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El Caballero Encantado: XVI

El Caballero Encantado
XVI
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
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  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. Autor
  31. Otros textos
  32. CoverPage

XVI

Refiérense nuevas aventuras y desventuras del caballero peregrino.


Estrecháronse con fuerte apretón las manos el guardia y Gil, con lo que el primero dió fe de su hidalguía y el segundo de su gratitud, correspondiéndose ambos en nobleza y caballerosidad. Bueno será decir que si Regino concedió fácilmente su amistad á Florencio Cipión á poco de tratarse, no tuvo poca parte en ello la idea de que bajo las apariencias del rústico se escondía un caballero, el cual, por reveses de fortuna ó por otras causas impenetrables, disfrazaba su verdadera condición. Algo de esto debió indicarle Cíbico, y él no dejó de advertir la disparidad entre el humilde oficio del hombre y su habla, rostro y actitudes. Y dicho esto, conviene añadir que también Gil notaba en Regino disparidad análoga. Dentro del joven guardia civil alentaba un sér de calidad superior. Así lo revelaban sus expresiones y pensamientos, nunca villanos, casi siempre nobles; sus ojos azules, que dejaban transparentar una segunda mirada, en acecho de ocasión para ser primera y recobrar su prístino estado. Esto lo veía Gil, ó se lo figuraba en el intenso erotismo de su imaginación.

Terminaron, como se ha dicho, la disputa de rivalidad amorosa, y procediendo los dos discretamente, hablaron de otro asunto y se agregaron al ruedo familiar de los amigos… Disuelta la tertulia y retirados los guardias, Florencio Cipión se acostó firmemente persuadido de haber encontrado en Regino un nuevo caso de encantamento. “No tengo duda —decía—, encantado está; sólo que aún se halla en el primer tiempo de la transformación mágica, y no se ha dado cuenta de que fué persona criada en esfera más alta, traída sabe Dios cuándo á la presente llaneza por delitos ó graves ofensas á la Madre… ¡Pobre Regino! O no entiendo yo de encantos, ó compañeros somos de esclavitud y expiación. La común desgracia nos hace hermanos… Adelante”.

Clavada esta idea en la mente del caballero, hizo propósito de estrechar su amistad con Regino hasta llegar á la compenetración de alma con alma; pero de tales pensamientos le distrajo, en la tarde del siguiente día, la llegada de Bartolo con premioso mensaje de Cintia-Pascuala. Fué así: “A Soria fui con seda verde, y vuelvo con seda colorada. Me ha dicho tu novia que vayas allá inmediatamente. Ya tiene pensado dónde y cómo podréis hablaros, y decidir todo lo que toca á vuestras incumbencias para el hoy y para el mañana… Con que despídete, cobra, y esta noche vamos andando los dos… Se me olvidaba lo principal, y es que á Pascuala le han dado ya los señores Gaitines la escuela de párvulos que le ofrecieron. El lugar es Calatañazor, encaramado en un cerro, entre centinelas de picachos que asustan, y muros deshechos de un viejísimo alcázar ó ciudadela”.

Tomó resuello Bartolito para seguir informando: “El pueblo es horrible, pobre; pero Pascualita se conforma esperando mejorar de localidad. Los tíos se quedan en Soria muy contentos de que la niña cobre del procomún unas miajas de sueldo, que suponen cocido flaco y sopas… En Calatañazor vive un Borjabad que trafica en cordelería… Viven también Gaitines, que esta casta maldita por todo el contorno extiende sus rejos y garfios… Que yo conozca, hay allí una Quiteria Gaitín, que es la más rica del pueblo. Tiene muchas cabras, cuatro cerdos, y un hijo que es secretario del Ayuntamiento. Te lo cuento para que sepas que te saldrán enemigos en aquellas peñas y ruinas de fortalezas, donde lo menos temible es el sin fin de escorpiones y sabandijas que moran en ellas. Lo primero es que hables con tu novia, la cual, combinando su agudeza con tu talento, discurrirá contigo lo que debéis hacer para salir de penas… Otra cosa se me olvidaba, que es muy importante: el bobalicón de don Saturio ha encontrado la horma de su necedad: un francés que ha caído en Soria con la fantesía de buscar tesoros ocultos. Para mí que es un farsante; pero él se intitula ingeniero, y ha vuelto al tío de tu novia más loco y más bobo de lo que estaba… Dice el francés que habrá capitales… Dice don Saturio que él, como buen zahori, responde del mar de plata… Total: que mañana salen para la sierra del Almuerzo, donde harán calas y cataduras. Digo te esto, para que veas que tu peor enemigo se te aleja, ó se va volando como las brujas, montado en la escoba de su mentecatez”.

Con lo dicho y algunos detalles añadidos por Cíbico, quedó Gil bien informado, y prontamente se dispuso á levantar el campo… Al anochecer partió con Bartolito; en breve jornada llegaron á Soria y alojáronse en un posadón próximo á la iglesia colegial de San Pedro, no lejos del puente sobre el Duero. Eligió Bartolo este sitio por cercano á la vivienda de Pascuala, junto al Carmen. Lo primero que el buhonero recomendó á su protegido fué que permaneciera en la posada fingiéndose enfermo, pues el no dar á conocer su persona en las calles era un ardid estratégico de indudable conveniencia. Cíbico, trotando por la ciudad en el metisaca de su negocio, se encargaba de prepararle la entrevista con la guapa moza, la cual pudo efectuarse á la noche siguiente en un callejón anguloso y casi desierto, al costado del Carmen.

En la alegría de verse y estrecharse con efusión las manos, se les fué á los novios buena parte del tiempo marcado para la duración de la entrevista. Por primera vez desde las placenteras noches de Agreda se veían juntos, en soledad amorosa, protegidos del silencio amigo y de la discreta luz que de la luna encapuchada… venía. Repitieron la canción de sus puros afectos, y el madrigal de su inquebrantable constancia y desprecio de contrariedades del mundo, y en el poco tiempo que les quedó de estos apasionados dimes y diretes, reforzados con la doble cadena de sus brazos, que más sabían apretarse que distenderse, trataron de las resoluciones prácticas que habían de tomar.

Dijo Cintia que al día siguiente tempranito saldría para Calatañazor, á posesionarse de su escuela y comenzar su trabajo. Irían con ella su tío, en segundo grado, Aniceto Borjabad; la esposa de éste, llamada Sabina, y un chico de Quiteña Gaitín que era secretario del Ayuntamiento. Desechara Gil sin vacilación alguna la idea de acompañarla en aquel viaje. Sería muy peligroso que las personas que habían de ir con ella conociesen á su novio. Este se quedaría en Soria, para salir dos días después con Cíbico, que en cuerpo y alma estaba k con ellos, y de cabeza les amparaba y servía.

Oyó Gil con frialdad este plan que desbarataba el suyo, más expeditivo y de solución inmediata; pero hubo de ceder á las discretas razones de Cintia, que en aquel caso era la prudencia de la mujer atenuando la temeridad del hombre. Con tristeza se resignó éste, y ofreció no aportar por Calatañazor hasta que le llevase en su ambulancia comercial el pacotillero, como llevaba su ardilla y los carretes de hilo y algodón. Sentía sobre sí el peso de la esclavitud que su encantamento le imponía, y toda línea de conducta que él se trazara con libre voluntad, quedaba desvanecida por el férreo trazo de la misteriosa mano invisible.

Salió Cintia para Calatañazor con la guardia de enfadosos parientes ó amigos; salieron con tres días de diferencia Bartolo y Gil, éste en guisa de ayudante ó escudero: llevaban una burra cansina y añosa cargada con la ropa de ambos, y los paquetes dé género para una expedición que había de extenderse hasta Roa y Peñaflel. Compró Cíbico la pollina en Soria, donde algunos dineros tenía, aumentados con doce duros que le dió un inglés por el cuchillo neolítico, y que seguramente figuraría en un museo de Londres. Iba el jefe del convoy muy gozoso, alegrando al paso el país y la gente que encontraba; á Gil agobiaban de tal modo el peso de su tristeza y el embarazo de su esclavitud, que en largas horas de camino apenas pudo Bartolo sacarle del cuerpo escasas y frías palabras. Escala hicieron en Golmayo, con algunas ventas; escala provechosa en Carbonera; pasaron después á Villaciervos, donde les fué bien, y mejor en Villaciervitos; llegáronse luego á Mallona, donde tuvieron una larga estadía, por habérseles enfermado la burra (de catarro intestinal, según diagnóstico de Cíbico, que se vió precisado á oficiar de veterinario y clistelero), y al fin, á los veinte días de partir de Soria, despacito y con descanso, más por la burra que por las personas, avistaron la histórica villa de Calatafiazor, empingorotada en un cerro, guarnecida de torres y de imponentes y ceñudos peñascos.

La impresión de Gil al trepar, casi gateando, por la pendiente que conduce al pueblo, fué horrorosa. ¿Vivía gente allí, habiendo en el mundo tantos y tantos lugares menos desapacibles? Traspasaron la muralla por una caduca puerta entre carcomidos torreones, y dentro seguían los desniveles espantables, calles en cuesta, calles con escalones, casas montadas sobre casas, arroyos lindando con tejados, una iglesia de aparato monumental, en las puertas gente asustada de ver forasteros, aunque de muchos eran conocidos Bartolo y su ardilla. Torciendo á la derecha, llegaron los caminantes al rincón menos áspero de la ciudad, una solana ó miradero que dominaba un abismo, en cuyo fondo plateaba el río Milanos. “Aquí tenemos nuestro albergue —dijo Cíbico á su escudero, parando la borrica en un portalón desvencijado—. Aquella casa que allí ves pintada de ocre, es la escuela. Aguárdate un momento aquí. Yo me acerco al templo de Minerva, vulgo Instrucción Primaria; meto el hocico, y si veo que está Pascuala sola con sus parvulitos, te miro, llevándome la mano á la gorra como si te hiciera saludo militar. Vas tú, la ves, hablas un poco, y yo te espero en el parador”.

Así se hizo, y antes de llegar Gil al vetusto caserón recién pintado de amarillo, oyó el vocerío y cantorrio de los chicos y chicas, que se le metió en el alma cual una música venida del mismo cielo. Segundos después entraba en la escuela; Pascuala se demudó al verle. Suspendió la lección para saludar á su novio con un gracioso festejo de su cara y de todo su espíritu. La alegría súbita tuvo á los dos perplejos un instante, sin saber qué decirse… De las expresiones de sorpresa y contento pasaron pronto al diálogo tirado, que fué rapidísimo, nervioso, en violento zig-zag, por la precisión de decir mucho en tiempo corto. Se reproduce y extracta lo dicho por Cintia:

“¿Has visto pueblo más horrible?… Me han traído á una cárcel… Soy prisionera y mártir, Gil; me rodean y acorralan personas que el primer día me fueron antipáticas y hoy me son odiosas… ¡Ay, si tuviera tiempo de contarte…! Mi único consuelo está en las pobres criaturas que aquí ves… Las quiero, y ellas me quieren á mí… creo yo que tanto como quieren á sus madres… tal vez más… Aquí, practicando el magisterio… he descubierto que sirvo para educar niños y encender en ellos las primeras luces del conocimiento… ¡Ay, Gil de mi vida!, te jaro que ahora mismo huiría de Calatañazor si pudiera llevarme á mis nenes”.

Replicó Gil que en otros pueblos menos desagradables había también niños que instruir, y que él la llevaría sin tardanza á donde pudiera conciliar su amor al magisterio con los demás afectos que embellecen la vida… “Ven, disponte, vámonos, déjate robar”. Oyó esto Cintia con estupor, admitiendo y rechazando la idea. No tardó en aparecer el miedo en su expresivo rostro. Miraba con terror á las dos puertas de la sala escolar: la una daba á la calle, la otra á un patio… Temía la maestra que entraran importunos testigos á meter sus narices en la visita. Luego, turbada y temblorosa, dijo: “Que venga Bartolo y hablaré con él… Pero tú no vengas, tú no… Conviene que nadie te conozca en el pueblo… ¡Ay qué vida, Gil de mi alma!… Mírame. ¿Verdad que en las tres semanas de este martirio, encanto, esclavitud, ó lo que sea, ha enflaquecido tu pobre Cintia? Me quedaré en los huesos si no me llevan á otros aires, á ver otras caras y á oir otras voces… ¡Ay mis chiquillos! Sería yo feliz si pudiera llevármelos. ¿Por qué es tan linda y tan amorosa la infancia donde los mayores son fieras?… ¡Oh, siento pasos!… Alguien viene por el patio. Vete, Gil, vete… ¡Por Dios…! Hablaré con Bartolo, y por él sabrás… Pronto, Gil… Sigo mi lección. A ver, niños: tú, Pepe; tú, Nazario, Nicolás… Decidme, niñas… A ver: tú, Felisa, Zoila, Inés, vamos atrás… Be, a, ene-han”.

Salió el caballero, obediente al mandato de su dama, y en el mesón aguardó ansioso á que Cíbico volviese de su correría por el pueblo y le llevase noticias más concretas de Cintia y de su indudable sufrimiento. Bien seguro estaba de que Bartolo no volvería sin tener un careo con ella, y otro con las personas que la mortificaban… Cerca ya de anochecido llegó el buhonero, y con su ágil locuacidad dió cuenta de lo que ocurría. La tal Sabina, mujer de Aniceto Borjabad, era una bestial lugareña, crasa y soez; el marido no le iba en zaga, distinguiéndose de ella en la virilidad de su barbarie. Movíales el egoísmo, el temor de que Pascualita (á quien todos en aquel pueblo llamaban Pascua) se desviase por caminos distintos de los que había trazado el buscador de minas don Saturio. En ella veían una joya de gran precio que la familia debía conservar á todo trance.

Si molesta era la presión y vigilancia que el matrimonio ejercía sobre la infeliz doncella, el mayor suplicio de ésta provenía del secretario del Ayuntamiento, Galo Zurdo y Gaitín, el más apestoso ganso de la localidad y de todo el territorio. Protegido por la familia de su madre, no ponía freno á sus apetitos, ni reparaba en medios para llegar á su fin. A ratos empalagoso, á ratos insolente, á Pascua requería por lo fino, ofreciéndole inmediato matrimonio, ó por lo basto, solicitando con amenazas un amor irregular. No tenía fin el relato y pintura que hizo Bartolo de la salvaje presunción y cursilería del tal Galo Zurdo. Vibrante de indignación, Gil se puso en pie, y echando mano al cinto donde tenía la navaja, gritó: “Dime, dime pronto dónde está esa bestia para matarla ahora mismo”. Cíbico logró calmar á su amigo con prudentes razones, y siguió exponiendo la situación y su posible remedio.

“Aunque el entusiasmo de su oficio —dijo—, tiene á la pobre maestra como embargada por el cariño á las criaturas, ello es que ha de decidirse pronto entre el suplicio y la libertad… Libertad ha dicho al fin, después de amargas dudas, y libertad hemos de darle esta misma noche. Las últimas palabras que oí de su boca linda fueron éstas, Gil: "Huiré con vosotros, si Dios quiere que yo logre escabullirme de la casa de estos tiranos sin que me estorben la salida. La mayor dificultad será que pueda sacar mi ropa… Mas aunque tenga que escapar con lo puesto, escaparé, llevando con vosotros toda mi alegría y una sola tristeza: el abandono de mis queridos niños". Esto me dijo; y ahora, Gil, arrimemos á la obra todo tu ingenio y el mío, y mi travesura que vale por todo el talento de los siete sabios de Grecia”.

Viendo á su amigo dispuesto á las resoluciones más audaces, lo primero que discurrió Bartolito fué llevarle á donde pudiera por sus propios ojos conocer y medir el campo de operaciones. Salieron, pues, solos, á las nueve dadas, como que iban á tomar el aire y encender un pitillo después de cenar, y Gil pudo inspeccionar la escena de su aún inédito drama. En aquella extremidad de la villa, las murallas estaban rotas; sólo permanecía entero un torreón, en el cual, bajo un arco tapiado, abríase un portillo. En el tímpano del arco campeaba una imagen con faroles sin luz: no se distinguían la calidad y sexo de la religiosa figura. No lejos del portillo, por dentro, estaba la escuela, y á pocos pasos de ésta, con un callejón intermedio, la casa de Aniceto Borjabad, donde Pascua moraba. Era vivienda humilde, prolongada en el dicho callejón y en otro de travesía por una tapia de corral ó patio. Puerta vieron en Ja fachada, portalón en la tapia, como para el entrar y salir de animales de labranza.

Fuera del portillo se iniciaba un caminejo tortuoso, con abruptas peñas de una parte, de otra con vertiente también riscosa, camino que en largo trecho conservaba la rasante horizontal en sus Ondulaciones. Estas eran bruscas, determinando anchuras seguidas de irregulares estrecheces. Recorrieron los dos hombres como unos doscientos pasos por esta vía torcida y llana, hasta llegar á un humilladero, ya de baja en la devoción popular. Desde allí partían veredas cuesta abajo, entre rocas y zarzas, difícil camino para recorrido de noche, pero muy apropiado para una fuga ó desaparición en los profundos abismos. Explorado el terreno, trataron los amigos del plan de escapatoria. Despediríanse del parador á las diez de la noche, saliendo del pueblo con su burra y ardilla por donde habían entrado, y en un soto con arboleda, muy conocido de Cíbico, establecerían su base de operaciones. En el soto quedaría Bartolo con la burra, y Gil subiría por las veredas que antes le indicó desde arriba, situándose en la parte interior del portillo para esperar á Cintia, que después de las doce se escurriría lindamente fuera de su casa, llevándose toda la ropa que pudiera contener en un hatillo de fácil transporte.

Salieron, según se ha dicho, y aparentando las formas corrientes del trajineo mercantil, bajaron al llano y se corrieron hacia el soto. “Aquí me quedo yo —dijo Cíbico atando á un árbol la pollina…— Y ahora, pues tenemos luna nueva de cinco días, medio creciente, podrás enterarte bien del terreno… Aquí hay un puentecillo: pasémoslo… Desde esta cabecera parten las veredas que suben hasta el camine jo llano que arranca del portillo. La subida es agria: estudíala, cuesta arriba, para que la bajada te sea fácil. Te sitúas en el portillo por la parte de dentro, que estará en sombra. Si Pascuala no puede salir, nuestro gozo en un pozo. Al amanecer te retiras… Si la moza halla medio de escabullirse callandito, te la traes acá… Con un silbo puedes anunciarte, y yo te contestaré imitando un ladrido de perro quejumbrón. Ya me lo has oído, y no confundirás mi ladrido artificial con el de los perros naturales… Y ya no más, que el tiempo apremia. Súbete corriendo, y la Virgen nos ayude y Dios haga la vista gorda… Si bajas con tu novia, montará ella en la burra, y ¡hala, hala!, antes que sea de día llegaremos á Torreblascos; de allí, en buenas caballerías partiréis á la estación de El Burgo, y bien disfrazados y con nombre supuesto tomaréis billete para Valladolid… Dinero tengo para todo… Y basta ya de matemáticas… Yo, general en jefe, te mando que subas como un sólo hombre á ocupar tu puesto”.

En menos de media hora, subiendo aquí, gateando allá, pudo llegar el encantado Gil-Tarsis á la vera del portillo. Reconoció el sitio por fuera y por dentro, y viéndolo en discreta soledad, se ocultó en la parte de sombra, como un centinela se mete en su garita. Hallábase el hombre en un desconcierto nervioso tan agudo, que sus sentidos no apreciaban fielmente las cosas reales. Si sus ojos le daban la sensación de soledad, sus oídos no transmitían al cerebro impresión de silencio; oía rumores que no se avenían con la total ausencia de personas, animales y bultos movibles.

Por un momento creyó el caballero que se le habían metido en las orejas moscardones infernales, que le fingían estruendos y voceríos atronadores. Primero sintió ruido de cataratas; después… del interior del pueblo venía un rumor completamente absurdo en hora tan avanzada de la noche. De la breve visita que en pleno día hizo á Pascuala, sacó pegado al tímpano el cantorrio de las criaturas deletreando en la escuela: be, a, ene—ban… Y en aquella hora crítica de la noche, el encantado cerebro repetía con estruendo de mil voces de chiquillo el be, a, ene—ban… Variaba de pronto así: ch, i, ene—chin.

“¿Será posible —pensó Gil—, que á estas horas esté Cintia dando lección á los chicos? No, no puede ser… Es engaño de mis oídos… pero ¡qué terrible engaño!” En esta confusión, un nuevo extravío, quizás realidad anormal, le impresionó por el sentido de la vista. De la parte afuera del portillo venía un resplandor de luz verdosa que á cada segundo se hacía más lívida. Salió Gil á cerciorarse de tan extraño fenómeno, y vió que por encima de un alto monte, no situado al Naciente, salía la inverosímil aurora verde… La luna derivaba hacia Poniente, blanca y pensativa. La claridad lívida iluminaba todo el camino curvo y las pendientes que bajaban hacia el río. Diríase que celestes bengalas encendidas por ángeles, ya que no por demonios, imitaban ó fingían un día que burlaba las exactitudes cosmográficas. “No es el día —pensó Gil—; es una noche en que se insubordinan con loco humorismo los elementos… Esto es un carnaval de la Naturaleza, una burla que hacen de mí y de Cintia los encantadores perversos, enemigos de mi Madre… Madre, devuélveme mis tinieblas, apaga esas luces que adulteran mi noche”.

Fuera de sí, trató de volver al pueblo… La luz iba cambiando hacia un rosa tenue… Intenso rosa era ya, cuando Gil vió aparecer á Cintia franqueando el portillo con paso inseguro y actitud medrosa. Hacia ella corrió, vacilante entre la alegría y un dudar angustioso. ¿Era Cintia en cuerpo y alma, ó falaz apariencia, obra de los genios malignos que habían trocado la noche obscura en día rosado? Tocó los brazos, el hombro y la cabeza de la hermosa mujer, diciéndole: “Cintia de mi vida, creí que no eras tú, sino tu imagen… ¿Estás segura de ser tú?”.

—Yo soy —dijo Pascuala temblando—. No sé cómo he podido salir… Mi tía Sabina no quería dormirse, como si sospechara mi fuga… He podido sacar parte de mi ropa, que traigo en este envoltorio… Y aquí me tienes, Gil… quiero y no puedo. Cada paso que doy hacia tí me cuesta un esfuerzo enorme… Estoy paralizada… Estoy alucinada. Dime: ¿qué claridad es ésta, y de dónde viene? Veo los montes, el sendero; véote á tí en una espléndida iluminación rosada…

—No sé quién ha encendido esta luz —dijo el caballero, poseído de estupor y ansiedad—. Explícame otro fenómeno que me confunde y anonada. ¿De noche das lección á tus chiquillos? He oído las voces tiernas deletreando.

—No doy lección de noche. Es absurdo… —repitió Cintia, cuya voz y actitudes eran como las de una sonámbula—. Y también yo… no sé lo que me pasa… jo también oigo el sonsonete de mis amadas criaturas… ¿Qué es esto? Parece que salen en tropel de la escuela… Vienen tras de mí.

—Ven… huyamos… salvémonos de esta fascinación horrible… hechicería que no entiendo…

Tiró del brazo de Cintia, y ésta clamó acongojada: “Me haces daño. No puedo andar… Oíase la cantinela infantil más cercana, como traída por un ventarrón que venía del pueblo. Y de súbito aparecieron, corriendo y brincando, niñas y niños… La primera tanda era de diez ó doce… siguieron como unos veinte… luego fueron cientos, que á los ojos aterrados de Gil eran miles. Unos traspasaban el portillo, otros saltaban entre los huecos del muro despedazado. El enjambre no tenía fin; el griterío era como un inmenso piar de pájaros ó zumbar de insectos. La turba rodeó á Cintia; innumerables manecitas se agarraron á la falda de la maestra, y mientras unos repetían el che, i, ene—chin, otros chillaban: Pascua, nuestra Miga, no te vas… Pascua, no dejar tus nenes… Miga, ven con niños tuyos”.

Centuplicó Gil su voluntad, y echando los brazos al talle de Cintia, trató de vencer las ligaduras, que, por ser tantas, vigorosamente la sujetaban. Algunas criaturas, encaramándose sobre otras, subían hasta el cuello de la maestra, y la oprimían con sus brazos y apretaban sus caritas contra el rostro de ella. El colosal esfuerzo de Gil fué tan vano, como si arrancar quisiera un sillar empotrado en fuerte muro… Ahogada por los abrazos, inmovilizada por los tirones, Cintia sólo pudo decir: “No me dejan… Vete, Gil… Ya ves, no puedo… Esclava soy de esta menudencia”.

Sintióse el caballero paralizado… Quiso hablar: no pudo. Vió á Cintia desaparecer bajo el arco del portillo conducida por la infantil turba, cuyos chillidos triunfales se apagaban en el interior del pueblo.

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