquí no nos veremos ya.

—Pero allá sí… Yo debo jurar, Cintia. Por la Madre tuya y mía, te juro que, encantados ó desencantados, serás mi mujer. Adiós…

Se besaron como los ángeles, y la obscuridad de la noche asumió las dos figuras… una por acá, otra por allá.

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