XVII
De las extraordinarias visiones, y del feliz encuentro que tuvo el caballero en su retirada de Calatañazor.
Cegado por la luz, que aumentaba en vive • za, y sacudido por
intensa vibración de toda su máquina muscular, cayó al suelo el pobre
Gil, y sin conocimiento estuvo largo rato. Al recobrarse, advirtió
mermada la luz absurda que hizo de la noche día. Levantóse con lento
mover de sus remos, como una bestia enferma; quiso dirigirse al pueblo;
pero sus pasos torpes recaían sin ruido en el mismo sitio. Llegó á creer
que el suelo se movía en dirección contraria… Fuerza irresistible le
llevó hacia el humilladero, y á precipitarse desde allí veredas abajo…
Huyó descendiendo, perseguido á su parecer por un gigante de estatura
más que desaforada, que se despeñaba voceando, como inmenso témpano
desgajado del monte y convertido en grotesca figura humana… A mitad de
la cuesta, cuando ya se creía Gil á punto de ser aplastado, el gigante
se rompió en pedazos mil, con chasquido de roca volada por el barreno.
Respiró el infeliz hombre; sus pobres huesos requirieron el descanso, y
por largo espacio indeterminable permaneció sin movimiento, al amparo de
un enmarañado matorral. Cuando intentó seguir descendiendo hacia el
soto, se había extinguido la luz rosada, y por Oriente, con dulce
claridad, despegaba sus pestañas el nuevo día.
Recordando las órdenes de Cíbico, anunció Gil con un silbo su regreso, y fué contestado por ladridos de perros que de una parte y otra lanzaban clamores estridentes. Entre tal algarabía perruna, no distinguió el ladrido artificial de su amigo. Llegado al punto en que había quedado Bartolo con su burra, no vió al animal ni al hombre. Recorrió el contorno. Todo era soledad, un cristal opaco rasgado por lúgubres ladridos. ¿Qué había sido del servicial paniquesero, cuyas raras prendas coronaba la preciosa virtud de la puntualidad? Caminó á la ventura, indagando con ojos y oídos, y en el lindero del soto con la tierra calva halló un cabrero viejo, peludo y de bizco mirar, que le dijo: “¿Buscas á Bartolo? Echale un galgo. Se le escapó la ardilla, y como alma que lleva el demonio ha corrido en busca de ella. Yo vi al animal brincando por entre estos chaparros… Un perro iba tras ella… y ella, pim, ganó aquel alcornoque… Subió Cíbico al árbol… yo atajé al perro… La saltimbanquesa no se dejaba coger de su amo, y despareció junto á las casas del Crudo… Allí… en aquel ribazo… Creímos que los chicos del Crudo habían atrapado la ardilla… Corrió Cíbico rabioso y llorón, como si fuera tras de su alma camino del infierno… Los chiquillos volaron… No sé más. Por ahí va el hombre loco, ahora clamando á la Virgen, ahora al demonio… En aquel cerro bajo, entre el molino y la vuelta del Robledal, está la comedia… ¡Vaya una comedia! El alma que se escabulle… el cuerpo que la sigue… ¡María Santísima, las cosas que uno ve!… ¡Pobre Bartolo!… ¿Para qué hiciste de una ardilla un alma?… Abur, paisano; yo me voy á lo mío…
Siguió Gil la dirección que el pastor viejo le marcaba. A la hora de un incierto vagar, vió en la cresta chata de un extenso cerro la silueta de la desbocada burra, caballero en ella el gran Cíbico blandiendo una espada, sable ó garrote. Como iban á contra luz, no se distinguía bien el arma. El grupo ecuestre y disparado era todo negro. Tras él corrían innúmeros perros ladrando… De un término lejano venían risotadas de chiquillos. La burra no corría, volaba… En el jinete advirtió Gil todo el aire y bizarría de las figuras épicas… No pudiendo seguirle, buscó su descanso en un grupo de encinas que á mano derecha veía, y al amparo del ramaje obscuro tumbó sus pobres huesos molidos, y trató de restablecer en su espíritu la serenidad locamente alterada por los anómalos sucesos de la noche anterior. A poco de estar en aquel recuesto, vióse rodeado de cabras, y tras ellas apareció el pastor anciano, peludo y bizco, el cual, hallándole tan quebrantado, le invitó á un frugal desayuno de pan y queso, que el caballero hubo de aceptar con ansioso instinto de reparación orgánica.
Bebieron agua fresca de una fuente próxima; platicaron de nuevo, y Gil quiso completar su descanso requiriendo el sueño; el viejo cabrero, que dijo llamarse Dimas Alonso, le incitó á que durmiera, asegurándole que velaría su reposo, pues en aquellos contornos apacentaría su rebaño hasta la tarde. Durmió el pobre caballero, despertando á la hora de la siesta, y otra vez pegaron la hebra de la conversación, contándose algo de sus vidas. Dimas había servido al Rey; estuvo en la guerra de Africa; conservaba con devoción juvenil el recuerdo de los Castillejos, de Montenegrón y Tetuán… Enfermó del cólera; sanó por especial amparo de Nuestra Señora de los Angeles, á quien desde su niñez tenía por abogada y protectora. A su vez, Gil se declaró devoto de la Madre del Amor Hermoso que para él era lo más alto y divino que en el campo religioso y en el cielo mismo existía, y en estas inocentes expansiones se les fué la tarde. Al anochecer, Dimas encaminóse con sus cabras á Calatañazor, donde con ellas residía; Gil le acompañó hasta el soto, y mientras pastor y rebaño remontaban la fragosa cuesta en dirección al portillo, el encantado quedó con las miras y las intenciones nuevamente fijas en el fatídico pueblo.
¿Subiría protegido de la noche á violentar solo la casa de Cintia y arrebatar á ésta de grado ó por fuerza? ¿Esperaría nuevos avisos de la dama? ¿Pero qué avisos ni qué carneros si faltaba el mediador Cíbico, perdido en la captura de la vagarosa ardilla, ávida de libertad? En estas mortales dudas estaba el hombre” cuando advirtió que en el picacho más alto de los que dominaban la villa se iniciaba una rosada aurora. Por momentos crecía en intensidad la fantástica luz; por momentos se sentía el caballero invadido del estupor terrorífico de la noche de marras… EL rosado fulgor se manifestó en algo que parecía nube confundiéndose con la cima del monte, y la nube refulgente tomaba forma, y en ésta se marcaron las facciones, el rostro de la Madre. Era ella, sin duda; Gil pudo apreciar la expresión dulce y grave, la mirada profunda, la sonrisa bondadosa…
El gozo del caballero rayaba en delirio cuando vió la figura completa, de estatura no inferior á la del monte mismo, cual si éste, conservando su talla ingente, se personificara por arte mitológico en la más gallarda y majestuosa mujer que vieron los siglos. La Madre descendía, y sus pasos eran de tal magnitud, que los llamados de gigantes serían junto á ellos pasos de liliputienses. Retrocedió Gil aterrado, pensando que si la Señora ponía sobre él uno de sus pies, aplastado había de quedar como una hormiga… Pero huyendo hacia atrás advirtió el caballero que la grande y terrible imagen iba perdiendo su colosal tamaño á medida que avanzaba. El traje luengo y flotante ondulaba movido del viento; la figura venía un tanto encorvada, apoyándose en un palo que aventajaba en tamaño á los más robustos pinos… Menguaba poco á poco… y no sólo menguaba, sino que acercándose al caballero le decía con afable acento: “No te asustes, hijo; voy hacia tí. No huyas. Como sé crecer, sé achicarme cuando quiero ponerme al habla con los pequeños y humildes”.
Paróse Gil en firme, y atento á la inmensa persona la vió decrecer más hasta llegar, ¡cosa inaudita, jamás consignada en las humanas efemérides!, hasta llegar, digo, á una talla y proporción iguales á la del espantado caballero, “Madre querida —le dijo éste, de hinojos ante ella y besándole la mano—, al fin das á tu pobre hijo el consuelo de tu presencia. Déjame que te adore; déjame que me humille ante tí”. La Madre, con gesto majestuoso, ordenóle que se levantara, y luego le cogió el brazo, requiriendo apoyo con dulces palabras: “Ayúdame á vencer los altibajos de este camino pedregoso. Con el sostén de tu brazo firme y la luz rosada que nos alumbra, llegaré á donde quiero ir”.
Al servicio de la Madre puso Gil todo su filial cariño. Dando juntos los primeros pasos, notó el caballero que la Señora mil veces augusta presentaba en su faz hermosa y en su actitud señales de envejecimiento. Palidez y algo de demacración eran bien claras en su rostro, y andaba un poquito encorvada, asegurando el paso con la cautela que exigía el peso de su cuerpo. Una pregunta del caballero, sugerida por la ternura y un amor inocente, fué la primera cláusula de este coloquio interesante, que el narrador copia de un códice guardado en la biblioteca de la catedral de Osma.
LA MADRE. —El abatimiento que has advertido en mí no es vejez. Yo no envejezco. No es tampoco enfermedad. Yo no padezco más enfermedades que los enojos y pesadumbres que me dan mis hijos. Me verás rozagante y alegre cuando la muchedumbre de mis criaturas se muestra enmendada de sus delirios y con inclinaciones al bien y á la paz. Me verás triste y caduca cuando la grey que lleva mi nombre se desmanda y quiere precipitarme por senderos abruptos.
TARSIS. —No te pregunto la causa de tus penas. Presumo que los encantados no tenemos derecho á conocer lo que pasa del lado allá del muro que marca nuestro confinamiento.
LA MADRE. —Algo sabrás por tí mismo, sin necesidad de que traiga yo á tu conocimiento la realidad del mundo que dejaste por tus culpas, viniendo á esta ejemplarizad. Nada debo decirte de lo de allá; algo, sí, de lo tuyo, pues en tu destierro miro por tí, deseosa de tu regeneración. Anoche te vi en el grave empeño del rapto de Cintia. Invisible salí á tu encuentro; mas superiores leyes, que enfrenan mi voluntad, impidiéronme prestarte el socorro que por impulso de mi corazón te hubiera dado. Yo puedo mucho contra mis hombres; contra los niños de mis hombres, ó sea de mis hijos, no puedo nada. Así, cuando observé que tras de Cintia salían á detenerla y á disputártela los inocentes párvulos de la escuela de Calatañazor, me vi paralizada como tú, y nada pude hacer. En los tiempos que corremos, Gil, los niños mandan. Son la generación que ha de venir; son mi salud futura; son mi fuerza de mañana. Les he visto agarrados á su maestra y he tenido que decirles: “Andad con ella, chiquillos… defendedla del ladrón… No sé si comprendes esto; no sé si tu inteligencia encantada penetrará la oculta razón de mi proceder en el lance de anoche. Piensa en ello, Asur, Hijo del Victorioso.
TARSIS. —Ya entiendo que he de ser vencedor de mí mismo, y ahora me doy cuenta de que para poseer la persona de Cintia, como poseo su alma, mi conducta debe ser otra. En vez de arrebatarla, separándola de la crianza mental de los niños, procederé más cuerdamente haciéndome yo también maestro y asociándome á su labor, para que, en perfecto himeneo de voluntades, de corazón y de oficio, vivamos juntos consagrados á la misma obra santa.
LA MADRE. —No vas descaminado. Dentro de tu esclavitud tienes libertad de pensamiento y de inclinaciones. Tú verás lo que haces. Yo he de favorecerte siempre que te vea en vías tortuosas ó rectas, que conduzcan á mis grandes fines. Esta noche, sabiendo que te encontraría en mi camino, he querido que mi presencia dé algún alivio á tus afanes. Enteramente humana me tienes á tu lado. No soy esta noche la matrona excelsa que te llevaba en veloz andadura de cerro en monte hasta las cumbres de Urbión; soy una pobre vieja que va pausadamente, asistida de este bastoncillo, á visitar apartados rincones de sus reinos. Te llevo conmigo, y verás, que no pisaré fortalezas de magnates, ni palacios de príncipes de la Milicia ó de la Iglesia; que no me inclinaré ante duques ó marqueses, ni ante damas linajudas en quienes brillan por igual ingenio y belleza. Voy á consolar con mi persona las almas de los más humildes, de los vencidos y desesperanzados; á llevar á sus tristes veladas una palabra refrigerante y una esperanza dulce.
TARSIS. —Si te admiré divina, viéndote humana es más puro mi cariño, más honda mi reverencia. ¿Podré saber qué comarca es ésta y á dónde vamos?
LA MADRE. (Parándose, señala en redondo con su palo la extensa cavidad del valle, de una parte los altos riscos, de otra los escalonados alcores de suaves curvas.) —Estamos, hijo mío, en el escenario de la batalla formidable que los Reyes de León y de Navarra y el Conde de Castilla dieron y ganaron al pobre Almanzor; al grande Almanzor debo decir, pues le tengo por uno de los más ilustres guerreros y políticos que han nacido en mis tierras. En esta parte de suelo que ahora pisamos le vi caído en tierra, invocando con acento tristísimo á su Alá y quejándose de que le desamparase en la ruda pelea-Era hombre de elevados sentimientos y de altas miras… En la huida le llevaron á cuestas los suyos con todo el cuidado y miramientos que por su grandeza merecía. Con los restos de su ejército tomó el caudillo la vuelta de Almazán; de allí fué á Barahona, y de Barahona á Medinaceli, donde acabó sus días gloriosos… Yo le lloré, como lloraba en igual caso á los mejores entre los míos… Y pasados años novecientos desde aquella fecha… calcula tú, hijo mío, lo que ha llovido desde 1002 acá… veo en mi raza confundidas las grandezas árabes con las ibéricas, así en la guerra como en la política y en las artes, y aspiro á mantener fraternidad con los que fueron mis conquistadores y luego mis conquistados… Tú no comprenderás esto. Tienes tu cerebro revestido de telarañas, obra lenta de los altercados religiosos en siglos y siglos… Pues yo te digo ahora, para que te pasmes y pasmándote vayas aprendiendo, que toda guerra que mis hijos traben con gente mora, me parece guerra civil.
TARSIS. —Esa idea introduzco en mi cabeza, y aquí quedará para siempre. Como idea tuya, no habrá mejor plumero para limpiarme de telarañas… (Advirtiendo que cae una lluvia fina y glacial… como puntas de nieve.) —Si te parece, Madre, apresuremos el paso. La noche se presenta fría, y si hemos de ir lejos, no estará de más que busquemos abrigo y hagamos alto en el primer lugar que encontremos.
LA MADRE. —No temas, hijo. El lugar á donde vamos está muy próximo. Tiremos ahora de esta parte. ¿Ves aquella lucecita que parpadea cariñosa en un repliegue hondo entre dos cerros? Pues esa es la estrella que nos guía al portal ó Belén de nuestro descanso, el cual es una aldeíta pobre y olvidada de los geógrafos, que se llama Boñices, que á poco que se resbale la lengua la llamaríamos Boñigas: tal es su insignificancia y humildad. En un cuarto de hora espero que llegaremos, y en el tiempo que yo permanezca entre los misérrimos hijos que allí tengo, Boñices será la capital de mis estados.
TARSIS. —Adelante, Señora. Gracias á la luz rosada, franquearemos sin tropezones este ingrato sendero.
LA MADRE. —La llovizna nos coge ahora de cara… Yo no la temo. Tengo mi rostro bien curtido para estas inclemencias que hacen á mis hijos duros, y tan insensibles al frío como al calor. Tú también te has endurecido, según veo, y te has dejado en los aires sutiles y en los ardores del sol tu antigua carita de galancete afeminado.
TARSIS. —En los días ásperos de la Aldehuela empecé á soltar mi máscara de cera, y cambié los goznes quebradizos de mi máquina corporal por otros de acero.
LA MADRE. —Al nombrar la Aldehuela traes á mi memoria algo que tenía que decirte, y es cosa en verdad lamentable. ¿Sabes que ha muerto el pobre José Caminero?
TARSIS. (Consternado.) —¡Ay, qué desgracia!… Dios le perdone á él y nos perdone á todos.
LA MADRE. —Herido de muerte cayó sobre el arado, como el atleta que espira al dar de sí el postrer esfuerzo, agotada la reserva vital. Luchó con la tierra; murió en la batalla, como un héroe que no quiere sobrevivir á su vencimiento. Si estuviéramos en la edad mitológica, Ceres y Triptolemo le llevarían á su lado en un lugar del Olimpo. Ahora, ni rastro de su nombre quedará entre los vivos.
TARSIS. —¡Pobre Caminero! Siento su muerte tanto como me apena el mal que le hice.
LA MADRE. —A buenas horas mangas verdes… Tu conciencia es de las que arguyen tarde, cuando el mal causado no tiene remedio. A la pobre Usebia encontré anteayer de vuelta de Nafría, desolada. Aunque nada me dijo, entiendo que había ido en tu busca para proponerte que entraras de nuevo á su servicio. Como no te encontró, llevaba en su alma doble luto. Ayer montó en su burra, llevando al chiquillo á la grupa. Iba camino de Tagarabuena, á pedir amparo á don Gaytán de Sepúlveda.
TARSIS. (Distraído.) —Séale don Gaytán benigno. Usebia es mujer trabajadora y de buen entendimiento. Saldrá adelante con sus tierras, si don Gaytán ó Dios le deparan un criado fiel, que tenga conocimiento y práctica de las labores, y además… sea joven y bien plantado”.
Silenciosos ambos, y atentos al escabroso atajo por donde iban, el cual más que camino era un arroyo sin agua, avanzaban hacia el término de su viaje, guiados por la risueña lucecita. Ya próximos al humilde lugar, Gil hablóde la desaparición de Cíbico, que había tomado carrera con furia loca, cual si quisiera correr todo el mundo en busca de su ardilla. A más de condolerse de la ausencia del amigo, ésta le afectaba personalmente, pues en la carga de la burra iba el hatillo de la ropa de él, y no podría vestirse de limpio si la disparada bestia no parecía. Bien haría la Madre excelsa en compadecerse del pobre caballero encantado, y con sólo que aplicase unas miajas de su poder maravilloso á la solución de tan insignificante conflicto, éste quedaría resuelto, recobrados Cíbico y su asna, y hasta la traviesa y maleante ardilla. A esto contestó la ilustre Señora parándose y soltando una grave risa con donosas palabras:
“Me río, porque tu pretensión de que yo emplee mi poder en buscar una pobre alimaña escapada de la esclavitud, trae á mi memoria los requerimientos de aquellos hijos míos que en mi nombre dirigen la sociedad. Esos cuitados no saben determinar nada por sí. A lo mejor vienen á mí y me dicen: "Madre, se me ha perdido el entendimiento; se me ha perdido la fórmula…" ¿Qué es la fórmula? Pues una receta para confeccionar las mixturas y pócimas con que embriagan ó adormecen á la muchedumbre gregaria. Y quieren que yo les busque la formulilla perdida, como tú pides ahora que busque y atrape la alimaña de Bartolo. El caso es el mismo. Si parece la ardilla, parecerá Cíbico, y tras él la burra, y tu ropa para poder mudarte. Pues ellos, paralelamente á tí, me piden la fórmula para poder vestirse de limpio… Pero no hablemos de esto ahora; yo veré si me conviene buscarte la bestezuela, ó si es más hacedero y práctico proveerte de nueva ropa, pues aquélla que dejaste en la pollina ya está, como sabes, hecha trizas de los golpetazos que dan las lavanderas sobre las piedras del río. Déjalo á mi cuidado, y sigamos, que ya estamos casi á las puertas de Boñices, pueblo en verdad digno de ser visto, porque él es el emporio de la miseria. Yo, cuando entro en él, como en otros igualmente consumidos y muertos, me parece que entro en mi sepultura… sí… no te espantes… en la sepultura que entre todos me estáis cavando para el descanso de estos antiquísimos huesos”.
Tembló el caballero al oir esto, y una vibración glacial le corría por el espinazo.